que pueden ser de interés a quienes pretendan un estudio más en profundidad de la obra de Marx (pero que podrían resultar superfluos a quienes busquen en este libro más bien una introducción a El capital) y fragmentos en los que se proporciona una fundamentación o una explicación adicional de lo que defendemos, pero que, en todo caso, no resultan imprescindibles para poder seguir el argumento.
Por otro lado, también en letra pequeña se introducen algunos comentarios, desarrollos o anotaciones que, generalmente, suelen encontrarse en notas a pie de página. El motivo por el que los hemos incorporado en el cuerpo del texto ha sido, más que nada, para obligarnos a nosotros mismos a evitar que esos comentarios al margen supongan una interrupción de la línea argumental que termine dificultando la lectura (tal como, en ocasiones, ocurre con las notas a pie de página).
Dicho todo esto, no nos queda para cerrar esta introducción más que, con Marx, dar nosotros también la bienvenida a todos los juicios fundados en la crítica científica. Confiamos, eso sí, en que esa crítica se haga del modo más honesto y menos dogmático posible. En un mundo tan injusto como el nuestro, la verdad desnuda debe ser siempre el principal aliado de los explotados. Y, desde luego, la causa de la verdad no puede encontrar nada útil en la obsesión por mantener inmaculado el corpus doctrinal de lo que fue una ideología de Estado (ideología que, además, jamás hizo grandes esfuerzos por ser rigurosa con la letra ni con el espíritu de Marx). Por otro lado, El capital no es una obra terminada. Excepto el libro primero, el resto quedó, a la muerte de Marx, muy lejos de recibir su visto bueno para la publicación. El siglo y medio de controversias interminables respecto a los mismos temas da también buena muestra de la oscuridad que existe en algunos puntos, y seguir disimulando para intentar que no se note es algo inaceptable desde el punto de vista tanto de la verdad como de la justicia. La fecundidad de la teoría marxista seguirá cercenada mientras se sigan disimulando las dificultades, rellenando con propaganda los huecos del desarrollo científico, realizando deducciones confusas y fingiendo que se entienden con total claridad, colocando gráficos allí donde faltan conceptos y presentando como certezas absolutas las tesis más dudosas. Por nuestra parte, hemos tratado de adoptar el mayor compromiso posible con la claridad y la sencillez, movidos por la convicción de que un texto transparente es la única garantía que se puede ofrecer contra los recovecos que necesita cualquier engaño para poder anidar. En qué grado lo hayamos conseguido es algo que, como es lógico, no podemos juzgar nosotros.
[1] «Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht für die Praxis» (1793), Ak.- Ag., VIII, p. 290.
[2] Hondarribia, Hiru, 2006.
[3] Madrid, Akal, 2007.
PRIMERA PARTE
Rescatar a Marx del marxismo.
Consideraciones sobre el Índice de El capital, el Prefacio de 1867 y el Epílogo de 1873
Capítulo I
El problema de la teoría del valor
1.1 Marx como el Galileo de la historia
Comenzar comparando a Marx con Galileo implicaría haber tomado ya algunas decisiones sobre los aspectos más relevantes de su obra. Supondría, sobre todo, resaltar el hecho de que, a partir del momento en que el proyecto teórico de Marx se encuentra más consolidado, su trabajo no parece desenvolverse en el marco de una discusión interna de lo que solemos entender por historia de la filosofía. Podríamos decir que, a partir de 1845, tras redactar con Engels una demoledora crítica del universo filosófico alemán, Marx ya no se volverá a sentir muy interesado en discutir con filósofos. Hasta el año de su muerte, en 1883, Marx parece más bien haber encontrado sus interlocutores naturales en lo que hoy puede considerarse la historia de la economía. Y es por su intervención en la arena de la economía por lo que podría tener sentido compararle con un científico como Galileo en lugar de con un filósofo como Hegel o Feuerbach.
Bien es verdad que esta peculiar evolución de su obra fue vivida por el propio Marx como una especie de fatal contratiempo. En una carta fechada el 2 de abril de 1851 le escribe a Engels: «Voy tan adelantado que, en cinco semanas, habré terminado con toda esta lata de la economía […]. Esto comienza a aburrirme. En el fondo, esta ciencia no ha hecho ningún progreso desde Smith y Ricardo, a pesar de todas las investigaciones particulares y frecuentemente muy delicadas que se han realizado»[1]. Una vez arregladas las cuentas con tanta mediocridad, Marx pensaba dedicarse a cosas más interesantes. Siempre le rondó por la cabeza, por ejemplo, escribir diez páginas sobre el asunto de la dialéctica hegeliana, un asunto que luego sería tan profusamente discutido por la herencia marxista. Pero la magnitud del contratiempo con la economía parece que fue tan intensa como extensa, pues el caso es que Marx murió treinta años después, tras acumular millares de páginas de discusión sobre las leyes económicas del capitalismo y dejando El capital a medio acabar, sin haber encontrado, por lo visto, el tiempo necesario para escribir diez páginas destinadas a la historia de la filosofía.
Pese a todo ello, y por algún motivo, hoy no localizamos la obra de Marx fundamentalmente en ese terreno en el que con más tozudez se desenvolvió, si bien es cierto que es muy difícil encasillarla en un sitio o en otro. Galileo se nos presenta como el padre de la física moderna. A Marx nos lo presentan más bien como el padre de una escuela filosófica: el «marxismo», el «materialismo dialéctico», el «materialismo histórico», etcétera.
Bien es verdad que las ciencias han nacido de la historia de la filosofía y que en su consolidación siempre hay materia para interminables discusiones filosóficas. El nacimiento de la física matemática forma parte, sin duda, de los acontecimientos propios de la historia de la filosofía e interesa a ésta se la entienda como se la entienda. Galileo no sólo interesa a los físicos. Interesa a los filósofos. Pero no es en este sentido en el que contamos con Marx cuando lo localizamos entre las páginas de la historia de la filosofía. Su pertenecer a ella es más bien esgrimido como una prueba de que Marx no logró establecer efectivamente una ciudad científica que, en referencia al «continente Historia», se sostuviese sólidamente sobre sus propios cimientos, unos cimientos que habrían sido, en efecto, de índole económica. No es que la historia de la filosofía se haga eco de su aportación científica, es que, una vez que la economía se ha desentendido por completo de Marx, su obra ha quedado aparcada en la historia de la filosofía como se abandona un coche usado en un desguace.
Ahora bien, puede ser que el destino de esta ciudad científica que prometía el marxismo haya estado ligado al destino político de las internacionales comunistas y que la derrota de éstas haya dejado en ruinas, al mismo tiempo, las incipientes construcciones teóricas de una civilización científica que podría haber llegado a ser y no fue. Uno podría imaginar –sin duda con cierta dificultad– que una monumental derrota de las revoluciones burguesas y de los movimientos políticos y económicos iniciados desde el siglo XVI hubiera, al mismo tiempo, acallado la voz de la naciente física moderna, de tal modo que sus cimientos hubieran dormido durante siglos, medio olvidados, en una especie de Medievo alargado, a la espera de que se construyeran sobre ellos todas esas instituciones y universidades en las que investiga, enseña, trabaja y almacena su información la comunidad científica actual. Para juzgar con fundamento si no nos encontramos ante un caso semejante respecto a lo que Marx intentó fundar, sería preciso, ante todo, retrotraer la cuestión al terreno en el que este pensador trabajó y ver qué es lo que actualmente se levanta sobre él.
En primer lugar, por tanto, habría que considerar cómo se las arregla con la obra de Marx la «economía convencional moderna» –como gustó de llamarla Samuelson[2]–,