Ana Isora

Pacto entre enemigos


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confuso, bajó por el Viminal. Sus idas y venidas le llevaron hasta una taberna. No era alguien que ahogase sus penas en la bebida, pero aquel día podía considerarse una excepción, así que sacó su bolsa. Si iba a gastar en aquel brebaje, al menos que no le echaran por falta de dinero. Nada más entrar, captó cierta excitación entre los clientes, que charlaban en corrillos.

      —Hoy hay subasta, si pudieses verlas…

      —Ya lo he hecho. Hay una rubia maravillosa. Ay, si yo pudiera trasladarme a Germania sin que los teutones me degollasen…

      Hubo una carcajada. Marco frunció el ceño. Había olvidado lo cerca que estaba el mercado, en el que se vendía una buena provisión de carne humana, siervos para todos los gustos. Con el objeto de facilitar la venta, los pobres desgraciados eran exhibidos sobre tarimas, con un cartelillo que especificaba sus habilidades. Los “sirvientes para otros usos” eran casi siempre prostitutas. De ahí la excitación de los hombres. No podrían permitirse una aunque ahorrasen todo el año, pero disfrutaban mirando y oliendo, deleitándose con las cautivas que eran expuestas ligeras de ropa para el contento de cualquier varón. Marco luchó por apartar esa imagen de su mente. La esclavitud no le producía indiferencia desde que había estado en el norte. Allí las matanzas eran algo habitual y el principal modo de hacerse con prisioneros. Sabía que los astures habrían sido vendidos a alguna mina, donde solo les quedaba morir. Rellenó el vaso de alcohol, malhumorado. Aquella conversación no había contribuido a producirle un mayor sosiego.

      —Hola —dijo una joven, al cabo de unos minutos—, ¿estás solo?

      Marco levantó la vista. Ante él se hallaba una de las camareras del local, de piel sedosa y largas pestañas. Marco sabía que su interés por él no era gratuito: las camareras solían acostarse con los clientes, y cobrando. Pero Marco estaba demasiado cansado para echarla de allí y, además, había sido amable. Resultaba bueno tener una conversación que no acabase en un nuevo problema:

      —Claro —dijo, sin explicarle que no pensaba usarla—. Siéntate si lo deseas.

      La camarera lo hizo, con una sonrisa, y Marco se preguntó qué desgracias la habrían llevado hasta allí, a tener que aparentar interés por un desconocido cualquiera. Al menos, intentaría comportarse de modo honesto, cosa que no había hecho Pudentilla.

      —¿Problemas? —preguntó ella.

      Marco esbozó una sonrisa triste:

      —Algo así —dijo él—. Venga, te invito a comer. Hoy no sirves.

      La joven miró al hostelero, encantada, y este le dio permiso. Ahora sí estaba contenta. Parecía haber hecho un buen negocio con aquel cliente. El oficial la miró, con cierta tristeza.

      —¿No vas a comer tú? —le preguntó, intrigada.

      —No, hoy solo voy a beber.

      La chica negó con la cabeza, con aire experto.

      —Ay… esto deja intuir una amante. ¿Era guapa, mi hombre?

      Marco se encogió de hombros:

      —De alguna forma. Pero no resultaba muy íntegra.

      La joven lo observó, con una mirada seductora.

      —Deja que yo lo arregle —susurró, mientras empezaba a meter su mano debajo de la mesa—. Arriba hay un cuarto… Yo te haré olvidar a esa mala pécora. Conmigo disfrutarás de lo que ella no te ha dado en años… déjame cuidarte.

      Marco se retiró hacia atrás. La joven le había puesto una mano en la entrepierna, y había intentado darle un masaje. Pero él no era ningún putero. No era eso lo que buscaba.

      —Lo siento —dijo—. Hoy no. Solo intento ser cortés. No quiero que me des nada a cambio.

      La joven lo miró, sorprendida. Aquella era la primera vez que le ocurría algo así. Guardó un silencio desconcertado y entonces, pudieron oír las conversaciones de los demás clientes.

      —Qué tetas tenía, qué tetas…

      —Uah, había una pelirroja preciosa.

      Aquel último detalle trajo recuerdos a la cabeza del oficial, que por algún motivo aumentaron su agobio. El norte… Procuró beber en silencio, mientras la camarera acababa su comida. Cuando lo hubo hecho, se despidió. No aguantaba continuar allí, soportando la charla de aquellos ebrios. Ni siquiera en la bebida podría consolarse. Y, si lo hacía, corría el peligro de parecérseles.

      El sol de Roma volvió a golpearle con fuerza cuando abandonó la taberna. Había pasado algo más de una hora, y la calle estaba llena de romanos que regresaban a casa con sus “adquisiciones”. Había de todo tipo. Marco parpadeó, intentando sobreponerse a la luminosidad, y decidió que ya era tiempo de que él también volviese a su insula. Al menos, si quería beber, podría hacerlo en la intimidad. Lo malo era que desde allí tendría que atravesar ese gigantesco mercado, y ver por sí mismo de lo que hablaba la clientela. La pelirroja seguro que le recordaría a la líder astur, que no había podido salvar. Pero entonces…

      —¡Detenedla!

      Marco notó un gigantesco revuelo. Los ciudadanos corrían por la calle, mientras sus esposas se apartaban, gritando. La muchedumbre parecía perseguir a lo que resultó ser una, una… ¿Una mujer desnuda? Marco pensó que había tomado demasiado alcohol. Y en el fondo fue así, porque el aturdimiento le impidió apartarse cuando la fugitiva corrió hacia él. La fémina, cegada por el miedo, no vio tampoco al romano; y ambos acabaron estrellándose con un sonoro golpe. Marco se sujetó como pudo, manteniéndose en pie. Aprisionó las muñecas de la cautiva. Si no hubiese sido por el bastón, se hubiera caído.

      La mujer estaba débil, y empezó a suplicar. Probablemente fuera una esclava huida del mercado.

      —Por favor… Por favor… —rogó, sin fuerza siquiera para levantar la vista. Su piel desnuda estaba llena de moretones—. Por favor, déjame ir. No permitas que me cojan. No los dejes… —jadeó, agotada.

      Marco sintió una compasión inmensa. Aquel era el aspecto más cruel de Roma, y él detestaba tener que vivirlo. Una voz los interrumpió:

      —Ah, de manera que la han encontrado. ¡Alabados sean los Dioses! Venga, manifestémosle nuestro agradecimiento.

      Marco escuchó unos aplausos, y luego levantó la mirada. Un negociante, gordo y muy conocido, se acercaba a él. Se trataba de Aulo, el proxeneta más famoso de Roma. Por supuesto, relacionarse con alguien así era poco honorable, pero Marco lo había visto en otras ocasiones, y había escuchado a sus legionarios hablar de él con cierta diversión. Dirigía los burdeles más infames de la ciudad, donde un hombre podía acceder a toda clase de perversiones. En uno incluso se ofrecían niños pequeños.

      —Vaya, de manera que pensaste que podías escapar, ¿eh? —dijo Aulo, mirando a la cautiva. Esta gimió—. Ya verás tú cuando te entregue a mis clientes. En cuanto a este maravilloso hombre —repuso—, me habéis hecho un gran servicio. ¿Preferís que os lo pague en dinero o que os dé vía libre en mis establecimientos? Podréis disfrutar de ellos durante un mes sin costo. Mirad:

      Aulo la obligó a levantar la cabeza, y la mujer apartó la vista, desesperada. Pero no antes de que Marco pudiera verla. Su rostro adoptó un gesto hermético:

      —No. Hagamos una cosa: dame a esta esclava.

      Aulo se sorprendió.

      —¿A… a esta esclava? Pero es imposible, he desembolsado mucho por ella. Además, ahora no está en buenas condiciones. La engordaré bien, la limpiaré y, dentro de unas semanas, podréis venir al lupanar y yacer con ella cuanto os plazca. Está en el Subura —prometió, con gesto tentador.

      Pero el centurión no cedía fácilmente:

      —¿Cuánto te han cobrado por ella? —preguntó.

      —Ochocientos denarios. Viene del Norte, de la zona del Ástura.

      —Doblo