Carlos Fernández Liria

El orden de 'El Capital'


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El vendedor manco, lento o perezoso tendrá que resignarse a ir bajando el precio de su mercancía y no comenzará a venderla hasta que éste sea parecido al de los comercios vecinos.

      Podemos plantear el caso contrario. Un vendedor X ha encontrado un procedimiento para producir esos jerséis en la mitad de tiempo, bien porque es muy diligente, porque nació con cuatro brazos o porque compró tecnología japonesa. Puede que, el primer día, inexperto respecto a la situación mercantil, fije en 40 euros el precio de sus mercancías. Pero la ley de la oferta y la demanda operará rápidamente como un poderoso corrector. La cola de clientes que se le formará en la puerta de su tienda, todos deseosos de comprar a ese precio de ganga, le convencerá minuto a minuto de que puede subir el precio a 45, a 50, a 55 o a 59,99 euros y seguir vendiendo más que sus competidores.

      Este tipo de razonamiento intenta mostrar que el valor (aquello que, según las condiciones que hemos establecido aquí, determinaría el precio empíricamente observable de las mercancías) no puede ser definido simplemente como «cantidad de trabajo cristalizado en una mercancía». El trabajo en cuestión tiene que ser un trabajo que sea productivo a un ritmo digamos que «socialmente normal». Es el ritmo productivo del conjunto de los fabricantes de jerséis el que determina a qué precio se venderán éstos, y no la cantidad de trabajo concreto que invierte un vendedor manco o un vendedor de cuatro brazos. Lo importante es advertir que esto no ocurre porque lo decida nadie, ni, desde luego, porque lo decidan los economistas, ni porque lo decida un gobierno o un aparato estatal que, por otra parte, no hemos dicho en ningún momento que exista o tenga que existir en nuestra hipotética sociedad de comerciantes (que, al mismo tiempo, son productores independientes, es decir, libres, iguales y propietarios de los medios con los que trabajan). No. El valor que determina el precio es la cantidad de trabajo socialmente necesaria cristalizada en una mercancía, y ello es así por el propio movimiento del mercado. A un cliente no le interesa en absoluto cuánto tiempo se ha invertido en fabricar la mercancía que va a comprar. Lo único que le interesa es si está más barata o más cara que en la tienda de al lado, y el movimiento que todos los clientes realizarán regateando de una tienda a otra será el que dará como resultado que los precios se estabilicen en un determinado nivel que, sólo para el economista, se mostrará como aquel que responde a la cantidad de trabajo socialmente necesaria para fabricar mercancías idénticas. Las horas extra que el tejedor manco tiene que invertir para fabricar un jersey que todo el mundo fabrica en 50 horas no son horas socialmente necesarias y, consiguientemente, no determinan en nada el valor de la mercancía en cuestión. Mientras tanto, el productor «de la tecnología japonesa» estará trabajando a un ritmo productivo muy superior al socialmente necesario, lo que, sin duda, será una gran ventaja para él, pues lo que estará ocurriendo es que, con muy poco tiempo de trabajo individual, estará aglutinando en sus mercancías muchas horas de trabajo social.

      Pongamos, además, que en ese mercado aparecen, por ejemplo, unos arquitectos que en cinco minutos son capaces de hacer unos garabatos en un papel que luego los clientes utilizan como planos para construir sus viviendas. El caso es que, por algún motivo, logran vender sus planos a 60 euros, cuando los vendedores de jerséis de 60 euros invierten en ellos (incluyendo el trabajo de los hilanderos y los pastores) 200 horas. El que cinco minutos de trabajo de arquitecto sea equivalente a 200 horas de trabajo de pastor, porque así lo decide el mercado (y no un Estado injusto o un demencial sistema de castas), sólo puede explicarse diciendo que para que un arquitecto trabaje cinco minutos ha tenido que permanecer en el pasado (y sin remuneración) algunos miles de horas estudiando. Lo importante es advertir que, en las condiciones a las que nos estamos refiriendo, esto no se debe, ni mucho menos, a una cuestión de «justicia» o a algo así, sino, una vez más, a consideraciones puramente mercantiles.

      No debemos olvidar que, en las condiciones que hemos establecido, debemos suponer que cualquiera puede cambiar en cualquier momento de ocupación si hay algún negocio en el que vender los productos del sudor de su frente le resulta más ventajoso. Si los arquitectos, pues, cobraran la hora al mismo precio que los pastores, muy pocos tomarían la decisión de ser arquitectos en lugar de pastores, teniendo en cuenta las muchas horas de estudio que hay que invertir en esa actividad productiva. Pero lo que entonces ocurriría sería que los cuatro gatos que se dedicaran a la arquitectura estarían en el mercado situados en una situación muy ventajosa, pues verían cómo delante de sus tenderetes se les formaba una cola de clientes interminable. La escasa oferta de planos ante tamaña demanda permitiría a los arquitectos subir progresivamente el precio de éstos. Al poco tiempo, los arquitectos, en virtud precisamente de la ley automática de la oferta y la demanda, estarían vendiendo sus planos a un precio que, aparentemente (pero sólo aparentemente), contrariaría radicalmente la ley del valor. Sin embargo, contemplando el movimiento completo que se habría puesto en juego en esta situación, nos encontramos con lo siguiente: si el precio de los planos fuera realmente desorbitado (debido a la escasez de arquitectos y a la demanda de planos), muchos pastores empezarían a tomar la decisión de comenzar los estudios de Arquitectura, puesto que resultaría obvio que la inversión merece la pena, estando el precio de los planos por las nubes. El número de arquitectos aumentaría y la competencia entre ellos empezaría a hacerles bajar el precio de la mercancía ofertada. Mientras tanto, todo hay que decirlo, habría cada vez menos pastores, de modo que el precio de los jerséis empezaría a aumentar y la vida pastoril empezaría a ser cada vez más rentable y apetecible. ¿En qué momento se estabilizaría este continuo flujo entre trabajadores especializados y trabajadores no calificados? He aquí que, una vez más, y sin que ninguna fuerza extramercantil intervenga, el flujo se estabilizaría el día en que los precios de los planos y de los jerséis se acomodasen a sus valores, es decir, a la cantidad de trabajo cristalizado realmente en ellos. Es decir, el día en que al pagar cinco minutos de trabajo de arquitecto se estuvieran pagando no sólo esos cinco minutos, sino también las horas de estudio que le corresponden proporcionalmente a esos cinco minutos, los pastores dejarían de tener un interés particular en comenzar los estudios de Arquitectura. Del mismo modo, los arquitectos dejarían de tener un especial interés en dar al traste con sus estudios y meterse a pastores.

      Así pues, presuponiendo que se dan las condiciones experimentales acordadas, el trabajo complejo o calificado es perfectamente reductible a una determinada cantidad de trabajo simple. El valor de un plano de arquitecto consiste en la «cantidad de trabajo simple y socialmente necesario» cristalizado en él. El presupuesto de que esto sea así es, naturalmente, que se pueda afirmar que de verdad existe una competencia entre arquitectos y pastores (y no sólo entre los arquitectos entre sí y los pastores entre sí); o sea, que cualquiera pueda en todo momento cambiar su posición en el juego mercantil (un presupuesto de lo que Schumpeter llamaba «concurrencia perfecta», cuando explicaba las limitaciones de la teoría del valor en virtud de que sólo resultaban aplicables a un «caso excepcional y muy improbable»).

      Podría ocurrir también que hubiera bienes habitualmente más necesarios o más demandados que otros y que eso tendiera a alejar los precios de los valores. Podría parecer entonces que, por ejemplo, pudiera ser más rentable trabajar como panadero que como zapatero, o traducido a los términos de nuestro problema: que los panaderos, trabajando el mismo tiempo que los zapateros, obtuvieran más dinero que éstos. Que, por lo tanto, fuera más rentable el trabajo concreto de panadero que el trabajo concreto de zapatero. Ahora bien, es fácil comprender que, al día siguiente, muchos zapateros se habrían metido a panaderos. El aumento de la oferta de pan haría descender los precios y el descenso de la oferta de zapatos haría aumentar los precios, con lo que la situación empezaría a invertirse, sin llegar a estabilizarse más que en el momento en que lo que determinara el precio bien del pan, bien de los zapatos no fuera el trabajo concreto del panadero o del zapatero, sino una especie de trabajo simple y general, un trabajo abstracto, una especie de cantidad de trabajo humano indiferente.

      De este modo, aquello que, mientras se respeten las condiciones supuestas, determina el movimiento real de las mercancías, el valor, resulta consistir en algo así como esto: la cantidad de trabajo (simple y abstracto) socialmente necesario, cristalizado en una mercancía. El valor, aquello que permite igualar en este mercado «de laboratorio» 30 varas de lienzo y 2 sacos de patatas, es, como nos dice Marx, una especie de gelatina de trabajo humano indiferenciado y abstracto. La ley del valor afirma, por tanto, que en el mercado siempre se intercambian cantidades equivalentes de trabajo