Джек Марс

Gloria Principal


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y tenía la parrilla, el emblema y los faros delanteros y traseros de Cadillac. Incluso se parecía vagamente al coche que se suponía que era. Pero fue construido sobre el chasis de un SUV de tamaño grande. Tenía un motor V8 enorme, lo cual era bueno porque el automóvil pesaba más de seis toneladas. Las paredes y las puertas tenían veinte centímetros de blindaje. Las ventanas eran de vidrio a prueba de balas de doce centímetros de espesor. El coche podría soportar un ataque con lanzacohetes.

      No tenía cerraduras, ni físicas ni digitales. Las puertas se abrían de forma remota mediante controles que estaban en un automóvil diferente. El tanque de gasolina estaba blindado y revestido con un tanque exterior, lleno de espuma retardante de llama. Tenía neumáticos auto portantes. Los compartimentos de pasajeros, delantero y trasero, estaban sellados herméticamente y eran entornos independientes. El automóvil también podía disparar bombas de humo y gases lacrimógenos y había escopetas de acción de bombeo montadas tanto aquí, en el compartimiento de pasajeros, como al frente con los conductores.

      No, Dixon no estaba preocupado por el coche o la multitud. Estaba más interesado en saber qué opinaban estas mujeres, especialmente Tracey, sobre cómo había ido el encuentre de esta mañana.

      –Vamos, señoras —dijo. Díganmelo directamente. Podré soportarlo.

      Tracey parecía un poco inquieta por la multitud que los rodeaba, pero siguió adelante. Llevaba un conjunto conservador, pantalón azul oscuro, camisa de vestir blanca y chaqueta deportiva oscura. Casi podría ser una de las agentes del Servicio Secreto. Por supuesto, cualquier cosa le sentaba bien. Podría vestir con bolsas de basura de plástico y las cejas se levantarían a su paso, pero a él no le importaría.

      –Me encantó, señor Presidente —dijo—, fue completamente inspirador. El pueblo puertorriqueño tiene suerte de tenerle de su lado.

      Dixon nunca habría dicho esas palabras exactas en voz alta, pero esa era, por supuesto, la impresión que había estado tratando de dar. Que estaba en su rincón y que tenían suerte de tenerlo allí.

      Se permitió retroceder sobre algunos de los puntos más sutiles. Había conocido a un veterano de combate puertorriqueño de noventa y siete años, que luchó tanto en la Segunda Guerra Mundial como en Corea. Había hablado sobre el impulso de Puerto Rico hacia la eficiencia energética y el trabajo francamente increíble que la isla había hecho con la renovación del Viejo San Juan.

      Había hablado brevemente sobre la asociación que había puesto fin al bombardeo naval de Vieques. E incluso había insinuado la posibilidad de la estadidad: todos los allí reunidos debían saber que esta última parte estaba, en el mejor de los casos, muy lejos y, en el peor, era una mentira.

      –Estos son los tipos de pasos que hacen falta para que Puerto Rico gane el futuro y para que Estados Unidos gane el futuro —había dicho. Ganar el futuro. A los fanáticos de las relaciones públicas se les había ocurrido esto como el lema de su presidencia y, por más cursi que sonara, en secreto le encantaba.

      –Eso es lo que hacemos en este país. Ganamos el futuro. Con cada década que pasa, con cada nuevo desafío, nos reinventamos. Encontramos nuevos caminos, seguimos adelante.

      –No hay duda —dijo Margaret Morris— de que usted es uno de los mejores oradores públicos de Estados Unidos. Todos esos años en la Casa…

      –Golpeando el atril —interrumpió Dixon.

      Ella asintió y sonrió. —Y señalando con el dedo a los malhechores, sobre todo en la Casa Blanca y al otro lado del pasillo.

      Dixon casi se rio. Le gustaba. Ella estaba haciendo sutiles comentarios al Presidente, mientras iba con él hacia el aeropuerto, cual autoestopista. Era una mujer encantadora, bien vestida con un traje pantalón azul brillante, lo suficientemente vibrante y elegante como para llamar la atención, pero no para robar el protagonismo. Dixon calculó que tendría unos sesenta años. Llevaba mucho tiempo jugando a este juego. Su equipo probablemente estaba al otro lado del pasillo.

      El asintió. —Sí, ese era yo. Mucha práctica, durante interminables décadas.

      Miró a Tracey. Ella lo miraba con ojos de adoración, muy diferentes de la forma en que lo miraba Margaret Morris. De hecho, era muy probable que Margaret Morris ni siquiera lo aprobara.

      ¿Nadie lo entendía? La relación era cien por cien platónica. Sabía que era demasiado mayor para ella y nunca pensaría en ella de otra manera. Pero tener una hermosa joven a su lado, mirándolo de esa manera…

      ¿Qué problema había con eso? Desearlo era tan natural para un hombre como largo era el día.

      –Me ha encantado especialmente lo de todo Puerto Rico, todavía no hemos llegado al final —dijo Tracey. —Pero no renunciamos, toda esa parte.

      Dixon asintió. A él también le gustaba esa parte. Podría recitarla ahora mismo. Tenía algo parecido a una memoria fotográfica para los discursos. Margaret no había mentido; era un buen orador, muy bueno y lo sabía.

      –La gente estaba loca por usted —dijo Tracey.

      Esa parte también era cierta. Era una multitud escogida, pero le dispensaron una bienvenida entusiasta y parecían estar pendientes de cada palabra.

      –¿Qué piensa? —dijo Tracey.

      Le había ido bien. El discurso había ido bien, sin duda.

      El asintió. —Sí, estuvo bien. Estoy satisfecho con el discurso y con toda la visita. El primer Presidente en…

      –Cuarenta y cinco años —dijo Tracey.

      –Sí, en visitar la isla.

      –¿Es eso cierto? —dijo Margaret.

      –Sí. Este viaje se ha organizado para poner fin a ese período. Hemos tratado a Puerto Rico bastante mal, me temo. Y una de mis misiones como Presidente será mejorar esa relación.

      Se le ocurrió que el tiempo entre las dos visitas presidenciales era aproximadamente el doble de lo que Tracey había estado viva.

      –Y creo que hemos hecho algo histórico hoy. Creo que podríamos haber empezado a borrar algunos de los malos recuerdos y empezado a generar algunos buenos.

      Miró por la ventana a la multitud que pasaba. Las ventanas no solo eran gruesas, sino también tintadas. Dixon había estado fuera menos de media hora antes. Era un día brillante y soleado. Pero las ventanas de este automóvil le daban al mundo la sensación de estar eternamente en el crepúsculo.

      Mientras Dixon miraba, un hombre entre la multitud explotó.

      No había otra forma de explicarlo. Dixon estaba mirando directamente al hombre, un joven de tez café y cabello oscuro. El tipo llevaba un chubasquero azul claro. Estaba apretujado entre la multitud, con los ojos bien cerrados y el rostro hacia abajo. Entonces él simplemente…

      Saltó en pedazos.

      Hubo un destello de luz y las personas a su alrededor también se hicieron pedazos. Cabezas, brazos, torsos volando. Sangre salpicando a chorros. Una fracción de segundo después, llegó el sonido de la explosión. Estaba ahogado por las ventanas, pero la onda expansiva hizo que todo temblara.

      Un trozo de algo voló por el aire y golpeó el coche. Dixon apenas pudo distinguir qué era. Estaba rojo y andrajoso y podría haber sido un gran trozo de fruta podrida.

      Entonces comenzaron los gritos.

      Un instante después, el hombre del Servicio Secreto estaba encima de él, sujetándolo.

      –¡Vamos! —gritó el hombre a los conductores. —¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

      –¡Suéltame! —dijo Dixon— ¡Estoy bien!

      Pero, por supuesto, el hombre no se movió. Las sirenas sonaban locamente, después se oyó el sonido de disparos automáticos en algún lugar cercano. Dixon no pudo ver nada de eso. El coche no parecía moverse, debía estar atrapado entre la multitud.

      Tracey