Ambos se enfrentaron con saña, rodeados de una muchedumbre que apenas supieron ver. En la lucha solo existía el siguiente objetivo, y Marco tanteó al astur, con una estocada. Quería alcanzar sus órganos, pero el chico era ágil, aunque no muy fuerte. Un golpe más bastó para comprender que no resistiría mucho tiempo. Se empleó a fondo.
Ni toda la técnica del mundo podría suplir aquella falta de fuerza. El joven parecía saberlo, pero eso solo le sirvió para que pelease con más empuje. Marco tuvo que protegerse varias veces, evitando el arma de su enemigo. Este intentó herirle, y Marco esbozó una leve sonrisa:
—¡Solo las niñas cortan en vez de clavar!
El astur apretó los dientes, furioso. Marco apenas podía verle el gesto, pero se lo imaginaba. Cuando intentó ir a por él, levantó el escudo y le dio un potente golpe. El joven se tambaleó. El borde de hierro le había herido en el rostro, y ahora sangraba a raudales. Marco lo utilizó de nuevo. Aturdido, su oponente trastabilló hacia atrás y cayó a tierra.
Marco se lanzó a por él. Quería matarlo antes de que se levantase, pero el peligro alentó el espíritu de supervivencia del astur. Cuando iba a darle con el gladio, respondió al ataque, enganchando su propio filo bajo el escudo, de tal manera que consiguió alzarlo un poco. Le lanzó una patada. Marco se desequilibró.
—¡Maldita sea!
Cayeron uno encima del otro. Marco intentó quitarle el arma, pero el astur continuaba debatiéndose como una bestia. Se enzarzaron en un sucio combate, a puñetazos y mordiscos, y solo gracias a sus músculos consiguió desarmarlo y poner su gladio bajo la carótida. Aquel animal le había hecho sangrar, pero por fin lo tenía.
—¿Tienes miedo, bárbaro? —preguntó—. ¡Déjame verte!
El astur intentó resistirse. Marco fue inflexible. Con un potente empujón, lo agarró del casco y consiguió retirar su última defensa. La cabeza de su enemigo estalló en llamas.
Pelo y más pelo, liso y de un llamativo color rojo, asomaba por debajo del metal. Atónito, Marco se percató de que estaba apoyado sobre una especie de «blandura», y no sobre unos pectorales fuertes de varón. Jadeó, incrédulo.
Una mujer.
El enemigo de los romanos, líder de los astures y su pesadilla en aquel momento era una mujer.
Marco tardó apenas un minuto en sobreponerse, pero fue bastante. Como una pantera, la astur se arrastró por debajo y agarró la espada.
—¡No!
Un dolor ardiente le hizo callar. La muy víbora le había herido en el rostro. Cegado por la sangre, Marco quiso defenderse, pero la astur le golpeó de nuevo y el centurión cayó a tierra. La patada en la mandíbula había sido brutal. Parpadeó, confuso. La astur le había quitado el gladio. Ahora, el indefenso era él.
El tiempo pareció detenerse. Marco observó la punta de la espada, que tantas veces le había servido bien, y que ahora iba a terminar con su vida. Solo se oían las respiraciones de los dos enemigos, y durante unos segundos, así continuó. Fue él quien quebró el silencio.
—¿Qué más esperas, astur? —dijo—. No voy a suplicarte. Mátame.
La joven levantó la espada, y en el último momento Marco cerró los ojos. Pero no sintió el golpe. En su lugar, oyó un grito de cólera y un impacto contra el suelo.
Sin saber muy bien si estaba muerto o vivo, el centurión separó los párpados. Aún tenía la cabeza sobre los hombros, y su fiel gladio reposaba ante él, clavado en la tierra. La astur le había perdonado la vida.
Estupefacto, Marco la miró. Su gesto reflejaba un profundo odio, pero no hizo amago de cambiar de idea. En su lugar, dejó que el romano se incorporase y le dio un nuevo golpe.
—¡Desaparece! —bramó, utilizando su idioma.
La lucha daba sus últimos coletazos. Sin añadir nada más, la astur reunió a sus hombres y se evaporó con ellos en la niebla.
Marco se quedó solo, impactado aún por lo que acababa de ocurrir.
Perdonarle la vida al romano trajo a Aldana de cabeza durante las horas siguientes. No solo no había sido capaz de llevar el combate tan bien como había supuesto, sino que no había tenido el valor de acabar con una de sus alimañas. Así pues, los hombres tuvieron que aguantar una actitud taciturna y silenciosa durante el resto del trayecto, y Aldana fue sintiéndose cada vez más molesta conforme avanzaba el camino. Sus compañeros no hubieran dudado, y ello la hacía una mala líder, indigna de suceder a su padre. La única explicación que encontraba (y que en el fondo, sabía correcta), era que matar defendiéndose resultaba distinto a acabar con la vida de un hombre desarmado, mediante una ejecución; pero eso no la satisfacía. Las categorizaciones morales sobraban en una guerra en la que llevaban las de perder.
Pese a todo, pudo calmarse al divisar los tejadillos de las chozas, sobresaliendo de la escondida hondonada en la que se habían refugiado. Adoraba a su pueblo: a los ancianos, que le habían contado historias de pequeña, acunándola; a los niños, alegres en medio de la guerra y que eran la última esperanza de una tribu oprimida por el águila de Roma; incluso a sus animales, tranquilos y circunspectos como si ellos también formasen parte del primer grupo. Aldana había jurado proteger todo aquello, y moriría antes de dejarse capturar. Sonriendo, abrió los brazos cuando Deva salió de entre la multitud.
—¡Aldana! —gritó la niña, contenta—. ¿Los has machacado? Mamá dice que sí.
—He podido con ellos, Deva —le dijo.
El rostro del romano pasó fugaz por su mente, pero luchó por alejarlo. No era fácil, porque sus golpes aún le resquemaban. Posó a Deva en el suelo y se ocupó de los adultos. Estos no mostraban la misma expresión alegre de la chiquilla. En el pueblo se habían quedado algunas mujeres, que ahora se acercaban entre trémulas y esperanzadas, para ver si sus maridos habían sobrevivido. A Aldana le angustiaban mucho aquellos momentos, pero esta vez no tenía qué temer. Su posición en la lucha había sido tan buena que solo habían tenido algunos lesionados, y no de gravedad. Los romanos no podían presumir de lo mismo: la mayoría de sus hombres untaban las armas con tejo, de manera que cualquier corte resultaba mortal a la fuerza. La propia Aldana se había quedado sin él al compartirlo, lo cual venía a confirmar que le había perdonado la vida a aquel soldado, literalmente. La certeza no la hizo sentir mejor. Pero una figura salió de entre la multitud, y a la guerrera se le olvidaron todas sus cuitas.
—¡Magilo! —exclamó feliz.
El hombre y ella se abrazaron y Aldana notó que por fin estaba en casa. Magilo era su prometido, un varón de actitud recta y amable que siempre le daba consejos. La relación rompía muchas tabúes, porque Magilo llevaba sobre sus espaldas el peso de la espiritualidad astur, al ser familia de un importante druida galo. Pronto lo sería él también, aunque en Hispania aquellas figuras no tuvieran tanto peso. No obstante, en tiempos difíciles, todos apreciaban que alguien tuviese buena mano con los dioses; y nadie se metía con ella por su elección, pese a la costumbre. Magilo le acarició el rostro con suavidad:
—Tienes sangre —le dijo.
—No toda es mía —aclaró ella.
De hecho, la mayor parte pertenecía al romano. Magilo frunció el ceño, pero no dijo nada.
—¿Has hecho lo que te pedí?
Aldana deseó poder ignorar la pregunta, pero no le parecía correcto engañar de esta forma a su prometido. Suspiró, cansada:
—No —dijo—. Y ya sabes por qué. No es algo que me parezca noble.
Magilo guardó silencio, y su mirada se volvió fría. Dejó de acariciarla. Aldana notó el cambio de actitud, sin culparle.
—Entiendo que ese clan no te guste, porque sus gentes en otro tiempo nos rechazaron. Pero no podemos tratar a todo el mundo como a los traidores, Magilo. No es fácil oponerse a Roma. La gente tiene miedo. Hoy, ellos han enriquecido