Carlos Fernández Liria

El orden de 'El Capital'


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convertir en una cuestión de derecho y no en una mera cuestión de hecho. Pues, de hecho, la economía convencional moderna no hace nada con Marx. Y si, de iure, debería hacer algo, dilucidarlo obligaría a reproducir una situación que difícilmente se da: estar en condiciones de dominar técnicamente esa casa de la desolación pseudocientífica que es la economía y, al mismo tiempo, haberse puesto de acuerdo, de algún modo, en la interpretación de la obra de Marx, cosa que un siglo de tradición marxista atravesada de polémicas y encrucijadas políticas no fue capaz de hacer jamás.

      ¿Qué Marx es el que deberíamos poner en diálogo con la economía? Tenemos, sin duda, la propia obra de Marx. Aunque ahí comienzan ya las dificultades.

      Con esto sólo queremos decir que el asunto de ponerse de acuerdo sobre el sentido de la intervención teórica de Marx era, incluso en el interior de la tradición marxista que dedicó décadas –cuando las dedicó– a una lectura concienzuda, algo que se enfrentaba a dificultades de principio muy graves. Tanto más cuanto que el destino de esta lectura estaba constantemente ligado a cuestiones políticas de la máxima gravedad y trascendencia, de tal modo que, antes de que se comprobara o se estudiara si Marx decía una cosa u otra, casi siempre estaba ya decidido lo que tenía que decir. La lectura de Marx se desplegó en la arena política mucho más que en el terreno de la economía convencional y, de ahí, fue desplazándose hacia el cajón de sastre de la filosofía, hasta que, finalmente, la derrota política de las tradiciones comunistas acabó por arrinconar la cuestión –a partir de la década de los ochenta– en algo así como las facultades de Filosofía e Historia, normalmente en forma de cuatro lugares comunes estereotipados, por completo alejados de toda seriedad y, por supuesto, de toda verdad. Sólo recientemente se empieza a intentar poner remedio a esta vergüenza académica (la obra de Michael Heinrich La ciencia del valor ha tenido en Alemania, por ejemplo, una gran importancia). Pero respecto a la tarea de hacer regresar la lectura de Marx al lugar que debería corresponderle de forma más inmediata y natural, el de la economía heredera de aquella con la que él discutió, las dificultades parecen casi insalvables, como si, en este caso, se estuviera jugando con fuego. Como decíamos, la economía no se ocupa de Marx; y la hipótesis que hemos introducido bajo el rótulo «Marx como el Galileo de la historia» (y el hecho de que la cosa se ventilara en la arena de la economía) no tiene, allí, la más mínima posibilidad de ser ni tan siquiera tomada en consideración. Tan sólo admitir que pudiera tener sentido sería como aceptar poner en tela de juicio, desde su misma base, toda la urdimbre con la que se teje una ciencia que, aunque en realidad no lo sea, sí pretende serlo, o por lo menos pretende estar muy cerca de ello. La metáfora en cuestión nos obligaría a imaginar una situación paralela a una especie de alquimia pretenciosa e institucionalizada que tuviera que replantearse si no habría hecho mal en haber dejado de lado, desde el primer momento, a Lavoisier, Gassendi o Galileo.

      Así las cosas, la economía no se ocupa de Marx. Hasta finales de la década de los setenta, mientras los estudios de economía todavía gozaban de una cierta sensatez keynesiana, uno de los manuales más clásicos de las licenciaturas fue el libro de Samuelson (premio Nobel, 1970), el cual, en su versión de 1989, tenía todavía capítulos que hoy día –cuando el radicalismo neoliberal ha dejado al keynesianismo moderado en la extrema izquierda– serían considerados casi subversivos. Sin embargo, el parágrafo que Samuelson dedicaba a la obra «económica» de Marx constaba de cuatro párrafos, que citamos a continuación: