Armando Palacio Valdés

Riverita


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articulados, moluscos, radiados y heteremorfos... Lo que hay es que después se dividen en clases, órdenes, familias, géneros y especies... Los vertebrados se dividen en cinco clases: mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces; los mamíferos en catorce órdenes: bimanos, cuadrumanos, quirópteros, insectívoros, fieras, pinnípedos...

      —Vamos, niño, basta—dijo a esta sazón don Bernardo, que comenzaba a ver lo ridículo de todo aquello.

      —Roedores, desdentados, proboscideos, paquidermos...

      —¡Basta te digo, niño!

      —Solípedos, rumiantes, sirenios y cetáceos.

      —¡Si no te callas, Carlitos, voy allá y te arranco las orejas! Cuidado con lo cargante que se pone este chiquillo algunas veces!

      —¡Anda, bien empleado te está, por farol!—le dijo por lo bajo Enrique.

      —Déjele V., amigo Rivera, déjele V. esplayarse. ¿V. no sabe que la ciencia a veces produce indigestiones?—manifestó el coronel.

      Carlitos cerró la boca muy mohíno.

      —El templo de Santa Sofía en Constantinopla—vea V., coronel—dijo Romillo.

      —¡Hombre, muy hermoso!... No sabía yo que en Constantinopla hubiese un templo semejante. ¡Qué columnas tan preciosas! ¡qué columnas!...

      —Vea V., D. Facundo, vea V.—dijo Romillo quitándoselo al coronel y poniéndoselo delante al boticario.

      Al mismo tiempo apretó un resorte que el aparato tenía, y trocó la vista del templo por la de una figura obscena. Sólo para esta broma había comprado y traído el estereoscopio.

      Hojeda apartó instantáneamente los ojos horrorizado, y encarándose con el coronel, le preguntó con retintín:

      —¿Y le gusta a V. esto, coronel?... ¡No están malas columnas!

      El coronel le miró sorprendido.

      —A ver, a ver...—dijeron todos.

      Romillo volvió a colocar la vista primitiva, que fue muy celebrada. Entonces D. Facundo, viéndole sonreír, cayó en la broma y comenzó a dirigirle miradas iracundas; y hasta se acercó a él disimuladamente para decirle por lo bajo con voz irritada:

      —¡Parece mentira que un joven bien educado traiga aquí esas porquerías!

      —¿Qué tiene V., D. Facundo?—preguntó Juanito en voz alta.

      El boticario, desconcertado con la audacia de aquel mequetrefe, contestó lleno de confusión:

      —Nada, nada; le preguntaba a V. si aún faltaban muchas vistas... porque deseo retirarme temprano esta noche.

      —Si no te molesta mucho, Facundo—dijo don Bernardo,—desearía que te quedases un ratito aún con nosotros. Tengo una sorpresa que darte...

      —Molestarme... de ningún modo... aguardaré lo que tú quieras...

      El estereoscopio continuó dando juego algún tiempo, y mientras lo daba, apareció en el comedor el último retoño de los Sres. de Rivera, que venía dormido en brazos de la nodriza. Era una niña de catorce meses, de carita ovalada y pálida, con cierta expresión triste y reflexiva.

      —Aquí está mi Serafina—exclamó la madre llena de gozo y orgullo.

      Los tertulios fueron depositando un beso en la frente de la criatura, procurando no despertarla, y la nodriza se retiró.

      Terminaron al fin las vistas. Romillo guardó su estereoscopio, no sin recibir antes algunas miradas como saetazos del indignado Hojeda. Valle había conseguido acercarse a la primogénita de los Rivera, y procuraba entretenerla agradablemente hablándole de sus muchísimas ocupaciones, lo requerido y solicitado que era de todo el mundo, los aplausos que ganaba donde quiera que pedía la palabra, etc., etc. Los niños habían formado un grupo y se divertían en un rincón, exceptuando el comedido Vicente, que se paseaba silenciosamente a lo largo de la estancia, bien resuelto a no ser confundido con aquella chiquillería. Doña Martina, el coronel, Romillo y Hojeda, formaban el núcleo de la tertulia, departiendo alegremente en torno de la mesa, mientras el señor de Rivera se mantenía un poco alejado de ellos con un periódico en la mano. Al cabo, dejándolo sobre la mesa y acercándose, les dijo soplando antes repetidas veces:

      —Voy a darles a VV. una noticia que creo ha de serles grata, dada la amistad que me profesan y el cariño y el interés con que han compartido hasta ahora, lo mismo nuestros pesares que nuestras alegrías.

      Todos alzaron la cabeza con sorpresa.

      —Pero antes de dársela, les ruego que me aguarden aquí algunos instantes. Trataré de ser breve, para que la curiosidad no les pique mucho tiempo.

      Y salió del comedor.

      —¿De qué se trata, doña Martina, de qué se trata?—preguntaron a una voz todos.

      —Señores, yo no lo sé tampoco—repuso ésta, dejando no obstante adivinar en sus ojos gozosos que lo sabía perfectamente.

      —Vamos, Martinita, dígalo V.

      —¡No lo sé, Hojeda, no lo sé!...

      —Señores, aguardemos, ya que doña Martina no quiere decirlo—manifestó Romillo.—D. Bernardo no puede tardar mucho.

      Tardó, sin embargo, más de lo que contaban; un buen cuarto de hora lo menos. Al fin se oyó en el pasillo algo como repiqueteo de armas y espuelas, y apareció en la puerta el Sr. de Rivera vestido de máscara.

      Gran asombro en todos los circunstantes.

      —Pero, ¿qué es eso, D. Bernardo?

      —Señores—dijo éste solemnemente;—el capítulo de caballeros de la orden de San Juan de Jerusalem, me ha hecho la honra de recibirme en su seno. Aquí me tienen VV. de gran uniforme...

      —Muy lindo, Rivera, muy lindo... está V. admirablemente—dijo el coronel, sin poder comprenderse bien, por la entonación, si hablaba seria o irónicamente. Lo más cierto debía ser lo último, porque D. Bernardo estaba hecho un verdadero adefesio. El uniforme era de color rojo subido. Parecía una langosta cocida; y para que la semejanza fuese más notable, la muchedumbre de cordones y correas que le envolvían remedaban bastante bien las antenas de aquel animalucho. Un espadón disforme le colgaba de la cintura; el tricornio estaba adornado con plumas.

      —¡Y qué calladito se lo tenía!—dijo Valle.

      —Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultó—repuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.

      —Está muy bien, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.

      —Admirable, señora, admirable—contestó el coronel con voz cavernosa.—A ver Rivera, dé V. la vuelta para que le examinemos por todas partes...

      D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida. Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo. Después que se hubo desahogado, bajó la cabeza lleno de confusión y vergüenza. D. Bernardo se retiró inmediatamente, y en el comedor hubo unos momentos de silencio embarazoso. Hojeda, para templar el mal efecto de la imprudencia del niño, se apresuró a entablar conversación acerca de la orden de San Juan, haciendo de ella y de sus miembros