intendencia, puede que considere molesto mantener el control en las montañas, y descienda al valle. Solo así conseguiremos vencer.
“Y que nos dejen en paz”, pensó, aunque esto no lo dijo. El druida hubiese deseado que sometiera a todas las tribus disidentes, pero era una quimera absurda. Años de guerra les habían enseñado que los romanos no cejaban fácilmente, y contra ellos debían emplear todo su vigor. Aún mantenía la esperanza de que, si los consideraban salvajes incorregibles y a su zona carente de interés, se establecieran en otros sitios y los abandonasen a su “barbarie”. No se atrevía a esperar más: el resto del norte estaba perdido. Frunció el ceño, pensando en su padre, que siempre había soñado con una tierra libre. Nunca podría verlo.
—Les habrás producido grandes daños, al menos.
La voz de Magilo sacó a Aldana de sus pensamientos.
—¿Eh…? ¿Qué?
Magilo apretó los dientes y la joven se sintió como un niño pillado en falta. Por supuesto, eso resultaba ridículo: ella era una líder importante, una mujer fuerte. No debía ponerse nerviosa. Aun así, respiró aliviada cuando pudo contarle algo bueno.
—¡Oh, claro! Te refieres a nuestra escaramuza. Ha sido un éxito rotundo. Ya sabes que Abieno es un gran ojeador, los romanos no se lo esperaban. Han caído la mayoría, y hemos destrozado sus suministros. Cuando descubran que hemos atacado el campamento en su ausencia, tendrán aún más problemas. Apenas les quedan recursos —concluyó, segura de sí misma.
Magilo hizo una mueca, como si espantase a una molesta mosca:
—¿Y su centurión? ¿Ha caído también? —preguntó.
—Sí —afirmó Aldana, segura de sí misma—. El propio Albenes me dijo que había conseguido alcanzarle con una lanza. No volverá a molestarnos, y eso nos beneficia.
Algunos de los suboficiales habían sobrevivido, pero no era importante. Sobre todo, porque si se lo decía, tendría que contarle también su patética actuación frente a aquel romano, y no estaba segura de poder mantener la entereza frente a su mirada, llena de reproches. Había sido un día largo y la joven necesitaba algo de paz.
—Magilo —explicó—, sé que en algunas cosas no estamos de acuerdo, pero no quiero que pienses que cuando no sigo tus sugerencias, lo hago porque no las estimo o porque no te muestro confianza. Comprendo que son valiosas, pero a veces es necesario optar. Y el centurión era un rival notable: recuerda lo que nos contaron las tribus del sur.
Magilo no dijo nada, pero asintió con actitud hosca, aceptando el beso de Aldana. La joven le dirigió un gesto compasivo antes de desaparecer.
—Te quiero —dijo—, y comprendo tu dolor. Pero yo soy la líder ahora. Debo decidir lo que creo mejor para el pueblo, aunque me pese. Y resistiremos, ya lo verás.
Aldana le dio un último beso y después se alejó. Todo, desde las insignias hasta su espada, había pertenecido en realidad a su padre. También el hecho de estar al mando. Suspiró. Sí, ella era la líder ahora. Y por los dioses que haría honor a su nombre, aunque tuviese que perecer en el intento.
Capítulo 2
Sentado bajo la cobertura de la tienda, Marco Ticio entornó los ojos, molesto:
—¿Quién-demonios-es-ella? —repitió, como si hablara con un idiota profundo y no con un superior de alto rango.
El tono de voz irritó a Publio. Él era un patricio, y la posición de Marco, plebeyo, nunca le había parecido plenamente justificada. Arrugó la nariz:
—Una salvaje —dijo—. Al principio yo también la tomé por un varón, como todos, pero por lo visto, su nombre es Aldana, y es la nueva líder de los rebeldes. Los suyos dicen que es hija del cántabro Corocotta y de una aristócrata astur. Atacaron el campamento pocos días antes de que llegaseis. —Bufó, divertido—. Eso es lo mejor que les queda.
Marco guardó silencio. Corocotta… conocía ese nombre. ¡Quién en Roma no lo hacía! Las maniobras de aquel caudillo eran legendarias incluso para sus rivales. Había puesto a la legión contra las cuerdas muchas más veces de las que les gustaría admitir, hasta su fallecimiento tres años atrás. El propio Augusto había podido conocerle: harto de sus escaramuzas, había intentado poner precio a su cabeza. Y el mismo Corocotta había terminado presentándose a recoger el dinero que ofrecían por él. Impresionado ante semejante valor, Augusto no tuvo más remedio que otorgarle la recompensa, para después dejarlo marchar. Aquella historia se contaba aún en los cuarteles militares.
Marco miró a Publio, que tan seguro parecía, y supo que se equivocaba. Si la astur tenía solamente un diez por ciento de la capacidad de su ancestro (y Marco estaba seguro de que así era), Roma estaba ante un serio problema. Se incorporó, ignorando el dolor que le provocaba hacerlo.
—¿Sabe Augusto algo de esto? Que los rebeldes se atrevan a atacar un campamento, y poco después, a una columna, me parece algo grave.
—No. No creí necesario preocuparle por una mujerzuela —contestó él, mordaz.
Su tono de voz era seco, pero Marco pudo percibir su vergüenza. No cabía duda: Publio era incapaz de soportar que se supiese que los había derrotado una mujer. Sobre todo, una tan “torpe” que había conseguido amenazar a todo un campamento. Marco Ticio suspiró. Publio era tonto. Cleopatra también era una mujer, y solo Júpiter sabía la cantidad de problemas que había causado. Pensativo, se sentó de nuevo en el camastro, intuyendo que aquella campaña iba a resultar interesante.
No duró mucho el silencio. Fuera, algunos golpes les hicieron levantar la vista, y un optio entró.
—Centurión. Tribuno —saludó, inclinando la cabeza. Publio estuvo a punto de reprenderlo, pues se había dirigido a Marco antes que a su superior, pero no pudo. Las nuevas que traían eran demasiado importantes como para postergarlas con filípicas inútiles—. Hemos capturado a un astur cerca del campamento. Insiste en hablar con vos.
Marco y Publio se miraron. El oficial soltó una risita despectiva.
—Hablar conmigo… sí, claro. Lo que quiere ese cobarde es evitar que lo crucifiquen. Como si yo no conociera a los rebeldes. —Miró a Marco—. Quédate. Aún mereces reposo.
Marco negó con la cabeza: no se fiaba de Publio. La batalla no le había dejado incólume, pero prefería soportar un dolor pasajero y solucionarlo después, a consentir que el tribuno emplease una crueldad innecesaria.
—No pasa nada. Puedo descansar en otro momento. Venga, vamos —dijo, con tono amable.
Publio hizo una mueca. Había ocupado el puesto de tribunus laticlavius[1] y, como marcaban las tradiciones, Marco ejercía ahora de mentor. Pero eso no tenía por qué gustarle: sabía que muchos de sus hombres se hubiesen amotinado de no ser por su presencia, que pesaba más que la del prefecto o cualquier otro oficial. Marco tenía prestigio. Los suyos lo veían como un superior severo, pero justo, y lo respetaban. La idea misma le hizo rechinar los dientes: ¿por qué a él no? Tenía mayor rango y categoría.
Marco captó su desagrado e intentó ser cortés:
—Dices que has sufrido un ataque. Es la primera noticia, así que supongo que os desenvolvisteis con habilidad.
Publio asintió, condescendiente:
—Sí. Ya sabes que a mí los bárbaros me parecen simples alimañas. Y más si los manda una mujer. Aunque son astutos, eso no voy a negárselo. El asalto al campamento no ha sido lo único. Llevamos teniendo problemas desde mucho antes de que te trasladaran desde el sur.
—¿No te inquieta?
—¡Bah! No son episodios tan graves. Es evidente que no es la lucha frontal lo que les interesa —repuso Publio, irritado—. Lo de ayer no fue algo común. Normalmente son más discretos. Sabrás que tienen espías, y que golpean donde más nos duele: en los suministros.