Terry Salvini

Máscaras De Cristal


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del claxon mostraba toda la impaciencia de los conductores.

      ―¿No hay una salida para librarse de este lío? ―preguntó Loreley.

      ―Lo siento, señorita. ¿No cree que si la hubiese la hubiera cogido?

      ―¡Me estoy jugando el puesto de trabajo!

      ―No sabe cuántos clientes suben aquí, cada uno con su propia historia. Algunos se quedan mudos y casi inmóviles, ignorándome durante todo el trayecto mientras que otros son tan nerviosos… como si el asiento les estuviese quemando el trasero. Y hablan mucho, como usted.

      Loreley consiguió verlo sonreír desde el espejo retrovisor y se esforzó por devolverle la sonrisa, encajando la mordaz respuesta.

      ―Pero hay algo que todos tienen en común ―continuó él ―Una prisa infernal por llegar a su destino.

      Ella respiró profundamente para calmarse.

      ―Ya me he excusado, ¿qué más puedo hacer?

      ―¡Nada! Prefiero los clientes como usted, señorita, a aquellos momificados.

      Esta vez Loreley le sonrió más convencida. ¡Con todo el dinero que te he dado!, pensó apoyando a continuación la cabeza sobre el reposacabezas. El habitual dolor detrás de la nuca había disminuido, lo preciso para permitirle trabajar, pero no la había abandonado del todo.

      A lo mejor ese era el momento adecuado para recurrir a un analgésico: el médico le había repetido varias veces que lo tomase cuando el dolor no fuese todavía demasiado fuerte y doblar la dosis sólo en el caso de que fuese realmente necesario. La testarudez y sus muchas obligaciones, sin embargo, la habían inducido a actuar de manera aleatoria, con el resultado de que, al cabo de unos años, se encontró con que necesitaba una dosis mayor.

      Sacó del bolso la pequeña caja de plata, la abrió, cogió una pastilla y la volvió a cerrar, luego se paró a mirar las dos L de oro brillante grabadas sobre la tapa: un tiempo significaron Lorenz Lehmann, su abuelo; hoy, Loreley Lehmann.

      Como temía, llegó al tribunal con retraso. A pesar de que el taxista no hubiese conseguido mantener el pacto, le dejó toda la suma que habían pactado para compensarlo por el hecho de que había debido aguantar todo su nerviosismo.

      Subió a la carrera la amplia escalinata de mármol que conducía a la entrada del edificio, con la esperanza de asistir por lo menos al veredicto. Por suerte sabía a dónde ir y no debía perder más tiempo para pedir información; era fácil perderse en aquel ambiente tan vasto si no se conocía mejor que bien.

      Incluso antes de entrar en la sala del tribunal comprendió que la sentencia del caso Desmond ya había sido emitida: la puerta estaba abierta y algunas personas estaban saliendo.

      ¡Maldita sea, demasiado tarde! Cerró la mano en un puño y la batió contra el aire.

      Parada en el umbral de la puerta, dio una ojeada rápida al interior: la luz que se filtraba desde las persianas era débil pero suficiente para vislumbrar sobre los rostros de la gente la tensión que aún no había desaparecido; público y jurado estaban dejando sus puestos, de la misma manera que el juez Sanders, una mujer anciana y menuda, que se metió por la puerta del fondo de la sala del tribunal.

      Loreley entró, entre el murmullo creciente, para buscar a su colega Ethan Morris. Lo encontró aún de pie al lado de la imputada, Leen Soraya Desmond.

      Como si se hubiese dado cuenta de su llegada Ethan se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa forzada. Unos segundos después también Leen se dio la vuelta y sus ojos de forma oriental se contrajeron.

      ―¡Esto no acabará así, Lehmann! ―le gritó ―¡Antes o después, me vengaré! ―Mientras dos agentes de uniforme se la llevaban, dirigió su atención hacia un hombre moreno que, un poco más allá, estaba observando la escena ―Mi padre no te olvidará y tampoco lo que me has hecho…. ¡Nunca!

      ―¡Tampoco yo lo olvidaré, Leen! Puedes estar segura ―le respondió él con voz fuerte y determinada.

      Realmente intrigada Loreley examinó el objeto, o mejor dicho el sujeto, de tanta acritud y en cuanto lo reconoció se puso tensa, mirándolo fijamente como si estuviese en trance. En su mente, los instantes de la vieja película volvieron a mostrarse de manera fluida, esta vez vívidos, veloces, sin interrupciones.

      ¡Oh, Dios mío, es él!

      ―¿Qué te ocurre? ¿Es debido a lo que te ha dicho mi cliente? ―le preguntó Ethan acercándose.

      Ella se desabotonó la adherente chaquetita azul que en ese momento le impedía respirar hasta que el pecho se hinchó para dejar entrar el aire en los pulmones.

      ―No exactamente. Sólo estoy un poco cansada.

      El abogado le sonrió, asintiendo.

      ―Imagino que ayer ha sido una especie de maratón.

      ―Sí. Y ver hace un momento a esa mujer… ―Miró la puerta por donde Leen acababa de salir ―Bueno… no ha sido en realidad un placer. Además, no he conseguido llegar a tiempo.

      ―Tranquila. No diré nada a Kilmer de tu retraso, ni a él ni a Sarah. Si vienes a comer conmigo te contaré todo lo que se dijo, de esta manera, en caso de que te sometiese al tercer grado sabrás qué responderle.

      ―Te lo agradezco. Que sepas que, sin embargo, no he llegado tarde a propósito: el taxi ha tenido un pinchazo.

      ―Kilmer no te creería pero yo te conozco mejor que él. Ahora vamos a comer: es el único placer que me queda.

      El hombre moreno que había tenido un intercambio de palabras con la imputada llegó hasta ellos y los paró en cuanto atravesaron el umbral de la puerta. Loreley aferró el asa del bolso hasta casi clavarse las uñas en la palma de la mano.

      ―Abogado Morris, le felicito por la óptima defensa pero soy feliz porque no ha sido suficiente para que ganase ―dijo el recién llegado antes de sonreírles mientras ella, por discreción, daba un paso atrás.

      ―Puedo entenderle, míster Marshall. ―Ethan parecía incómodo.

      ―Que tenga un buen día, abogado ―dijo el otro, luego posó su mirada en Loreley ―Hasta luego, Lory.

      La observó fijamente durante un instante como si quisiese hablar pero todavía no supiese qué decir.

      Desbordada por sensaciones y pensamientos contradictorios abrió la boca para responder al saludo: no consiguió pronunciar ni una palabra.

      Él le sonrió aunque los ojos de un color parecido al ámbar aparecían serios.

      ―La próxima vez preferiría que nos viésemos lejos de este lugar ―concluyó. Se volvió de espaldas y se alejó.

      Ethan se rascó la nuca afeitada a cero.

      ―¿Qué te pasa Loreley? Ni siquiera lo has saludado.

      ―Perdóname… no sé lo que me ha ocurrido.

      Lo vio mover la cabeza mientras los ojos expresaban confusión.

      ―Bueno, está bien, vamos: esta mañana no he desayunado por la tensión y ahora que todo ha acabado me ha vuelto el hambre.

      ***

      Transcurrió una semana durante la cual Loreley se sintió más tranquila y consiguió no pensar demasiado en el problema en que se había metido. Las pocas veces que sucedía, sobre todo cuando estaba sola en la cama, rechazaba aquellos recuerdos, cogía un libro al azar y leía hasta que los ojos se enrojecían por el cansancio y se caía dormida; o miraba documentales de todo tipo en la televisión. Cualquier cosa era buena con tal de concentrar su atención en otra parte.

      No recordaba mucho de las horas transcurridas con el amante improvisado de una noche pero, por el contrario, comenzaba a recordar qué había sucedido antes de subir a la habitación con aquel hombre.

      Sentada a la