espantosa. Estaba muy pálido y se le había formado un círculo oscuro en torno de los ojos.
—Oyes, Miguelito, ¿quieres hacerme el favor de salirte a la sala?—dijo a su sobrino en un tono almibarado, pero muy sospechoso.
Miguel se apresuró a escapar del gabinete. No tardó en oír fuertes trastazos, acompañados de vivas interjecciones, paseos y un resuello lúgubre de malísimo agüero. Al fin todo quedó en silencio, y curioso de saber en qué consistía, miró por la rendija de la puerta, y vio a su tío sentado en una butaca, en mangas de camisa, hundida la cabeza en el pecho, el pelo caído por la frente en la más triste y desesperada actitud que nadie pudiera imaginarse. Después de permanecer algunos minutos en tal estado, vecino de la locura, vio que se levantaba, y con cristiana resignación sacaba del armario la tercer camisa, y después de meterle los botones, se la ponía dando un profundo suspiro. Al cabo de un cuarto de hora, concluida su tarea, salió del gabinete serio, tranquilo, un poco pálido, como sucede siempre después de las grandes crisis. Al encontrarse sus ojos con los de Miguel, sonrió avergonzado. A éste le acometieron aquellas malditas ganas de reír que tanto daño le causaron, y no faltó mucho para echarlo todo a perder. Por fortuna consiguió refrenarlas.
Encamináronse lo más pronto posible al parador de la silla de posta, que no tardó en llegar. Abrió la portezuela el tío Manolo, y se apresuró a dar la mano a su cuñada, que saltó en tierra con mucha compostura y elegancia. El brigadier, después de abrazar a su hijo, lo presentó a su nueva mamá, quien le dio un beso en la mejilla, reparando poco en él. Era una mujer hermosa, alta, maciza de carnes, el rostro blanco y ovalado, negros y grandes los ojos, pestaña larga, cabello castaño tirando a rubio, derecha de espaldas y cogida de cintura, gallarda y briosa en sus movimientos y un tantico soberbia. Miguel entendió que no había visto nunca nada tan bello, y la expresó su rendimiento mirándola hasta comérsela con los ojos. Terminados los saludos y las preguntas que en casos tales suelen repetirse bastante, se entraron los cuatro en la carretela. Sentose la dama en el fondo a la derecha, y el brigadier a su lado: Miguel y el tío Manolo se acomodaron enfrente. Comprendiendo el buen efecto que en su hijo había causado la mamá que le traía, el brigadier iba muy complacido y estaba harto locuaz; mucho más de lo que acostumbraba. El tío Manolo, por cierto instinto de coquetería que jamás le abandonaba, hacía esfuerzos por mostrarse agudo y chistoso delante de su cuñada, y la abrumaba a galanterías.—«Ángela, ¿te molestan las ventanillas abiertas?—la decía llamándola por su nombre y tuteándola ya.—¿Quieres que cerremos ésta de la derecha? ¿Llevas los pies fríos? Dame acá esa sombrilla. Échate hacia atrás, que irás más cómoda.» La hermosa dama contestaba a estos homenajes con leves sonrisas no exentas de displicencia.
—Vamos, Miguel—dijo el brigadier.—¿No te parece mejor tu mamá que el retrato?
Miguel, ruborizado y gozoso, contestó que sí con la cabeza.
—De modo que votas a mi favor, ¿verdad?—le preguntó la nueva brigadiera con gracioso acento andaluz.
Miguel, avergonzado, no se atrevió a contestar.
—¡Ya lo creo que vota!—respondió por él su padre.—Y está dispuesto a hacer todo lo que esté de su parte por que le quieras mucho. ¿No es verdad que serás siempre obediente a tu mamá, y no la darás ningún disgusto?
El muchacho afirmó otra vez con la cabeza.
—Vaya, dala un beso ahora.
Miguel fue muy gustoso a besarla en la mejilla, pero en aquel instante la dama sacó la cabeza por la ventanilla para ver los edificios de la Puerta del Sol, mientras le tendía su mano enguantada. El niño, obedeciendo a un signo de su padre, la tomó entre las suyas y la besó.
Al llegar a casa volvió el tío Manolo a ayudarla a saltar del coche y ofrecerla caballerosamente su brazo para subir la escalera. El brigadier y su hijo marchaban detrás.
V
Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familia sevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres y blasones. Había tenido innumerables admiradores, algunos novios y casi ningún pretendiente. Los hombres en esta edad prosaica rara vez se vuelven locos por amor; y locura era casarse con Ángela Guevara no poseyendo mucho dinero y buenos deseos de gastarlo: porque esta joven esclarecida, educada en la adoración de su estirpe, tenía de ella tan alto concepto y tan pagada estaba igualmente de su belleza, gallardo ingenio, despejo y gentileza, que ningún palacio consideraba bastante suntuoso, ningún trono suficiente elevado para contener y soportar tal suma de perfecciones. Su entrada en los teatros y paseos de Sevilla levantaba siempre un murmullo de admiración en la gente: los forasteros se apresuraban a preguntar a los naturales:—¿Quién es esa joven?—¿Le gusta a V., verdad?—solían contestar chuscamente,—pues tenga V. cuidado, porque es de mírame y no me toques.—Y era cierto: la noble doncella pasó bastantes años (hasta alcanzar casi los treinta), sin que nadie se atreviese más que a mirarla: era una soberbia figura decorativa, el mejor ornamento quizá, exceptuado la Giralda, de la ciudad que baña Guadalquivir famoso; pero como aquélla, ni los ingleses siquiera osaban llevársela.
Y así se hubiera estado la pobre hasta desmoronarse, a no haber arribado, en comisión del servicio, el brigadier Rivera. Ángela había llegado en materia de novios a un escepticismo desconsolador: tanto la habían requebrado con la vista y con la lengua sin ulteriores consecuencias, que concluyó por imaginar que el amor era un frívolo entretenimiento para no aburrirse en las tertulias, y el marido (el suyo, por supuesto) un ser hipotético, una incógnita imposible de despejar. Así, cuando el brigadier, rendido a tanta hermosura, se resolvió a pedir su mano, entregola apresuradamente como si fuera un peso que la molestase: y no reparó en la diferencia de edad, ni en la figura quijotesca del pretendiente, ni en la viudez, ni en el hijo que estaba allá por Madrid: todo era nada comparado con el magno problema que se resolvía: casarse y vivir con boato en la corte. Sevilla entera se alegró; dio un suspiro de descanso, exclamando: ¡Al fin la hemos casado!
Aquí dan comienzo las desdichas del héroe de nuestra historia. Tan pronto como la noble doncella andaluza pisó los umbrales de la casa de Rivera, tomó las llaves de los armarios y se encargó de su dirección, tuvo a bien arrojarle el guante. No se detuvo en melindres hipócritas, ni preparó el terreno, ni dejó trascurrir siquiera el tiempo de cortesía, como hacen la mayor parte de las madrastras; desde el primer momento reveló que Miguel no le agradaba y le declaró la guerra; por lo menos tuvo el mérito de la franqueza. Aquél tardó bastante tiempo en recoger el guante. La impresión que su nueva mamá le había producido era demasiado grata para que se borrase fácilmente; pensó que se entraba un ángel del cielo por su casa. Pronto se hubiera trocado la admiración en amor, si la gentil señora le hubiese tendido su mano protectora. Pero no fue así: la nueva brigadiera rechazó indignamente la fija mirada de adoración que Miguel tenía como muda caricia posada constantemente sobre ella. En vez de agradecerla y de sentirse lisonjeada, comenzó a exclamar ásperamente en presencia de los criados: «¿Por qué me mirará tanto este niño?» Miguel no comprendió en un principio que su madrastra le daba calabazas. Su inteligencia infantil no podía darse cuenta de que un ser tan hermoso aborreciese a quien no le había hecho ningún daño, y persistió cándidamente en su amor platónico. Mas a la postre no tuvo más remedio que percibir que se le declaraba la guerra, ¡guerra bien injusta por cierto, y bien desigual! Sintió las espinas de aquella rosa espléndida, y quedó confuso y apenado. Era un temperamento muy nervioso el suyo; no cabía en él la indiferencia: o amaba o aborrecía. Por eso, pasada la sorpresa, sin buscar la razón de tal antipatía, trocose presto su amor en odio. Y a los pocos días la brigadiera Ángela, si quiso, pudo observar que los ojos de Miguel no expresaban ninguna clase de adoración.
Encendiose más con esto la mala voluntad de aquélla; la guerra estalló con todos sus horrores, sin tregua y sin cuartel. Si Miguel salía de paseo con el lacayo, los ojos penetrantes de la andaluza siempre descubrían a la vuelta en su traje alguna mancha, algún siete mal recosido por