Terry Salvini

Máscaras De Cristal


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no quería hacer nada excepcional. Dejaron el coche y caminaron hasta el Corona Park. En aquel día otoñal el parque era poco frecuentado y estaba inmerso en una ligera capa de silencio y de finísima niebla, con hojas alfombrando los pies de los árboles desnudos a medias, que remarcaban el lánguido y nostálgico encanto del otoño, a pesar de la persistente presencia de macizos de flores que iban desde el amarillo intenso hasta el violeta.

      Habrían podido escoger pasear en Central Park, más grande y no muy lejos de su casa, en vez de atravesar todo el distrito de Queens pero ella sabía que a Davide no le gustaban los lugares demasiado grandes y multitudinarios. En honor a la verdad, a él ni siquiera le gustaba ir a sitios donde la riqueza y, sobre todo, quien la poseía, mandasen en él, pensó mientras caminaba a su lado. Ella era su única amiga adinerada.

      Cuando los músculos de las piernas comenzaron a doler por el cansancio, se sentó en un muro cerca de la Unisphere, un enorme monumento de acero que representaba un globo terrestre. Loreley habló de la boda del hermano y de lo que le había sucedido aquella noche, omitiendo sin embargo el nombre del hombre con el cual había compartido la cama: todavía no se sentía preparada para revelarlo, ni siquiera a su amigo. Él pareció comprenderlo porque evitó preguntárselo, pero sobre su frente había aparecido una arruga que antes no estaba.

      ―Sé en lo que estás pensando ―dijo ella mirándolo a los ojos azul celeste que parecían reprocharle algo ―Me daría de bofetadas a mí misma. Johnny no merece lo que le he hecho y no sé como salir de ésta sin hacerle daño.

      ―¿Estás indecisa acerca de si decírselo o no, verdad?

      ―Tengo miedo de que no me lo perdone. Y también me falta el valor… ―apartó la mirada durante un instante.

      ―Si te conociese tan bien como yo te conozco se percataría de que tú nunca habrías acabado en aquella cama si hubieras estado sobria.

      ―¡Lo ves muy fácil!

      Davide la observó contrariado.

      ―No es nunca sencillo. ¿Crees que a mí no me ha costado confesarte mi traición? Tenía un miedo loco de perderte para siempre, incluso como amiga. Pero luego tú has comprendido...

      ―Me sentí igualmente mal de todas formas, aunque no lo dejé ver demasiado. Durante años no he querido saber nada de muchachos: para mí, en ese momento, sólo importaban los estudios y el patinaje.

      Él suspiró.

      ―Ya ha pasado tiempo desde entonces pero veo que todavía te pones nerviosa cuando hablamos.

      Ella movió la cabeza.

      ―Perdóname, Davide… ―le acarició la mejilla ―No estoy nerviosa por el pasado sino por el presente.

      ―Ya te he dicho mi opinión.

      ―Reflexionaré sobre ello, te lo prometo ―lo tranquilizó para acabar con aquella embarazosa conversación.

      Mejor buscarme otro.

      Lo miró como si sólo en aquel momento se hubiese acordado de algo importante.

      ―A propósito de confesiones: todavía no me has hablado de la noticia a la que te referías por teléfono. ―Se puso en una posición más cómoda ―Estoy aquí y te aseguro que escucharé cada palabra que digas.

      Lo vio tranquilizarse y sonreír.

      Davide se sentó a su lado, dejó pasar unos segundos y soltó la feliz noticia.

      ―Después de tanto tiempo… y tanto buscar, pienso que he encontrado la persona apropiada para mí. Dentro de unos meses quizás nos vayamos a vivir juntos.

      Ella abrió los ojos de par en par.

      ―¡Dios mío, no sabes lo feliz que me haces! ―se regocijó dando palmadas y luego lo abrazó. ―¿Su nombre?

      ―Se llama Andrea, nos hemos conocido en la clínica: me ha traído a su perro para que lo curase.

      ―¡Estoy tan contenta! ¿lo sabes’

      ―¡Gracias! Yo, en cambio, estoy un poco atemorizado.

      ―Sé lo que se siente, sorbe todo al principio.

      ―Es por esto por lo que estoy hablando contigo. Quería saber cómo te llevabas con John. Cómo te sentías con él.

      ―Bueno… puedo decirte que al principio me sentía cohibida y no sabía cómo comportarme. Tenía miedo de que todo lo que hiciese le molestase. Debía mantener la calma, ser comprensiva y tener la mente abierta para aceptar también su manera de actuar y de pensar. Algunas veces deseaban darle de tortas, otras veces abrazarlo. El día anterior daba gracias al cielo por haberlo encontrado y al día siguiente quería no haberlo conocido jamás. En más de una ocasión te parecerá que no consigues soportarlo y añorarás la libertad perdida, pero te aseguro que luego todo se arregla. Basta con quererlo realmente.

      ―¿Es de esta manera que te has sentido con John? ―la interrumpió él, asombrado.

      ―Te aseguro que no estoy, para nada, arrepentida.

      Mientras respondía se preguntó cómo es que, si no se había arrepentido, no conseguía tener en cuenta lo que le acababa de decir a su amigo, para tranquilizarse también a sí misma.

      ―Es suficiente. ―Davide rió divertido y la cogió de las manos. ―Ya verás como las cosas se arreglarán también para ti; basta quererlo realmente, ¿no?

      ―Eres un gran…

      Él le tapó la boca.

      ―Eh, ciertas cosas no se dicen. ―le sonrió ―Ahora es mejor ir a beber algo.

      Después de una bebida fresca y una visita rápida al museo de la ciencia y de la tecnología, decidieron que había llegado el momento de buscar un lugar tranquilo donde cenar. Mientras tanto el sol le estaba cediendo el puesto a la luna que dentro de poco aparecería como un disco inmaculado de luz y sombras, a ratos oculto por las nubes.

      La cena fue ligera, sólo con dos platos y una pequeña porción de tarta de queso con fruta. Por suerte la temperatura no había bajado tanto como para hacerles desistir de dar una vuelta por las calles de Manhattan y sólo cuando realmente estuvieron cansados se percataron de que ya había pasado la medianoche. Sintiéndose culpable por haberlo retrasado, Loreley decidió hospedar al amigo en su casa: le hacía ilusión estar en su compañía todavía un poco más.

      ***

      Estaba desperezándose en la cama cuando sintió una mano sobre el hombro. Se giró y abrió un poco los párpados: esperaba ver la cara de Davide pero los ojos que en ese momento la estaban observando eran demasiado oscuros para pertenecer a su amigo, que por el contrario los tenía azules.

      ―¡Johnny! ―se levantó apoyándose sobre los codos ―¿Cuándo has llegado?

      ―Ayer por la noche te mandé un mensaje: ¿no lo has leído?

      ―Perdona, no me he dado cuenta.

      ―¿Demasiado ocupada haciendo otras cosas? Me he cruzado con Davide en la sala. Se estaba marchando.

      ―Ayer pasamos la tarde juntos y como se había hecho tarde lo he traído a casa. ―se sentó sobre la cama ―Voy a despedirme de él.

      ―Olvídate. ―la cogió por los hombros. ―Me ha dicho que te salude. Tenía prisa.

      Estaba a punto de protestar pero John se inclinó sobre ella y le cerró la boca con un gran beso. Entonces Loreley le pasó un brazo alrededor del cuello y se lo devolvió.

      Cuando lo vio apartarse para sacarse con rapidez la ropa, con un único movimiento se sacó la corta camiseta de dormir mostrando de esta manera el cuerpo de piel pálida.

      ―Quería ducharme pero ahora… ―le dijo él.

      Loreley lo examinó con rapidez: los cabellos en desorden y los rasgos del rostro tensos, como de quien hubiese