Carlos Fernández Liria

El orden de 'El Capital'


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2007), pensadores como Marta Harnecker o Michael Lebowitz argumentaron contra el carácter marxista de ese planteamiento. Presentamos por fin aquí la lectura de El capital en la que nos basamos para sostener que la radical incompatibilidad entre derecho y capitalismo es una tesis estrictamente marxista.

      Actualmente es ya posible y también necesario aprender a leer El capital de un modo que nos permita distinguir la teoría de Marx de todas las modificaciones realizadas por la ideología de Estado que cristalizó en su momento con el nombre de «marxismo». Para ello, hay que analizar con todo detalle el orden de El capital, es decir, la estructura teórica de esta obra y, por lo tanto, la estructura política que se analiza por medio de ella. Ahora bien, conviene adelantar que la cuestión del orden de El capital no está en absoluto exenta de una serie de dificultades que, de momento, podemos condensar en el siguiente problema: Marx comienza El capital con un análisis del concepto de mercancía y, por lo tanto, de la idea de mercado. En el marco de la sociedad moderna, no cabe entender por mercado nada más que un espacio de confluencia entre sujetos jurídicamente reconocidos como libres e iguales, que negocian entre sí para intercambiar bienes de los que son legítimamente propietarios. Así pues, la idea de mercado de la que parte El capital (y en la que se basan conceptos clave, como el de «valor») toma como fundamento los principios jurídicos de libertad e igualdad. A partir de ahí (es decir, tras la primera sección), Marx parece ir deduciendo el resto de los conceptos que necesita poner en juego para sacar a la luz las leyes que rigen la sociedad capitalista. Sin embargo, ya desde la segunda sección, surge la necesidad de dar cuenta de la compatibilidad de los nuevos conceptos que van surgiendo con los conceptos que, correspondientes a la idea de mercancía, sirvieron como punto de partida. Esta cuestión requiere una pormenorizada investigación. Pero hay algo que ya puede adelantarse: de cómo se interprete ese recorrido, es decir, de cómo se interprete el orden de El capital, dependerá en gran medida la relación que quepa localizar entre derecho y capitalismo. En efecto, si fuera posible deducir el capitalismo a partir de los conceptos que toma Marx como punto de partida, habría que admitir que los conceptos de libertad e igualdad (en los que se basa la idea de mercancía) bastan para derivar de ellos las leyes de la sociedad moderna.

      De este modo, todos los intentos de interpretar el orden de El capital como un mero despliegue (ya fuese en clave dialéctica o no) del contenido de la Sección 1.ª, compartirían en gran medida el modo en que la sociedad moderna se cuenta a sí misma la relación que se encuentran en su base entre derecho y capitalismo.

      En todo caso, nada de esto puede apenas plantearse (y menos resolverse) sin una lectura rigurosa no sólo del desarrollo de El capital, sino también de los prólogos y los epílogos en los que Marx explica lo que va a hacer o lo que ha hecho. Estos textos han de servir para plantear la cuestión en los términos en los que lo hace el propio Marx y, a partir de ahí, se impone ajustar cuentas con la tradición marxista, empezando por todo en lo relativo al presunto método dialéctico supuestamente utilizado en El capital.

      Dicho esto, debemos señalar que, aunque éste es un libro de filosofía y no de economía, para sostener la interpretación que defendemos ha resultado imprescindible tomar postura respecto a determinadas cuestiones económicas. Sabemos de antemano que algunas de ellas van a ser criticadas. Esto, sin duda, es completamente inevitable, ya que, después de tantas décadas de polémicas, los economistas marxistas siguen sin ponerse de acuerdo respecto a cuestiones fundamentales y, por lo tanto, se defienda lo que se defienda, va a haber alguien que sostenga la postura contraria en la controversia de la que se trate. En todo caso, hay algunas objeciones a las que queremos adelantarnos desde el primer momento, ya que, honestamente, consideramos que se deben más bien a un malentendido y, sin embargo, sabemos con certeza que se van a presentar. De hecho, se trata de objeciones que ya se han realizado al hilo de algunos artículos publicados anteriormente por los autores.

      La primera de las acusaciones que consideramos completamente infundada es la que nos presentaría como autores neorricardianos en vez de marxistas. A este respecto, consideramos que confundir el concepto de valor que defendemos con el de Sraffa (máximo exponente del planteamiento neorricardiano) es algo tan desatinado como confundir el concepto de valor que utiliza Marx con el de Ricardo. Debemos notar que también algunos grandes economistas del siglo XX han confundido esto último. Por ejemplo, Schumpeter consideraba que la teoría del valor de Marx era en lo esencial idéntica a la de Ricardo. Sin embargo, nos parece evidente que hay una diferencia irreductible que tiene que ver, ante todo, con la función fundamental que se asigna en cada caso a la teoría del valor. En efecto, Ricardo construye el concepto de valor básicamente como una teoría de la determinación de los precios, es decir, de las proporciones de intercambio entre las mercancías individuales. En este sentido, se trataría más que nada de una herramienta orientada al análisis del mercado. Por el contrario, para Marx constituye ante todo una herramienta imprescindible para el análisis de la distribución social y de la asignación global entre las clases. En efecto, no hay otro modo de entender la importancia que, como veremos, da Marx al concepto de valor en lo relativo a la cuestión de los «totales» (cuando es obvio que en el mercado nunca hay intercambio entre los totales, sino sólo entre las partes, es decir, entre las mercancías individuales). Pues bien, la distancia que media entre los conceptos de valor de Ricardo y Marx (distancia que, como decimos, ha pasado en ocasiones inadvertida) es la misma que media entre el concepto neorricardiano y el nuestro. En este sentido, resulta muy improcedente tildarnos de «neorricardianos». Hay tanta base para ello, como la habría habido para tildar a Marx de ricardiano. Otra cosa distinta es que, como no puede ser de otro modo en el terreno de la ciencia, no podamos ignorar que Sraffa supone un importante progreso respecto a Ricardo y, por lo tanto, no podamos por menos de leer a Marx en polémica con el primero. Como es evidente, eso no nos convierte en neorricardianos. Significa, simplemente, que tenemos la firme convicción de que, si Marx hubiese escrito hoy El capital, no habría discutido y tomado como punto de partida a Ricardo, sino a Sraffa.

      Queremos adelantarnos a una segunda objeción: la que consideraría antimarxista el uso que hacemos del concepto de equilibrio. El concepto de «equilibrio» o «equilibrio general» ha sido siempre denostado en la tradición marxista debido al uso que hace de él la economía neoclásica. Para hacerse cargo de la hostilidad que genera el modo de proceder que arranca con Leon Walras, basta remitirse a títulos tan elocuentes como el del artículo que escriben Freeman y Carchedi en el libro Marx and non-equilibrium economics, del que ellos mismos son editores: «The psychopatology of Walrasian marxism». Esa psicopatología sería un asunto muy grave en nuestro caso. No obstante, es obvio que en El capital opera algo al menos análogo al concepto de equilibrio. Ciertamente, Marx demuestra que la sociedad capitalista no está nunca ni puede estar en equilibrio. Sin embargo, sí es necesario en el planteamiento de Marx algún concepto que nos permita saber en qué sentido presionarán los correctivos del mercado en cada una de las situaciones de desequilibrio que, en efecto, constituyen la realidad. Y, ciertamente, sólo es posible saber en qué sentido presionarán los correctivos (atrayendo o ahuyentando capitales, desplazando trabajadores... etc.) si se acepta la validez de algún concepto al menos análogo al de previsible (aunque siempre irreal) equilibrio en un sistema de competencia dado. Evidentemente, nada de esto implica afirmar que la realidad esté realmente en algún momento en equilibrio.

      Por último, conviene adelantarse a la objeción que nos reprocharía las simplificaciones que realizamos. En efecto, para explicar algunos conceptos, proponemos modelos extraordinariamente simplificados (por cierto, tal como hace Marx). Es indiscutible que un modelo de sólo tres sectores (y en ocasiones dos, e incluso uno solo) no se corresponde ni remotamente con la complejidad de lo real. Sin embargo, para denunciar la ilegitimidad de una simplificación no basta con demostrar que es muy simple y no se corresponde con la riqueza de lo real. Por el contrario, hay que demostrar que, cuando se añade la complejidad necesaria, no sólo se complica el asunto, sino que se modifica sustancialmente el problema. Sin embargo, lo que hemos intentado demostrar es precisamente que si, en vez de tres sectores, introducimos 10.000, tendremos un cálculo más complicado, pero no un problema distinto.

      Respecto a la organización del libro, sólo queremos en esta introducción señalar que, aparte de las notas a pie de página (en las que sólo se incluyen referencias bibliográficas), el texto está escrito con dos tamaños de letra distintos con el objetivo de que se puedan realizar dos