Debbie Macomber

Un mar de nostalgia


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sonara suave y sedosa. Sus cuerdas vocales estaban agarrotadas y había acabado sonando así. Tenía los nervios a flor de piel y el corazón le palpitaba en el oído como una locomotora.

      —De acuerdo —contestó él.

      —¿Cuándo? —miró el calendario. El momento era sumamente importante en su plan.

      —¿Mañana? —sugirió él.

      Carol cerró los ojos aliviada. Su mayor preocupación era que sugiriera quedar después de las fiestas, pero entonces sería demasiado tarde y tendría que cambiarlo todo a enero.

      —Sería perfecto —dijo finalmente—. ¿Te importaría venir a casa? —la casa de dos habitaciones había sido puesta a su nombre como parte del acuerdo de divorcio.

      —De hecho, sí me importaría.

      —De acuerdo —contestó Carol recomponiendo sus ideas con rapidez. El hecho de que no quisiera ir a casa no debería haberla sorprendido—. ¿Qué te parece quedar a tomar café en Denny’s mañana por la tarde?

      —¿A las siete?

      —De acuerdo. Te veré entonces.

      La mano aún le temblaba tras colgar el teléfono. Desde el principio había imaginado que Steve no se metería en su cama si no lo instaba a ello de manera sutil, pero, a juzgar por su tono seco y cortante, probablemente eso resultara completamente imposible… aquel mes. Eso la molestaba. Su principal objetivo era que todo ocurriese con rapidez. Una noche de cegadora pasión podría olvidarse con facilidad. Pero, si tenía que seguir invitándolo una noche al mes durante varios meses, quizá Steve acabara por darse cuenta de lo que se proponía.

      Aun así, cuando se trataba de interpretar sus acciones en el pasado, Steve había mostrado una sorprendente falta de perspicacia. Por suerte, sus problemas siempre se habían quedado fuera del dormitorio. Su relación matrimonial había sido un mar de dudas y malentendidos, de acusaciones y arrepentimientos, pero su vida sexual siempre había sido potente y lujuriosa hasta el divorcio, por sorprendente que pudiera parecerle en ese momento.

      A las siete en punto de la tarde siguiente, Carol entró en el restaurante Denny’s del barrio de Capitol Hill, en Seattle. Durante el primer año de matrimonio, Steve y ella solían ir a cenar allí una vez al mes. El dinero era escaso en su momento, porque tenían que pagar la casa, de modo que una noche fuera, incluso en Denny’s, siempre había sido un lujo.

      Tras dar dos pasos, Carol divisó a su ex marido sentado en uno de los asientos junto a la ventana. Se detuvo y experimentó tal emoción, que avanzar un paso más habría resultado imposible. Steve no tenía derecho a tener tan buen aspecto, mucho mejor de lo que ella recordaba. En los trece meses que hacía que no lo veía, había cambiado considerablemente. Había madurado. Sus rasgos eran más agudos, más claros, más intensos. Su atractivo era más prominente, sus rasgos masculinos, vigorosos y bronceados incluso en diciembre. Unas hileras de pelo gris adornaban su sien, dándole un aire distinguido.

      En ese momento la miró, y Carol tomó aliento antes de decidirse a avanzar hacia él con pasos temblorosos. Observó que lo que más había cambiado en él eran sus ojos. Una vez habían sido cálidos y cariñosos, pero en ese momento parecían fríos y calculadores.

      Carol experimentó un momento de pánico cuando Steve pareció despojarla de su orgullo con la mirada. Le costó un gran esfuerzo sonreír.

      —Gracias por venir —dijo ella sentándose frente a Steve.

      La camarera apareció con una cafetera de cristal y Carol dio la vuelta a su taza, la cual la mujer llenó de café antes de dejar los menús en la mesa.

      —Hace tanto frío que podría nevar —añadió Carol tratando de comenzar una conversación. Era extraño que hubiera estado casada con Steve y, sin embargo, le pareciese un completo extraño. Aquel hombre duro e impasible era uno al que no conocía tan bien como a aquél que había sido su amante, su amigo y su marido.

      —Pareces en forma —dijo Steve finalmente.

      —Vaya, gracias —contestó ella con una débil sonrisa—. Tú también. ¿Cómo te trata la Armada?

      —Bien.

      —¿Sigues en el Atlantis?

      Steve asintió.

      Silencio.

      —Fue una sorpresa descubrir que Lindy está viviendo en Seattle —añadió Carol tratando de seguir con la conversación.

      —¿Te dijo que se casó con Rush?

      Carol observó cómo Steve fruncía el ceño y su rostro se oscurecía al mencionar el tema.

      —Ni siquiera sabía que Lindy conociera a Rush —dijo ella antes de dar un sorbo al café.

      —Se casaron tan sólo dos semanas después de conocerse. Aún no me lo creo.

      —¿Dos semanas? Eso no parece típico de Rush. Recuerdo que era muy metódico en todo.

      —Al parecer, se enamoraron.

      Carol conocía a Steve demasiado bien como para no reconocer el tono sarcástico en su voz, como si le estuviera diciendo lo absurdo que era ese sentimiento. En su caso, había sido un sentimiento malgastado. Tristemente malgastado.

      —¿Son felices? —eso era lo importante, en lo que a Carol respectaba.

      —Tuvieron un periodo difícil hace un tiempo, pero, desde que el Mitchell amarró, parecen haberlo arreglado.

      Carol se quedó mirando la taza al sentir cómo la realidad la golpeaba en el corazón.

      —Eso es más de lo que hicimos nosotros.

      —Como recordarás —dijo él en voz baja—, en nuestro caso no había nada que arreglar. La noche que comenzaste a acostarte con Todd Larson, destruiste nuestro matrimonio.

      Carol no aceptó el desafío, aunque aquello había sido como una bofetada en la cara. No había nada que pudiera decir para exculparse, y había dejado de intentar explicar los hechos hacía más de un año. Steve había elegido creer lo que quería. Ella lo había intentado. Todd había sido su jefe y su amigo, pero nada más. Carol le había rogado a Steve una y otra vez, pero de nada había servido. Volver a tener la misma discusión no iba a servir de nada.

      El silencio se extendió entre ellos, y fue roto por la camarera, que se acercó a su mesa para tomarles nota.

      —¿Saben ya lo que van a tomar?

      —¿Tienen pastel de boniato? —preguntó Carol sin ni siquiera mirar la carta.

      —No, pero el de pacana es la especialidad este mes.

      Carol negó con la cabeza ignorando la extraña mirada de Steve.

      —Entonces sólo café.

      —Lo mismo para mí —dijo Steve.

      La mujer les rellenó las tazas y se marchó.

      —¿Y cómo está el bueno de Todd?

      Su pregunta carecía por completo de interés real, y Carol ya había decidido que su antiguo jefe era un tema que sería mejor evitar.

      —Bien —mintió. No tenía ni idea de cómo le iba a Todd, dado que llevaba más de un año sin trabajar en Artículos de Deporte Larson. Le habían ofrecido un trabajo mejor en Boeing y llevaba trabajando allí desde antes de que el divorcio fuera oficial.

      —Me alegra oírlo —dijo Steve—. Supongo que me has hecho venir para decirme que vais a casaros.

      —No. Steve, por favor. No te he llamado para hablar de Todd.

      —Me sorprende. ¿Qué pasa? ¿La esposa número uno sigue dándole problemas? ¿Vas a decirme que no han llevado a cabo su divorcio?

      —Preferiría no hablar de Todd ni de Joyce.

      —De