Debbie Macomber

Un mar de nostalgia


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recuerdos que tenía de ella llorando.

      Carol colocó la silla junto al árbol y levantó la pierna para subirse encima.

      Steve la detuvo y dijo:

      —Pensé que querías que eso lo hiciera yo.

      —No. Necesito que me des los adornos y luego te apartes para ver cómo quedan.

      —Carol, si yo colocara los adornos en el árbol, no necesitarías la silla.

      —Prefiero hacerlo yo —dijo ella con un suspiro—. No te importa, ¿verdad?

      Steve no sabía por qué estaba tan decidida a colgar ella los adornos, pero le daba igual.

      —No, si quieres arriesgarte a partirte el cuello, tú misma.

      Ella sonrió y se subió a la silla.

      —De acuerdo, dame uno —dijo dirigiéndole una mirada por encima del hombro.

      Steve le entregó una bombilla de cristal brillante y notó lo bien que Carol olía. A rosas y a otra fragancia que no lograba identificar. Carol estiró los brazos para alcanzar la rama más alta. El vestido se le subió unos diez centímetros, dejando ver la parte de atrás de sus muslos suaves y la curva de sus nalgas. Steve apretó los puños para evitar tocarla. Habría podido agarrarla y decir que tenía miedo de que se cayese de la silla. Pero, si dejaba que eso ocurriera, sus manos se deslizarían y pronto acabarían en sus nalgas. Cuando la tocara, Steve sabía que no podría parar. Apretó los dientes y tomó aire por la nariz. Tener a Carol ahí de pie era más de lo que un hombre podía resistir. En aquel punto, estaba dispuesto a utilizar cualquier excusa para estar cerca de ella una vez más.

      Carol bajó los brazos y el vestido regresó a su sitio. Steve creyó estar a salvo de más tentaciones hasta que ella se dio la vuelta. Sus pechos firmes estaban apretados contra la seda del vestido, proporcionándole una vista clara de su forma redondeada. Si antes no estaba seguro sobre lo del sujetador, ya no le quedaba la menor duda. No llevaba.

      —Ya estoy lista para el siguiente adorno —dijo ella.

      Steve se giró y tomó otro adorno. Se lo dio e hizo todo lo posible para evitar mirarla a los pechos.

      —¿Qué te parece ése? —preguntó Carol.

      —Bien —contestó Steve.

      —¿Steve?

      —¿No crees que ya hay bastantes adornos?

      Su tono áspero lo pilló tan por sorpresa a él como, evidentemente, a Carol.

      —Sí, claro.

      Sonaba decepcionada, pero no se podía hacer nada al respecto. Steve se colocó a su lado y le ofreció la mano para bajarse. Su pie debió de golpear una de las patas de la silla porque se movió hacia delante. Quizá fue algo que hizo ella, pero, fuera lo que fuera, hizo que la silla se tambaleara sobre la alfombra.

      Con un pequeño grito, Carol levantó los brazos.

      Gracias a sus años de entrenamiento en la Armada, los reflejos de Steve reaccionaron a tiempo y estiró las manos para agarrarla. La silla cayó al suelo, pero Steve agarró a Carol por la cintura, presionándola contra su torso. Los dos tenían la respiración agitada, y Steve suspiró aliviado al ver que no se había caído. Estuvo a punto de reprenderla, de decirle que era una tonta por no dejarle a él colocar los adornos. No podía ponerse en peligro por algo tan banal como un árbol de Navidad. Pero no consiguió que las palabras le salieran de la boca.

      Sus miradas estaban a la misma altura. Los ojos de Carol lo miraban y decían su nombre con la misma claridad que si lo hubieran dicho en voz alta. Los pies de Carol estaban a unos centímetros del suelo y, aun así, Steve seguía sujetándola, incapaz de soltarla. El corazón le latía con fuerza mientras él levantaba un dedo y le tocaba el cuello sin dejar de mirarla. Quería dejarla sobre la alfombra, liberarlos a los dos de aquel abrazo invisible antes de que acabara con ellos, pero no encontraba la fuerza para soltarla.

      Lentamente, ella se deslizó hacia abajo, haciendo que su falda se le subiera y, cuando aterrizó en el suelo, Steve se dio cuenta de que su abdomen estaba apretado con fuerza contra su ingle. Entonces las palpitaciones comenzaron de nuevo y tuvo que contener un gemido que amenazaba con escapar de lo más profundo de su pecho.

      Deseaba besarla más de lo que había deseado nada en toda su vida, y sólo su gran fuerza de voluntad hizo que se controlara.

      Carol ya lo había traicionado una vez. Steve había jurado que jamás volvería a permitir que lo utilizara, pero sus argumentos se hicieron cenizas, como la madera seca en medio de un incendio.

      Le acarició los labios con el pulgar, como si aquella simple acción fuese suficiente para satisfacer a los dos. No fue así. Al contrario. Hizo que su deseo aumentara. El corazón le latía cada vez más rápido y, antes de poder evitarlo, le levantó la barbilla con el dedo y la besó.

      Carol suspiró.

      Steve gimió.

      Ella se acomodó entre sus brazos y cerró los ojos. Steve la besó una segunda vez, invadiendo su boca con la lengua. Le tocó el pecho con la mano, acariciándole el pezón hasta que estuvo erecto. Carol gimió.

      Necesitaba tocarle los pechos de nuevo. Tenía que experimentar aquella suavidad. Con un suspiro rasgado, condujo las manos por detrás de ella y le bajó la cremallera del vestido. Ella parecía tan ansiosa como él cuando le bajó la parte delantera del vestido, dejando ver su piel desnuda.

      Carol le rodeó el cuello con los brazos mientras lo besaba y dejaba caer el peso contra su cuerpo. Steve pronto abandonó sus labios para explorar con su boca la curva de su cuello y, finalmente, sus pechos sonrosados. Su lengua húmeda comenzó a trazar círculos alrededor de los pezones hasta que Carol se estremeció, enredando los dedos en su pelo.

      —Steve… oh, te he echado tanto de menos… —ella repitió las palabras una y otra vez, pero las palabras no se grababan en la mente de Steve. Cuando lo hicieron, se quedó de piedra. Quizá Carol lo hubiera echado de menos, pero no le había sido fiel. Aquel pensamiento hizo que se quedara totalmente quieto.

      Carol debió de sentirlo también, porque dejó caer los brazos a los lados.

      Steve la soltó de golpe y dio dos pasos hacia atrás.

      —Esto no debería haber ocurrido —dijo él con voz áspera.

      Carol lo miró, pero no dijo nada.

      —Tengo que salir de aquí —añadió Steve.

      Carol abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.

      —Carol, ya no estamos casados. Esto no debería estar ocurriendo.

      —Lo sé —dijo ella mirando a la alfombra.

      Steve se acercó al perchero y agarró su chaqueta. Era como si lo estuviera haciendo a cámara lenta, como si toda la fuerza de la gravedad del universo cayera sobre él.

      —Gracias por la cena —dijo con la mano en el picaporte.

      Carol asintió y, cuando Steve se dio la vuelta, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y que se estaba mordiendo el labio inferior para contenerlas. Tenía una mano cubriéndose los pechos desnudos.

      —Carol…

      Ella lo miró y estiró la mano.

      —No te vayas —rogó—. Por favor, no me dejes. Te necesito tanto…

      Capítulo 3

      CAROL podía ver la batalla interna en los gestos de Steve. Se tragó las lágrimas y se negó a dejar de mirarlo a los ojos.

      —Ya no estamos casados —repitió él con indecisión.

      —No… no me importa —tragándose su orgullo, Carol dio un paso hacia él. Si Steve no se acercaba, entonces se acercaría ella.