las mejillas bastante coloradas y hablaba por los codos.
—¿Sabes, Miguel?... Ahora, por la tarde te perdono el colegio. Una tarde más o menos importa poco. Vamos a dar un paseíto en coche, que es muy higiénico después de almorzar bien... porque hemos almorzado bien; ¿no es verdad, Miguel? Es lástima que no te encuentres en edad de fumar... te daría un cigarro... Pero ya llegarás a allá...
Al levantarse del asiento, Miguel se tambaleó un poco, lo cual hizo reír a su tío. Como éste ya no tenía coche, se fueron a casa del brigadier, y mandó enganchar el tílbury, y subiéndose a él y poniendo al sobrino a su lado, empuñó con muy gentil disposición las riendas, y enderezó los pasos del caballo hacia la Casa de Campo. El tío Manolo era uno de los primeros mayorales de España; daba lástima que aquellas extraordinarias facultades hubiesen quedado tan pronto oscurecidas por falta de materia donde aplicarlas. Miguel iba en sus glorias, admirado de ver al tío aflojar y recoger las riendas y fustigar al caballo, con tanto arte, para ponerle al trote corto o largo, y hacerle revolver en poco espacio.
—¿Qué tal, Miguel?—le preguntó muy complacido de aquella admiración.—¿Quién lo entiende mejor, Pedro el cochero o yo?
—¡Tú!—contestó el chico con entusiasmo.
—Pues aún no has visto nada... Guiar con un caballo lo hace cualquiera. Mañana pondremos los dos, el Centauro y el Veloz, a la tendée, y verás cómo me las sé arreglar.
Desde la Casa de Campo vinieron a dar una vueltecita al Prado. El tío Manolo fue enseñando a Miguel los trenes más lujosos y nombrándole sus dueños: también le enseñó las bellezas de la corte.
—¡Guapa mujer esa que acabo de saludar! ¿eh? Es hija de Bustamante el banquero...; ligerita..., ligerita!... Allá va la Condesa de Fuenteseca... no me ha visto... a la otra vuelta la saludaré... ¡Cuidado que se conserva bien esa mujer!... Adiós, Lucía, a los pies de V.,—dijo, quitando el sombrero, a una joven rubia que venía en carretela con otras señoras.—Esa chica que acabo de saludar es sevillana y muy amiga de la que va a ser tu mamá... ¡muy romántica! ¡muy espiritual!... No tiene una peseta, ¿sabes?... Si va en coche, es porque la convidan las amigas... De eso hay mucho en Madrid, chico... ¡Te digo que a este caballo le han estropeado la boca! ¡Ese Pedro!... ¡ese Pedro!... No sé cómo tu padre se ha encaprichado por él... yo le había recomendado otro magnífico que había sido muchos años de Villamejor, pero no me ha hecho caso, y ha preferido ese bruto...
Miguel echó una mirada atrás porque estaba seguro de que el lacayo se lo iba a contar todo a Pedro.
—Espérate un poco... ahí viene la Albini...
El tío Manolo saludó a la última moda agitando el sombrero en el aire. La blonda y obesa cantante, que venía arrellanada en una carretela, le contestó con sonrisa amistosa.
—Es la primera tiple absoluta del Teatro Real... ¡Una hermosa mujer!... y nada arisca... Si te parece, vamos a dar la vuelta para que la veas bien...
Y sin más aguardar, hizo revolver al caballo y se puso a seguir el coche de la Albini, y en toda la tarde no le perdió de vista. Cuando oscureció se fueron a tomar un sorbete al Iris y después a casa.
Al día siguiente no hubo colegio tampoco por la tarde, y salieron en coche como habían convenido a la tendée, luciendo el tío Manolo sus aptitudes prodigiosas en el Prado. Miguel iba embelesado y orgulloso de ver que la gente les miraba mucho. Aquella manera de enganchar los caballos era todavía rara y un poco peligrosa no contando con jacas amaestradas. Por la noche el tío le llevó al Teatro Real a un palco que tenían abonado entre varios amigos, le presentó a todos ellos y fue muy besuqueado y obsequiado de dulces. El tío desapareció del palco durante un acto, y Miguel supo por los amigos que debía de estar en el cuarto de la Albini. En efecto, al cabo de una hora vino muy sonriente y satisfecho y sufrió con alegría la matraca que sus amigos le dieron por haber dejado al sobrino abandonado. Al otro día después de paseo le llevó a casa de unos amigos, donde se ensayaban hacía ya tiempo dos actos de ópera que debían cantarse y representarse en el cumpleaños de la señora. Esta era una gran música y tocaba el piano admirablemente; de voz andaba tal cual. Su hija la tenía penetrante y bastante desagradable, pero sabía cantar. El Sr. de Trujillo, esposo y papá respectivamente de las mencionadas damas, intendente de ejército, ni tenía voz ni sabía cantar, pero cantaba. Había otra porción de tertulianos que con las mismas disposiciones para el arte musical que el intendente, se habían prestado a tomar parte en la función. Entre todos ellos descollaba como la robusta encina en bosque de madroños, el tío Manolo. Miguel pudo convencerse en seguida de que era el gallo de la quintana. Rivera para aquí, Rivera para allí, Rivera esto, Rivera lo otro, en todas partes hacía falta y para todo se le consultaba. ¡Cómo no, si sabía casi tanta música como la intendenta y poseía una voz aceptable de tenor! Así que de hecho él era el director de la fiesta, por más que aquella lo fuese de derecho.
Se iba a cantar un acto de la Lucía, de Donizetti, y otro del Coradino, de Rossini. Los ensayos hacía ya mas de tres meses que habían comenzado; todo el invierno había estado el tío Manolo preguntando a la intendenta: «¿Son tue cifre? A me risponde,» y contestándole aquélla con voz temblona «Siii.» Apesar de eso no salía bien; y era porque las partes secundarias no lo tomaban con la misma afición y calor que las primeras. Los coros de ambos sexos, particularmente, estaban rematados; cada cual por su lado. En vano la intendenta ponía mala cara a las señoritas que la secundaban y les dirigía de vez en cuando alguna pulla amarga: en vano el tío Manolo, con más paciencia y amabilidad, hacía repetir infinitas veces los pasajes difíciles. Nada; las señoritas y señoritos que componían la reunión, tomaban aquellos ensayos como pretexto para verse todas las noches y decirse recaditos y ternezas; y cuando por indicación de Rivera se colocaban los varones frente a las hembras a los dos lados del piano, había un fuego graneado de miradas y señas que ardía Troya; la intendenta estaba dada a los diablos.
Cuando la tertulia pareció mostrar interés fue al hablarse de los trajes. Comenzaron con calor los preparativos de indumentaria; las coristas encargaron vestidos riquísimos a París y se retrataron con ellos: los caballeros también fatigaron a los sastres con menudencias impertinentes. Todo esto era motivo de indignación para la intendenta. «De trapos muy bien—solía decir con amargura;—pero de música están VV. tan desnudos como su madre los parió.» El tío Manolo lo tomaba con más filosofía, sobre todo en lo que tocaba a las señoritas. La intendenta no estaba lejos de sospechar que también él andaba metido en alguna de aquellas intrigas amorosas que se urdían descaradamente en su salón.
Se hicieron en éste algunas reformas necesarias para el caso, esto es, se construyó en uno de los extremos un bonito escenario. El tío Manolo, a quien se le alcanzaba también algo de pintura, bosquejó dos decoraciones bastante regulares. La de la ópera de Rossini representaba las inmediaciones de un castillo feudal, donde habitaba aquel señor que aborrecía las mujeres; a la puerta había un gran letrero que decía: Il feroce Coradino odia il sexo feminino. La de la obra de Donizetti representaba el salón de un palacio; en el fondo tenía una plataforma para que se viese bien al tenor cuando entrase a pedir cuentas de la perrada que su novia le estaba haciendo y causara su aparición más efecto. El escenario tenía una puerta al foro que daba al gabinete de la casa; por la puerta de escape de la alcoba habían de salir los artistas a vertirse en las habitaciones que se les había destinado.
Todo esto vio Miguel con asombro y deleite. Su tío le llevó varios días al ensayo y le iba explicando minuciosamente lo que cada objeto del diminuto teatro significaba y para lo que servía. Los futuros intérpretes de Rossini y Donizetti le agasajaban mucho; pero una cosa no podía sufrir con paciencia, y era que todos al besarle o darle afectuosas palmaditas en el rostro le mostrasen compasión.—¿Dónde tienes a papá?—En Sevilla, contestaba él.—¿Y qué fue a hacer a Sevilla? le preguntaban sonriendo. Miguel se encogía de hombros.—¿No fue a buscarte una mamá? Él se callaba. Entonces le daban un beso y volviéndose a los demás exclamaban por lo bajo:—¡Pobrecito! Estas exclamaciones le inquietaban un poco; mas al instante se disipaba la mala impresión. Aquellos días su tío le traía sumamente divertido; al