Debbie Macomber

Un mar de nostalgia


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que trabajar hoy —le recordó Steve.

      —¿Qué hora es?

      —Carol, escucha —dijo él mientras se abrochaba los botones de la camisa—. Yo no pretendía que nada de esto ocurriera. Llámalo como quieras, el espíritu navideño, enajenación mental transitoria, lo que sea. Estoy seguro de que piensas lo mismo.

      Ella se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre las rodillas. Tenía el corazón en la garganta, se sentía inquieta y miserable.

      —Sí, claro.

      —Eso pensaba. Lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de esto.

      —Sí —contestó ella tratando de sonar entusiasta al respecto. Estaba saliendo todo justo como lo había planeado: los dos se levantarían por la mañana, se sentirían avergonzados, se disculparían y seguirían cada uno con su camino.

      Sólo que no se sentía como había anticipado. Se sentía mal. Muy mal.

      Steve salió al salón antes de que ella se moviera de la cama. Carol sacó una bata del armario y se la puso mientras corría tras él.

      Steve parecía estar esperándola, dando vueltas de un lado a otro en la entrada. Se pasó los dedos por el pelo un par de veces antes de girarse para mirarla.

      —¿Así que quieres que nos olvidemos de lo de esta noche? —preguntó él.

      —Yo… si tú quieres —respondió Carol.

      —Sí, quiero.

      —Gracias por la planta y los bombones —añadió ella. Le parecía inapropiado darle las gracias por el sexo.

      —Gracias por la cena… y todo lo demás.

      —De nada —dijo ella abriendo la puerta—. Me ha alegrado volver a verte, Steve.

      —Sí, a mí también.

      Salió de la casa y bajó los escalones, y verlo marchar hizo que Carol se sintiera mareada. De pronto tuvo que apoyarse contra el marco de la puerta para mantenerse en pie. Algo dentro de ella, algo fuerte y más poderoso que su propia voluntad, le pedía que lo detuviera.

      —Steve —dijo—. Steve.

      Steve se giró abruptamente.

      —Feliz Navidad —añadió ella suavemente.

      —Feliz Navidad.

      Tres días después de Navidad, Carol estaba convencida de que su plan había salido a la perfección. El jueves por la mañana se despertó mareada y con náuseas. Había leído en un libro que lo mejor para las náuseas matutinas era comer galletas saladas, incluso antes de levantarse de la cama.

      Se dirigió al cuarto de baño con sensación de triunfo y se miró en el espejo, como si su reflejo estuviera a punto de anunciar con orgullo que iba a convertirse en madre.

      Había sido muy fácil. Más bien simple. Una noche de pasión y ya había conseguido su objetivo. Se llevó la mano al abdomen y se sintió orgullosa y maravillada al mismo tiempo. Una nueva vida estaba gestándose allí.

      Un bebé. El hijo de Steve.

      Pensar en ello hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

      ¡Otro síntoma!

      El libro también explicaba que sus emociones podían verse afectadas a causa del embarazo, que podría ser más susceptible a las lágrimas.

      Secándose los ojos, Carol entró en la cocina y buscó las galletas saladas en el armario. Encontró un paquete y se obligó a comer dos, aunque no se sintió mejor que antes.

      Sin molestarse en vestirse, encendió la televisión y se tumbó en el sofá. Los trabajadores de Boeing tenían libre la semana entre Navidad y Año Nuevo. Carol había planeado pasar su tiempo libre pintando la tercera habitación, que había destinado para el bebé. Por desgracia, no se sentía con energía. De hecho, se sentía enferma, como si estuviera a punto de tener la gripe.

      Una sonrisa perezosa asomó a sus labios. No iba a quejarse. En nueve meses, tendría a un precioso bebé en sus brazos.

      Su bebé y el de Steve.

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