Terry Salvini

Máscaras De Cristal


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gustado rechazarla pero ya había perdido terreno al abstenerse de defender a Leen Soraya Desmond y no podía volverse atrás otra vez. Kilmer perdería los estribos, cogiendo al vuelo la excusa perfecta para echarla del bufete. Siempre había advertido en él una cierta intolerancia hacia ella pero, en los últimos tiempos, se había intensificado.

      Cada vez más, su jefe le exigía un mayor compromiso, más de lo que pretendía de Ethan, y tenía la sospecha de que el motivo era debido al hecho de que ella era una privilegiada por nacimiento, una muchacha que no había debido hacer otra cosa que pedir algo para conseguirlo. Él, en cambio, había sudado para asegurarse una cierta posición y una discreta cuenta bancaria, trabajando duro durante treinta años.

      De esta manera, el día anterior, se había visto obligada a aceptar aquella causa ingrata que la había mantenido despierta hasta altas horas de la noche.

      ¿A qué tecnicismo legal podía apelar para evitar que su asistido acabase sus días en la cárcel? Un hombre de treinta y un años que había golpeado hasta la muerte a su compañera, dejándola agonizante sobre el suelo de casa para, a continuación, irse como si no hubiese ocurrido nada. ¿Cuántos casos parecidos debería ver todavía en las salas de los tribunales? No era su deber juzgarlo pero, ¿cómo podía preparar una buena defensa, basada en una recíproca confianza con su cliente, si ella misma no sentía ningún tipo de empatía por aquel individuo, ningún tipo de comprensión?

      A veces se preguntaba si no había cometido un error al escoger la especialidad de penalista. Quizás no era la adecuada, tendría que haberse ocupado de derecho civil; o quizás sólo estaba atravesando un período de confusión, de conflicto con el propio trabajo. Quién sabe…

      Se daba cuenta de que, a pesar de todo, para convertirse en una buena abogada debería endurecerse.

      En la sala de interrogatorios su cliente había declarado que le había dado sólo un par de bofetadas a la muchacha y no el haberla matado. Antes de salir de casa la había visto tocarse las mejillas, llorando. Estaba viva y enfadada.

      Un asesino que se declara inocente, desde luego no era una novedad.

      El camarero puso sobre la mesita el café que había pedido, haciendo que Loreley dirigiese la atención al punto en que se había parado: en la página del periódico estaba impreso el artículo de aquel crimen. Figuraban incluso los nombres del acusado y del abogado defensor: el suyo.

      ¿Qué perverso sentimiento empujaba a un hombre a masacrar a golpes a la mujer que decía que amaba? ¿O a pretender tenerla atada a él a toda costa cuando, en cambio, ella sólo quiere que la dejen libre?

      Había escuchado muchas historias análogas a ésta, y otras que seguramente permanecían ocultas, porque las víctimas a menudo sufrían sin reaccionar: la mayor parte de las veces por miedo pero, en algunos casos, por una inclinación a la sumisión. Le volvió a la mente el recuerdo de una amiga de la época de la universidad que se había salvado solamente porque había denunciado a tiempo a su novio y luego había visitado a un psicólogo para salir de su dependencia.

      ¿Hasta que punto una víctima puede ser considerada sólo víctima y no también un cómplice, dado que acepta sufrir la violencia en silencio? Por suerte las cosas estaban cambiando pero no demasiado rápidamente. Todavía no.

      Con un gesto de frustración giró un par de páginas y se paró en cuanto vio un artículo con la imagen de un tipo alto y moreno que salía del teatro al lado de una hermosa mujer de cabello rojo.

      Las manos le temblaron. ¡Otra vez él!

      Desde que aquel hombre se había arriesgado a morir a manos de su ex mujer, su fama había dado un gran salto hacia delante, dándolo a conocer incluso a gente que nunca lo había visto.

      No se paró a leer el pequeño artículo; cerró el periódico y lo tiró sobre la silla vacía a su lado. ¡Al diablo!

      Advirtió una absoluta necesidad de descargar la tensión y lo único que conseguía distraerla del trabajo era patinar sobre hielo. Sí, claro, ¿por qué no? Todavía no había ido ese mes.

      Acabó de tomar su café, pagó y llamó al taxi para ir a casa y coger lo necesario. Pidió al taxista que la esperase abajo y en menos de una hora estaba en el Chelsea Piers, en el Hudson River Park.

      Era justo en ese lugar donde se había puesto por primera vez las cuchillas en los pies. Recordaba bien aquel día porque había probado qué significaba caer y tener que levantarse a pesar del miedo.

      Se había enamorado a primera vista de aquel deporte y se había convertido en una óptima patinadora. Había ganado algunos campeonatos locales pero, después, a causa de la universidad, se había visto obligada a acabar con el deporte profesional. Volver a patinar no había sido fácil porque el terror por caerse otra vez de mala manera la había bloqueado y había necesitado bastantes meses para conseguir regresar al hielo.

      Pero aquella batalla la había ganado.

      Después de vestirse con un chándal totalmente adherente, de tejido elástico negro e impermeable, Loreley comenzó a entrelazar y fijar los cordones de la bota alrededor de los ganchos. Todavía no había terminado con la aburrida pero importante operación cuando el teléfono móvil que usaba para el trabajo sonó.

      Las ganas de no responder eran tales que, antes de sacarlo de la mochila, se quedó escuchando la Danza del Sable de Khachaturian durante unos segundos. Hubiera querido dejarlo sonar hasta que se parase pero el nuevo caso requería que ella estuviese disponible todo el día.

      Miró la pantalla: era un número desconocido.

      ―¡Hola, Loreley! ¿Molesto? ¿Estás trabajando?

      ―No, no… ―Intentó comprender a quién pertenecía aquella voz masculina; no quería hacer el ridículo pero en aquel momento no conseguía relacionarla con nadie que conociese.

      ―Si tienes una hora libre, querría hablarte. La última vez que nos hemos visto no ha sido posible.

      ―La verdad estoy ocupada y…. ―se paró. ―¿Sonny?

      Pronunció aquel nombre echando todo el aire que tenía en los pulmones.

      ―Perdona, di por descontado que me habías reconocido.

      ―Nunca hemos hablado por teléfono, tu voz parece un poco distinta.

      Hubo un pequeño silencio incómodo, luego él volvió a hablar:

      ―Quizás me he equivocado al llamarte.

      ―¡No! Es que me has cogido desprevenida. Estoy en la pista de patinaje de Chelsea Park.

      Nunca le había dado su número. Vaya, pero él había llamado al del trabajo que se podía encontrar incluso en Internet.

      ―¿Estás acompañada?

      ―No, estoy sola ―le respondió, arrepintiéndose enseguida. Si quería evitar a aquel hombre habría debido decir otra cosa.

      ―Entonces puedo ir a donde estás, si te apetece. No estoy muy lejos de Chelsea: en veinte minutos podría estar allí.

      Loreley reflexionó un poco. Antes o después ocurriría: mejor quitarse el peso de encima lo antes posible y poner fin a lo de aquella noche, de esta manera podría continuar con su vida de siempre.

      ―Tendrás que alquilar los patines porque yo ya estoy entrando en la pista ―si no sabía patinar, verlo sufrir un poco la divertiría.

      ―Ya lo había entendido. Llego enseguida.

      Con los cabellos cogidos en una cola de caballo y la protección de plástico azul en las cuchillas Loreley salió del vestuario y se dirigió hacia la pista.

      Sonrió satisfecha al observar que hacía poco había sido pulida pero había esperado que hubiese menos gente, sobre todo menos niños, que le producían aprensión. Precisamente había sido para evitar embestir a uno de ellos que había caído al suelo. El consiguiente traumatismo craneal y en las vértebras cervicales le había disminuido el sentido