Ana Isora

Pacto entre enemigos


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le recordó a Marco aquellas construcciones de arena hechas por los niños que acababan siendo engullidas por la marea. En el fondo, solo era cuestión de tiempo.

      —He dado muerte a otro centinela —comentó el militar, satisfecho—. A los astures apenas les quedan proyectiles, estamos aniquilando a los guardianes. No queda mucho: debo volver. —Se cuadró, con respeto.

      Marco hizo un asentimiento y lo observó marchar, deseando estar situado en un punto que le permitiese ver la batalla. Pero la espera fue corta. Poco después de que el legionario se despidiese, Marco empezó a escuchar unos salvajes alaridos de júbilo y maldiciones en lengua indígena. Los primeros empleaban el latín y habían conseguido saltar la muralla. El médico, que estaba junto a él otra vez, cosiéndole, sacudió la cabeza.

      —Vae victis —repuso—. “¡Ay de los vencidos!”

      Marco no dijo nada, pero en su interior pensó que tenía mucha razón. El infierno acababa de empezar para los rebeldes.

      —¡Noooo!

      Aldana escuchó este grito desde el otro extremo del pueblo, y supo que había pasado lo peor. La mayoría de los hombres habían muerto cuando ella se retiró con las familias; pero no esperaba que los romanos pudiesen superar sus defensas tan pronto.

      Miró hacia las mujeres, que habían enmudecido, e intentó animarlas con una actitud tranquila que estaba lejos de sentir.

      —Ya estáis casi fuera —dijo—: una vez que atraveséis los túneles viviréis sin preocupación. Los romanos no conocen el terreno y no podrán buscaros.

      —Pero, ¿y tú? —preguntó un niño.

      Aldana y el soldado lo miraron.

      —Yo me quedo, Blecaeno. Los hombres necesitan alguna ayuda. Pero no te preocupes: los romanos son unos cobardes, quizás pueda volver.

      El niño la observó, poco convencido, y Aldana se agachó a abrazarle para evitar que notase su tristeza. Quería que viviese bien, y no como un esclavo, por eso estaban haciendo esto.

      —Hala, vete —le dijo, revolviéndole la cabellera—, y cuida de Deva, necesita un hermano mayor.

      La madre la miró, con una leve sonrisa:

      —Buena suerte, Aldana. Y Elaeso. Os estamos agradecidos.

      —Buena suerte a vosotros. ¡Venga, huid!, no hay tiempo.

      Las familias echaron a correr por la oscuridad de los túneles que conducían a un amplio valle, hasta que Aldana los perdió de vista. Aferró su espada. Había llegado el momento de volver a la lucha y morir como una guerrera. Pero entonces…

      —¿Adónde vas, bonita?

      —¡Cuidado, Aldana!

      El latino solo llegó a rozarla, pero Elaeso no tuvo tanta suerte. Lo habían atravesado.

      Aldana observó aquel desastre y su mirada se oscureció.

      —Hijo de perra…

      El militar se echó hacia atrás, alarmado. No sabía quién era aquella mujer, ni tampoco hubiese esperado que se le echase encima con un arma. Pero, cuando detuvo el golpe de la joven, se echó a reír. La chica podía ser valiente, pero le faltaba una cosa: fuerza. Y un brazo sano.

      —¿Te ha acariciado una flecha, zorrita? —repuso, comenzando a divertirse—. Espera, que yo también sé hacerlo. Voy a probar otra vez.

      Aldana sudó frío al recibir un nuevo impacto. La varilla de madera todavía sobresalía en su peto, y el militar la había visto. Sabía que podía jugar con ella hasta aburrirse, o hasta que su presa se desmayara. Aldana tiritó, débil, e intentó buscar una salida. En vano. Sus hombres estaban todos muertos o en el último estertor, y los otros latinos comenzaban a rodearla.

      —Déjala ya, Caius. No es peligrosa.

      Aldana los contempló a todos, con sus cotas, sus cascos y su rostro lampiño, tan ajenos a aquellas tierras del norte, y quiso morirse. No la iban a matar, tenían otros planes para ella; y si la herida no era lo suficientemente grave, tampoco los Dioses se la llevarían consigo. A la desesperada, se arrojó a por su faltriquera, donde guardaba las hojas de tejo que todos los astures conservaban por si alguna vez tenían que envenenarse, para evitar la tortura o la esclavitud.

      —¡Quieta!

      Aldana dejó caer la bolsa y empezó a sangrar: el romano había estado a punto de separarle la muñeca del brazo. A empellones, la arrojaron a tierra y comenzaron a golpearla con saña. Aldana sintió un último impacto, brutal, y luego el mundo empezó a oscurecerse.

      Pero antes de irse aún pudo oír, muy lejos, el llanto de un niño que despedía a su compañera.

      —Aldana… Aldana.

      —Blecaeno… —dijo. Y la debilidad acabó por rendirla.

      Capítulo 4

      Marco tardó en estar lo bastante recuperado como para ponerse de nuevo en pie. El médico le había sugerido guardar cama y descansar, pero aun así hizo un esfuerzo y se acercó al campo de batalla en cuanto pudo. De la aldea solo quedaban rastrojos. El saqueo, como siempre, había sido terrible; y no era raro ver a los militares llevando y trayendo cosas. Publio, que había mandado levantar allí un nuevo cuartel, se tomaba sus tareas con calma. Había hecho inventario del botín y de los prisioneros (pocos, puesto que la mayoría se había suicidado), premiado a sus hombres y recogido el alimento de los rebeldes. No había crucificado a nadie, y Marco suponía que esperaba que los astures le reportasen un buen dinero al llegar a Roma. Él, por su parte, se sentía derrotado. La pierna no había hecho otra cosa que dolerle y sumirle en la semiinconsciencia, y se notaba débil. Se apoyó en su bastón.

      —Legionario —preguntó—, ¿habéis enterrado ya a los caídos?

      El militar, que llevaba en las manos parte del botín, apoyó su carga en el suelo y asintió.

      —En aquella esquina, junto a la muralla —dijo, señalándola con el dedo—. Intentamos ocuparnos de los heridos, pero al final acabaron muriendo casi todos. La mayoría se envenenó —repuso, encogiéndose de hombros—. De cualquier forma, ya no suponen un problema. ¿Quiere que le acompañe hasta la fosa?

      Marco le dio las gracias, pero declinó el ofrecimiento. Quería ir solo, y aún no sabía muy bien por qué.

      La tierra estaba apisonada allá donde habían plantado las tumbas. Marco cojeó a duras penas, observándolo todo. Hacía frío y llovía, y eso, junto con la presencia de los muertos, volvía a aquel lugar especialmente triste. La aldea había sido aniquilada. Solo los montes habían sido testigos de su epopeya, y podrían recordarla para siempre. Marco suspiró. Pese a la victoria, se sentía un fracasado. Hubiese querido evitar la muerte de la astur, y allí estaba ella, en la fosa. Se removió, incómodo: el dolor de la pierna no le dejaba pensar. Solo cuando cambió de postura y pudo apoyarse en su bastón, descubrió el pequeño objeto que le había estado estorbando.

      Era un idolillo. Tal vez hubiese sido tallado meses atrás y algún astur lo hubiera atado a un cordel para llevarlo sobre la ropa. Representaba a una hembra, una de tantas mujeres que conformaban el panteón indígena. Marco lo acarició, pensativo. Tenía una belleza especial. Sin saber muy bien por qué, le dio la vuelta y se lo guardó. No era muy devoto de los dioses astures, pero hubiese sido incapaz de dejarla allí.

      —De manera que no has encontrado nada que te demuestre que esa mujer está viva.

      Había cierto reproche en la voz de Publio, pero Marco no lo culpó. Por una vez, comprendía al oficial. Su comportamiento era extraño, incluso para él mismo. Nadie se interesaba así por una salvaje, y menos si había resultado ser un mosquito molesto y traicionero para la legión. No obstante, era el único que había puesto su vida en las manos de ese mismo mosquito y había vivido para contarlo, por lo que tenía