Джек Марс

Gloria Principal


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finalmente aceleró. El motor rugió mientras el coche ganaba velocidad.

      Algo impactó contra el coche.

      Zunk, zunk, zunk, zunk.

      Tracey jadeó. —Nos están disparando.

      –No pueden alcanzarnos —dijo el hombre del Servicio Secreto. —Este coche es a prueba de balas.

      Si ese era el caso, entonces ¿por qué el hombre aún sujetaba a Dixon inmovilizado en el asiento?

* * *

      —No hay más Dios que Dios.

      Su pasaporte decía que era de Grecia. Decía que se llamaba Anthony. Había sido una falsificación impecable y la gente se lo había creído. El personal de facturación y seguridad de los aeropuertos se lo había creído. Los empleados del hotel se lo habían creído. Todos se lo creyeron.

      Nada de eso importaba ya.

      Estaba inmerso entre la multitud. Era un día caluroso, pero de repente el sol le pareció tan caliente que podría desmayarse. Los coloridos edificios y los balcones ornamentados estaban detrás de él. Frente a él había una fila de coches negros que se arrastraban, con las ventanas tintadas y banderas estadounidenses y puertorriqueñas colgadas de soportes cerca de sus parabrisas.

      Estaba sin aliento. No podía pensar en nada, excepto en lo que había memorizado hacía mucho tiempo.

      –Oh Alá —dijo en voz alta, el sonido de su voz ahogado por los gritos y vítores de la gente a su alrededor. —Danos el bien en el mundo y el bien en el Más Allá y líbranos del tormento del Fuego.

      La gente gritaba y chillaba. La gente se reía. La gente estaba loca y agitaba pequeñas banderitas. Fue zarandeado y empujado. Se sentía mareado, como si fuera a vomitar. Todo giraba.

      Tropezó hacia adelante, hacia el coche que tenía delante.

      De repente, a su derecha, más atrás en la caravana, algo explotó. Vio la explosión por el rabillo del ojo. Ni siquiera necesitaba mirar, ya sabía lo que era. Era un hermano en Alá, alguien a quien nunca había conocido, el primero de los muyahidines en morir hoy.

      También era la señal para el resto y Anthony era uno de ellos.

      La gente seguía gritando, pero el tono había cambiado. Ahora la gente corría y chillaba. Llegó el aullido de una sirena.

      Los coches quedaron atrapados entre la multitud. Estaban atrapados en la propia caravana.

      Anthony llevaba puesta una colorida camisa hawaiana con estampado floral, que colgaba sobre el bulto de su cintura. Quien lo mirara podría pensar que era un poco gordito, pero no lo era, estaba muy delgado.

      Dio dos pasos hacia el tráfico y estuvo a punto de tropezar cuando se bajó de la acera. La gente avasallaba y empujaba, desesperada por escapar. Un hombre llevaba un niño pequeño sobre sus hombros. Anthony pasó junto al hombre.

      Estaba muy cerca del coche negro. Era grande, más grande de lo que esperaba.

      En algún lugar cercano, comenzaron los disparos. Los hermanos, la policía, el ejército, no había forma de saberlo ahora.

      –¡Aláu Akbar!

      Lo gritó a todo trapo.

      Miró por la ventana del coche, pero no pudo ver nada. Quizás el Presidente estadounidense estaba allí, quizás no. En cualquier caso, había siluetas. El coche no estaba vacío.

      Junto a él, sobre los hombros del hombre, el niño lloraba.

      Anthony no lo dudó. Ahora sostenía un mechero de plástico. Metió la mano debajo de la camisa y buscó la mecha que encendería el acelerador. Tenía mucha práctica en esto y lo encontró al instante. Prendió el encendedor.

      –¡Sálvame! —gritó. No escuchó su propio grito. No sabía a quién se dirigía.

      Al segundo siguiente, sintió el calor en el centro de su cuerpo. Entonces llegó el calor real y la luz cegadora.

      Y luego la oscuridad.

* * *

      —Es un buen orador —dijo Don Morris—, le concederé eso.

      Viajaba con Luis Montcalvo, varios coches por delante del Presidente. A su alrededor, la gente estaba casi pegada a las ventanas, mirando hacia la oscuridad, con la esperanza de vislumbrar a Clement Dixon.

      –Un orador excepcional —dijo Montcalvo. —Y está diciendo muchas cosas que el pueblo puertorriqueño necesita escuchar.

      Don asintió. —Creo que puede que tengas razón. La audiencia disfrutó de su discurso y la gente en la ruta del desfile… —Hizo un gesto hacia la ventana y dejó que la multitud electrizada hablara por sí misma.

      –Estamos listos para la estadidad —dijo Montcalvo. —Hemos estado demasiado tiempo en este limbo y eso les da munición a quienes dicen que deberíamos ser nuestro propio país.

      Don miró al joven del Servicio Secreto que viajaba en el coche con ellos. El chico parecía aburrido. Estaba oyendo sin escuchar. La acción real sucedía en un coche diferente.

      Don miró a Montcalvo. Parecía apenas mayor que el hombre del Servicio Secreto asignado para protegerlo. Estaba sereno y seguro de sí mismo. Se había reunido con el Presidente de los Estados Unidos y le había exigido respeto. Ser gobernador de Puerto Rico no era ni menos ni más que ser gobernador de un estado. En cierto sentido, era como ser Presidente de un país pequeño. Montcalvo asumió bien la responsabilidad.

      –Creo que tú y yo no somos tan diferentes como parecemos —dijo Don.

      Montcalvo asintió. —Estoy de acuerdo, nunca sugeriría lo contrario. Sé que eres un gran hombre. Pero la Escuela de las Américas… Estoy seguro de que os dais cuenta de que aquí tenemos una gran afinidad por toda América Latina. Son nuestros hermanos y hermanas.

      Don podría creerlo. —Por supuesto.

      –Caminamos en línea —dijo Montcalvo. —Podemos perdonar, pero no podemos…

      De repente, una bomba estalló justo fuera de su ventana.

      El sonido fue amortiguado, pero seguía ahí. ¡BUUUUM!

      Ocurrió a su espalda, por lo que no lo vio, pero Don sí. Un hombre estaba parado en medio de una multitud apretada y luego explotó. Don no lo vio accionar el explosivo, pero vio que los ojos del hombre estaban cerrados, probablemente en oración.

      Estalló en pedazos, irreconocible en un instante, así como las personas a su alrededor. Había un hombre con un niño posado sobre sus hombros…

      Una fuerte salpicadura de sangre golpeó la ventana, justo detrás de la cabeza de Montcalvo.

      Entonces Don se quitó el cinturón de seguridad y empujó a Montcalvo contra el asiento, por puro instinto. Golpeó la ventana del compartimiento del conductor. Gritó al unísono con el joven agente del Servicio Secreto detrás de él.

      –¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

      El coche se abrió paso entre la multitud. A su alrededor, la gente se arremolinaba, gritaba, había rostros ensangrentados apretados contra las ventanas. Estalló el fuego.

      El primer pensamiento de Don fue para Margaret, que estaba en el coche del Presidente. No había nada que pudiera hacer por ella. Estos coches eran como fortalezas rodantes, lo sabía. Lo más peligroso era que todos estaban atrapados en una fila, incapaces de moverse. Si la vida de Margaret se viera amenazada, sería por este atasco.

      Apretó el cuerpo de Montcalvo hacia abajo, suave ahora, pero muy firme.

      –No te levantes, hijo. Quédate abajo.

      Se volvió a mirar al hombre del Servicio Secreto.

      –Pon este coche en movimiento. AHORA.

      De repente, como por la magia de las palabras de Don, el coche aceleró. Miró a través del cristal ahumado y por el parabrisas, viendo lo que veía el conductor. El