—¡Tengo mis propias fuentes! Y eso me hizo sobrevivir. En realidad, solo murieron un par de hombres, pero los otros estuvieron muy enfermos. Esperábamos tu llegada con ansia. Trajiste tropas nuevas. Claro que, para lo que te ha servido… —le recordó, con cierta malicia.
Esta vez, fue a Marco a quien le tocó sentirse incómodo. Publio tenía razón, los astures habían vuelto a engañarlos. Sentía vergüenza. El campamento estaba lleno de heridos, y era por culpa suya: no había sido capaz de desempeñar bien sus funciones. Y para colmo, le debía la vida a la astur. Tampoco había nada honorable en eso. Se acarició la mejilla, pensativo. Le iba a quedar una cicatriz. ¿Qué buscaba aquella mujer? No lo había matado, y le hubiese resultado muy simple. Ahora, ambos tenían un gran problema, que era el otro. Quiso seguir pensando en ello, pero la cabeza empezó a dolerle. Por suerte, los acontecimientos le proporcionaron cierto alivio.
—Mira, ahí están —le dijo Publio—, ya veo a esa basura. Debió de pensar que era fácil volver a intoxicarnos.
Publio y Marco miraron hacia la salida. Allí, un gran jaleo había alterado la vida normal del campamento. Un grupo de legionarios habían vuelto de una inspección rutinaria, y lo que traían era motivo de comidilla para la tropa. Publio hizo un gesto significativo. No tardaron mucho en reunirse con sus hombres:
—¿Qué ocurre? —preguntó Publio con seriedad.
Los militares cercaron aún más a su presa. En el campamento se sentía un clima de revancha a duras penas contenido, y Marco se alegró de haber llegado a tiempo: un poco más tarde, y los legionarios hubieran destrozado a aquel bárbaro. No les faltaban razones. La campaña se estaba volviendo cada vez más dura y los indígenas, cada vez más fieros.
Al verlos llegar, el soldado saludó a Publio e intentó explicarse:
—Lo hemos capturado hace poco. Pensamos que es un espía. Sin embargo…
Se interrumpió. El astur había levantado la mano, con gesto solemne. Tenía un porte grave, distinguido. Aunque su comportamiento era extraño, Marco tuvo que reconocer que con aquel aspecto, no resultaba tan fuera de lugar. Sus ojos solo sabían expresar desdén. Probablemente fuese un aristócrata, o una autoridad entre los astures.
—El soldado miente —dijo, parsimonioso—. Me llamo Magilo, y he venido a veros por mi propio pie. Quiero parlamentar.
Una carcajada le impidió seguir. Los hombres reían, pero esta vez, el matiz de rabia era perceptible:
—¡Cobarde!
—Debes de creerte que se nos puede engañar con cualquier cosa…
—¡Venga! ¡Traed troncos con los que formar una cruz!
Publio los hizo callar. Sin embargo, hasta él mismo parecía indignado. Marco supo ver el porqué. Al igual que sus hombres, creía que el astur solo estaba intentando ganar tiempo. Pero resultaba algo razonable, en un cautivo. Sacudió la cabeza. Aunque no era un hombre cruel, no veía la manera de evitar la escabechina que se estaba gestando.
—Eres un rebelde —afirmó Marco, sin un rencor particular—, tu actitud hace difícil creer otra cosa. Reconócelo y dinos quién te manda, y no sufrirás ningún dolor. ¿Eres, acaso, del clan enemigo?
Publio gruñó.
—¡No! No se merodea por aquí cerca. Pagará el atrevimiento con la vida. ¿Cuál es tu auténtico propósito?
Magilo se limitó a mirarlo. Si tal cosa hubiese sido posible, Publio hubiera quedado convertido en un montón de cenicillas. Pero no ocurrió nada. En su lugar, el astur supo responder con una calma no exenta de desprecio. No parecía alguien amenazado de muerte.
—No cometáis el error de pensar que miento, romanos. Yo soy el futuro druida de la tribu de los saelinos, y tengo en mis manos el fin de la guerra. La actitud de mi pueblo me parece errada: el latín que os hablo demuestra mi buena fe. También conozco vuestras costumbres. Pero quería esperar a que llegaran vuestros refuerzos para venir. He arriesgado mi propia vida.
Marco no se inmutó.
—Bellas palabras para un miembro de la tribu que casi nos elimina. ¿Tan mal están los astures, que después de una victoria envían a un emisario a parlamentar? —repuso—. ¿O es un engaño? —Y, aunque su tono de voz no cambió, su mirada se volvió peligrosa.
Magilo pareció sorprenderse. Aquel romano no respondía a las ideas que tenían los saelinos sobre su pueblo, y eso le desconcertó. No parecía algo propio de un oficial admitir una derrota, sin eufemismos ni paños calientes. Recordó dónde estaba y decidió apartar ese detalle de su cabeza: tenía cosas más urgentes que discutir.
—No soy un traidor —dijo—, y puedo demostrarlo. Mi tribu no entiende que es absurdo seguir resistiendo. Algunos ya se han retirado a las montañas y renuncian a la lucha, pero yo soy miembro de un grupo que peleará hasta el exterminio. Y no lo deseo. Prefiero la grandeza y la civilización de Roma, aunque para ello algunos de mis conocidos deban sucumbir. Si ellos caen para que la guerra termine y el norte quede pacificado para siempre, que así sea.
Ahora fue a Marco a quien le tocó sorprenderse. Hacía no tanto tiempo que Viriato había muerto víctima de una traición, vendido por sus propios hombres. Cualquiera que hubiese escuchado esa historia (y las demás que le sucedieron, Viriato iba camino de convertirse en una leyenda), sabría qué papel había tomado Roma en aquel asunto; y se lo pensaría dos veces antes que hacer tratos con ella. Pero allí estaba aquel astur, dispuesto a desoír tan buenos consejos y pactar con los romanos. Lo miró, con una curiosidad renovada.
—Voy a suponer que sea cierto que quieras ayudarnos —dijo—. Pero me pregunto ¿por qué? ¿Qué buscas?
Magilo pareció incómodo. Aquella parte de la conversación era la que más le preocupaba, pues no había muchas maneras de seguir escondiendo su propósito. Uno podía ser un mártir, un héroe, un genio, pero en cuanto pedía una recompensa… Ah, en cuanto pedía una recompensa. Entonces, ni todas las razones del mundo hubiesen podido convencer a los militares de que no lo miraran como lo que era en realidad: un traidor.
—Yo… yo no pido dinero —dijo. Si hubiera tenido menos prestancia, se hubiese retorcido las manos—. No es riqueza lo que busco. —Miró a los romanos fijamente y entonces recuperó su altivez—. Mis compañeros ya no me escuchan. Han renunciado a mis buenos consejos para entregarse a una guerra sin fin. Han preferido a su líder —se interrumpió, durante un momento— antes que a su druida. Nosotros, los sacerdotes, hemos tenido una presencia fuerte en las tribus galas durante años. Pero en el norte de Hispania, esta ya era débil, y ahora se está disolviendo por efecto del conflicto. Bien, algunos se conforman. Yo no. No puedo permitir que desaparezcan las antiguas costumbres. Los pueblos han de respetar a su sacerdote, ¡somos su unión con la Divinidad! Y si nos… la olvidan, tienden a sucumbir, como ya está pasando. —Se encogió de hombros—. Yo lo único que hago es evitar que se prolongue esta agonía inútil. Vosotros acabaréis con los resistentes, premiaréis a los que se sometan, y a mí me daréis un destino en un templo hispano importante, donde se me valore y pueda comunicarme con el Más Allá.
Marco se mantuvo tranquilo. El cinismo de aquel personaje le repugnaba, pero lo disimuló. Los traidores siempre eran útiles.
—Deseas más influencia —dijo—. Está bien, eso puede arreglarse. ¿Pero qué nos darás a cambio?
Los ojos de Magilo brillaron:
—Tengo aquello que más ambicionáis, lo que puede acabar con vuestros padecimientos: conozco el sitio donde se esconden los resistentes, su último refugio. Podréis caer sobre ellos y sofocar esta guerra que tanto ha durado: toda, toda Hispania, pacificada finalmente y a los pies de Roma, ¿no es ese un tesoro por el que merece la pena pagar cualquier precio? —dijo, con una sonrisa febril.
Marco observó a Publio, cuya mirada ansiosa era un reflejo de la del mismo druida. Todas sus reticencias se estaban esfumando en pos de una ganancia mayor: caer derrotado ante los astures