otros capítulos observaremos en qué sentido las cosas se vuelven más complicadas, pero con esto es suficiente ya para preguntarnos qué sentido puede tener comenzar a «hacer economía» partiendo de una definición de este tipo. Schumpeter no tiene al respecto ninguna duda: «Todo el mundo sabe que esta teoría del valor es insatisfactoria»[20]. En primer lugar, como ya se indicó, no tiene aplicación alguna fuera del supuesto de la concurrencia perfecta, que, de hecho, nunca se da. En segundo lugar, nos dice, aun suponiendo ésta, no se cumple más que si el trabajo es todo de la misma especie y es, además, el único factor de producción. Pero, para empezar, ¿quién ha dicho que el trabajo que cuestan las cosas sea el único argumento que pretenden hacer valer los dueños de las mercancías? Vivimos en una sociedad en la que jamás se «regatea» así. Ese tipo de «regateo» recuerda, en todo caso, a mercados muy primitivos y elementales. Además, ¿qué es eso de un mercado de zapateros perezosos o diligentes que trabajan sus propios productos y los llevan al mercado, donde compiten perfectamente entre sí, sin que sea cuestión de hablar de salarios, negociaciones sindicales o niveles técnicos de productividad, en los que el tipo de maquinaria es, obviamente, un factor mucho más definitivo que la «cantidad de trabajo»? Semejante caso es absolutamente extraño al característico de la sociedad moderna que pretendíamos estudiar. Es una mera construcción hipotética, muy semejante a una especie de mercado de indígenas, parecido a los que podemos observar los días de fiesta en las aldeas mayas de Guatemala. Pero, además, con una salvedad importantísima: en este caso, y por alguna extraña razón, los «indígenas» habrían decidido llevar al mercado la totalidad de sus productos para intercambiarlos por los producidos por el trabajo ajeno. Una especie de mercado indígena de intercambio generalizado, lo que, obviamente, nunca se da, pues ese tipo de mercados pertenecen normalmente a economías de subsistencia, en las cuales sólo se llevan al mercado, digamos que «los domingos», los productos que han sobrado a las unidades familiares. ¿Tendrá sentido fundar el estudio de la sociedad capitalista en un concepto que se deduce estudiando un caso que no se da, que, en realidad, nunca se ha dado, y que, de cualquier forma, seguiría sin ser el de la sociedad moderna que está en cuestión? «Razonar en la dirección de la teoría del valor basada en el trabajo significa, por tanto, razonar sobre un caso muy especial y sin importancia práctica[21].»
Mirando las cosas desde la historia de la economía, la teoría del valor fue, según nos anuncia Schumpeter, una especie de culo de saco: «En todo caso, está muerta y enterrada». «La teoría que la sustituyó –en su forma primitiva y ahora superada, conocida como la teoría de la utilidad marginal– puede pretender una superioridad en muchos aspectos; pero el verdadero argumento que puede invocarse en su favor es que es mucho más general y puede aplicarse por igual, de una parte, a los casos de monopolio y concurrencia imperfecta y, de otra parte, a la intervención de otros factores de producción, así como a la de trabajo de muchas especies y calidades diferentes[22].» Pero es que, además, si introducimos en la teoría de la utilidad marginal los supuestos restrictivos que es preciso introducir para que funcione la teoría del valor, ocurre que entonces, efectivamente, se encuentra la buscada proporcionalidad entre la cantidad de trabajo y el valor de las mercancías. Esto significa que la teoría del valor no es que sea falsa; es que es absurdo partir de ella, pues nos obliga a comenzar por el estudio de un caso particular, excepcional y puramente hipotético del que, además, otra teoría más potente es perfectamente capaz de dar cuenta.
Nos encontramos, pues, con una paradoja insólita. Marx, el «mayor erudito de su época», «un trabajador infatigable al que nada se le escapaba», toma desde el principio la peor de las decisiones: apuntarse al único camino teórico que no llevaba a ninguna parte. Es así como Marx se apartó, con su primer paso, de la línea en la que progresaba, mientras tanto, la historia de la economía, hasta su resultado actual.
El caso es que Marx parte, efectivamente, de la teoría del valor y, además, es notorio que reflexionó durante diez años de trabajo infatigable sobre esta decisión. En el Prólogo a la primera edición de El capital nos señala que la Sección 1.ª, en la que obtenemos como resultado la «ley del valor», es la más difícil y la más trabajada. Esta Sección 1.ª será también, en el seno de la tradición marxista, la más incomprendida y la que más confusiones y malentendidos ha generado. La cuestión de qué hacer con ella, de cómo valorar el verdadero sentido que cumple en el conjunto del Libro I y, lo que es un problema aún mucho mayor, respecto a la teoría de los precios de producción esbozada en el Libro III, todavía no está decidida, aunque se haya escrito y discutido incansablemente al respecto. Para los economistas la cosa está clara, como vemos: en la Sección 1.ª, Marx arruina su investigación desde su mismo comienzo, abrazando una teoría obsoleta. Pero el caso es que, para los marxistas, esta sección se convirtió también en un verdadero avispero. Althusser, en un artículo en el que enumeraba unos consejos e instrucciones para la lectura de El capital, recomendaba comenzar saltándose la Sección 1.ª; no es que aconsejara no leerla, pero aconsejaba hacerlo tan sólo después de haber leído dos o tres veces el resto del Libro I. Este consejo, casi de carácter terapéutico, que pretende utilizar a Marx para protegerle de sí mismo, no da mucho resultado, pero proporciona una idea de la magnitud del problema. En realidad, como vamos a ver, la interpretación del Libro I (y aún más del resto de El capital) depende directamente del papel que otorguemos a esta Sección 1.ª y, en consecuencia, de cómo interpretemos la decisión de Marx de adherirse a la teoría del valor.
Y el caso es que, como ya hemos indicado, conviene tomar en consideración la crítica que Schumpeter vierte sobre esta decisión para comprender lo que Marx pretende conseguir con ella:
En la voluminosa discusión que se ha desarrollado acerca de ella [la teoría del valor], la razón no está, en realidad, toda de un lado, y los adversarios han usado muchos argumentos inadmisibles. El punto esencial no es si el trabajo es la verdadera «fuente» o «causa» del valor económico. Esta cuestión puede ser de interés primordial para los filósofos sociales que desean deducir de ella pretensiones éticas sobre el producto, y el mismo Marx no fue, por supuesto, indiferente a este aspecto del problema. Pero, para la economía, como ciencia positiva que tiene por objeto describir o explicar objetos reales, es mucho más importante preguntar cómo funciona la teoría del valor basada en el trabajo, en cuanto instrumento de análisis, y lo realmente objetable que se encuentra en ella es que funciona muy mal[23].
En una palabra, Marx habría puesto a la base de sus investigaciones económicas una especie de presupuesto metafísico, un concepto, el «valor», que interesa quizá muy vivamente a la filosofía y a la ética, pero que no es cosa de economistas. La economía pretende ser una ciencia positiva que se ocupa de «describir o explicar objetos reales»[24]. Lo que se halla ante la mirada del economista son mercancías y precios. Si hay una teoría que sea capaz de explicar el comportamiento de los precios sin el recurso al concepto de valor, éste se convierte de inmediato en una pura presuposición extra científica. Que las cosas, además de tener su precio, tengan un valor y en qué consista en último término esta sustancia que se expresa o no en los precios, y desde la que juzgar su razón de ser, todo esto son cuestiones puramente metafísicas. Por otra parte, basta comenzar a leer la famosa Sección 1.ª en cuestión para comprobar que en ella Marx se ha complacido en expresarse en un lenguaje copiado de Hegel y que el concepto de valor lo deduce al hilo de una larga discusión con un texto de Aristóteles. Puede que el asunto sea del máximo interés para la historia de la filosofía, pero la idea de que la economía debería comenzar por medirse con estos filósofos en semejante terreno es a todas luces absurda.
Uno podría pensar que, tras el elogio inicial vertido sobre Marx, una vez comprobada esta disparatada elección de las premisas, sus argumentos posteriores no serán capaces de atraer el más mínimo interés para los economistas. Sin embargo, para