de Ostia, a escasos kilómetros de la capital. El movimiento le aturdió. La vida de un miles resultaba muy rutinaria; y en aquella ciudad todo parecía estar en desorden. Marco sintió que había olvidado cómo se vivía normalmente, y que la muchedumbre lo sobrepasaba. Había hosteleros, niños haciendo diabluras, esclavos, marinos recién llegados a puerto, mercaderes, perros vagabundos, alguna gallina suelta… Incluso una fila de mujeres que parecía estar inscribiéndose en algún tipo de registro. Marco tuvo que sentarse y descansar. Aún sentía el cabeceo de la nave bajo sus pies, y si aquello le incomodaba, no quería ni imaginarse lo que sentiría en Roma. Pero no era un hombre que retrasase sus quehaceres por miedo, así que decidió que después de comer en un thermopolium, se pondría en camino.
El sitio en sí también estaba congestionado. Había un par de camareras, con el pelo recogido en un moño grasiento, y un varón gordo que las vigilaba a ellas y a los clientes. No obstante, se trataba de un lugar amplio en comparación con los barracones del campamento, y Marco apreció el olor a comida que llegaba desde la barra. Los platos se guardaban en una especie de huecos donde se mantenían calientes, y luego los servían a los comensales según su gusto. Marco escogió un conjunto de pescado con verduras y se sentó cerca de la pared. Los frescos despertaron su apetito, y disfrutó mucho del primer bocado. Algunas cosas sí que se habían echado de menos.
—¡Marco!
Marco levantó la vista y sonrió al encontrar a Sexto, dando tumbos para acercársele entre la clientela. Sexto era hijo de Rufo, un buen hombre que se encargaba de sus ahorros durante la campaña. Marco y él se tenían cierta simpatía, y el centurión era consciente de que Rufo esperaba que el joven ocupase pronto su lugar, pues se trataba de un muchacho listo y bien preparado, aunque un poco tímido en ocasiones. Marco lo invitó a sentarse y apartó una silla.
—¿Qué te trae por aquí? —le dijo—. ¿Problemas?
Después de una conversación imposible debido al bullicio, y de intentar beber algo, Sexto dejó la copa en la mesa y consiguió hacerse oír:
—Mi padre quiere verte —dijo, procurando alzar la voz—. Es importante.
Marco lo miró, preocupado.
—Pensaba visitarle dentro de unos días. ¿Qué ocurre?
Sexto hizo una mueca.
—Algo grave —dijo—. ¿Has oído hablar de la lex Iulia?
Marco levantó una ceja y el joven dio un suspiro:
—Ya veo que no —repuso—. Bien, es comprensible: nadie está del todo contento. Se trata de una norma… —Un grupo de marineros entró en la taberna y se puso a vociferar. Sexto alzó la voz— sobre matrimonio, natalidad y costumbres disipadas. Hay cientos de afectados.
Marco sacudió la cabeza.
—No lo entiendo, Sexto. No estoy casado, y no hubiese podido aunque lo deseara: mi vida pertenece al Ejército. ¿Tenemos algo que ver Pudentilla o…?
Sexto negó con la cabeza, deshaciendo esos temores.
—No, Pudentilla y tú ya sois adultos. Vuestra relación es sensata: ninguno de los dos tiene pareja y ella es viuda. Lo que me preocupa es más…
Los marineros, borrachos, comenzaron a entonar una sucia cancioncilla. Sexto intentó seguir, elevando el tono de voz, pero uno de los marinos se subió a la mesa para dirigir a sus compañeros:
—La ley… tiene varios puntos…
Le interrumpió una riña. El dueño, indignado, había salido de detrás de la barra, y ahora intentaba convencer a los hombres de que abandonasen el comedor. A Sexto no le quedó más remedio que rendirse:
—¡Estas cosas solo suceden en Ostia! —exclamó—. Marco: harías mejor en escuchar a mi padre. Él sabrá resolver todas tus dudas. Tu situación no es mala del todo, pero debes obrar con cautela. Nos veremos en unos días —dijo, recogiendo la capa.
—¿Me vas a dejar así? —preguntó el oficial—. Aún no sé a qué te refieres.
—Créeme, es lo mejor —repuso el joven—. Aquí, hasta las paredes tienen oídos. Vete a verle en cuanto puedas. Y cuídate, Marco —añadió, palmeándole la espalda—. Que los dioses te protejan.
Marco lo observó marchar, algo molesto. No tenía ningún sentido soltarle aquella parrafada para después dejarlo en la intriga, pero Sexto obraba así habitualmente. Volvió a concentrarse en su plato, solo para comprobar que casi lo había consumido todo, sin fijarse apenas en el sabor. Suspiró, muy cansado. Debía ocuparse de aquel nuevo problema cuanto antes.
Lejos de Roma, una mujer tiritaba, retorciéndose en el suelo. La niña tomó un trozo de trapo y la enjuagó con cariño, retirando el sudor producido por la fiebre.
—Resiste, Aldana… —dijo—, ya queda menos. Estamos cerca…
La astur murmuró algo incomprensible y las lágrimas comenzaron a desbordarse por el rostro de la pequeña. Aldana viviría, tenía que hacerlo. Pero los soldados… Contempló su mirada, oscurecida por el rencor. Solo la Gran Diosa sabía qué planes tenían reservados para ella.
[3] Casa individual romana con patio y estanque, en oposición a los bloques de pisos o insulae.
[4] En la época de Augusto, a los militares les estaba vedado contraer matrimonio.
Capítulo 6
Marco se dio la vuelta, incapaz de permanecer más tiempo en el mismo lugar, y miró por la ventana.
—De manera que, si lo que dices es cierto, estoy en la ruina.
Rufo se encogió de hombros.
—Hombre, en la ruina, en la ruina… Aún te quedan ahorros para vivir durante unos meses. Después tendrás que buscar trabajo. O seguir mi consejo, si lo que quieres es quedar realmente bien. Pero de todas formas, la situación es difícil, sí.
Marco suspiró, mirando hacia la calle. Se trataba de un sitio tranquilo, alejado de las zonas más pobladas de la capital. Después de asearse en las termas, había alquilado el primer apartamento disponible, con la intención de ocuparse pronto del problema que le había descrito el joven. Pero Rufo se le había adelantado. Ahora lo tenía delante, tranquilo dentro de su gigantesco cuerpo. Por primera vez, su actitud preocupó al centurión más que aliviarle. Al fin y al cabo, era él quién tenía problemas, y Rufo parecía estar muy a gusto sin compartirlos.
—Veamos —repasó, como si por enumerar sus dificultades estas fueran a desaparecer—: doné dinero a la campaña de Augusto para financiar la lucha en el norte. —Rufo asintió, con placidez—. Nuestro emperador —continuó Marco, procurando mantener la calma— me dejó sin más de la mitad de la herencia paterna. La otra mitad la empleé en mi construcción en el monte Aventino: no está finalizada. Bueno, tendrá que esperar.
»Contábamos con un gran botín, que tampoco resultó ser, porque los astures estaban aún más desesperados que nosotros. Y mi pensión me cubre menos que si hubiera estado en el ejército trece años, que es por lo que se enrola todo el mundo. No obstante, podría servirme de ella…Si no hubiese donado también parte de mis ahorros a la campaña del norte —concluyó—. ¡Nunca más me dejaré convencer por Augusto!
—Obraste como cualquier buen ciudadano lo hubiese hecho, eras un hombre rico por aquel entonces, a pesar de ser plebeyo. —Marco lo miró, suspicaz. Para él no había nada reprochable en su origen humilde, pero Rufo lo decía sin querer ofenderlo, a diferencia de muchos oficiales—. No es tu culpa que el botín haya resultado ser tan magro. Conseguirás un empleo pronto, eres un hombre con mucha experiencia.
Marco esbozó una sonrisa triste. Era cierto, no temía por sí mismo.