Summer Rayne Oakes

Cómo despertar el amor de una planta


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profundidad. —Ivy

      Lo que siempre resulta sorprendente de los mensajes que recibo de la gente de mi comunidad es cuán alejados parecemos estar del exterior y cuán gratificante resulta encontrar nuestro camino de regreso a la naturaleza y las plantas. Entonces, ¿por qué no todos lo hacemos?

      Probablemente porque la tarea parece intimidante o imposible, pues involucra un cambio significativo en el estilo de vida. La jardinería, tal y como la conocemos hasta ahora, no se ha adecuado al éxodo de la sociedad del campo a los centros urbanos. La mayoría de nosotros carece de un pedazo de tierra fértil propia.

      Sin embargo, mi experiencia de crecer inmersa en la naturaleza está al alcance de todos —incluyendo a quienes viven en minúsculos departamentos en ciudades, quienes no saben nada sobre plantas o piensan que están demasiado ocupados como para cuidarlas, quienes nunca se consideraron aficionados a la naturaleza o están convencidos de que no tienen “el toque” para las plantas. He encontrado atajos, soluciones temporales, modos y hábitos estratégicos que puedes utilizar para atraer a las plantas y sus cualidades vitales hacia ti sin importar dónde vivas y tu nivel de experiencia. Al hacerlo, no sólo aprenderás cómo incorporar plantas a tu vida y mantenerlas, sino que también descubrirás cómo participar en un emotivo diálogo entre humano y planta que podría ofrecerte lecciones invaluables sobre ti mismo y tu lugar en la Tierra.

      Aunque éste es un libro sobre plantas, te sorprenderá escuchar que Cómo despertar el amor de una planta no es estrictamente un título de jardinería. Más bien es una especie de libro sobre relaciones. Las plantas, lo sepamos o no, son parte integral de nuestra vida desde que nacemos. En muchos casos, quizá ni siquiera nos percatamos de su presencia; o si lo hacemos, sólo las reconocemos como interesantes objetos de fondo o algo meramente decorativo. Sin embargo, aunque tal vez parezca una obviedad, las plantas son seres vivos que respiran y que, al reconocerlas e incorporarlas con mayor intención a nuestras vidas, pueden ser sumamente gratificantes. Aprender a vivir con plantas y desarrollar una relación con ellas son metas que cualquier persona motivada puede lograr. No obstante, tener una relación sólida, saludable y satisfactoria con otro ser humano no sólo implica seguir una serie de “recomendaciones de cuidado”, lo mismo sucede con las plantas. Las relaciones sólidas, gratificantes y duraderas requieren una dosis saludable de observación, respeto, esfuerzo, comprensión y amor —temas que cubriremos en este libro.

      Ten por seguro que también compartiré consejos sobre cómo cuidar mejor tus plantas, aunque convertirte en un experto en el cuidado de plantas es sólo uno de los beneficios que espero obtengas de este libro. Aprender a ser un buen guardián de plantas puede propiciar algo mucho mejor, ya que en el fondo éste es un libro sobre cómo desarrollar habilidades cotidianas y rituales significativos que impacten positivamente nuestra vida —y cómo generar relaciones todavía más saludables y sólidas con nosotros mismos, nuestra comunidad y nuestro hogar, aquí en la Tierra— a través de nuestra relación con las plantas. No sólo me refiero a las plantas que elegimos como acompañantes en nuestro hogar sino también a aquellas que podríamos ignorar en el mundo que nos rodea: las tenaces hierbas que sobreviven contra todo pronóstico en la grieta de una banqueta… las plantas en el jardín comunitario al final de la cuadra, cuidado amorosamente por voluntarios locales… los árboles de los grandes y enigmáticos bosques que residen en nuestra mente como un cuento de hadas, un recuerdo lejano almacenado en las profundidades de nuestro adn —un recordatorio de que, en algún punto, todos emergimos del vientre terroso de la madre naturaleza.

      A lo largo de este libro trazo la ruta de nuestra migración como sociedad lejos de la naturaleza, así como la renovada aceptación de las plantas en nuestra vida, aunque de nuevas y distintas maneras. Asimismo, también te reto a ampliar tu visión sobre las plantas y te animo un poco a ver la vida desde su perspectiva. Lo que descubrimos es que, a medida que conocemos un poco más sobre las plantas, contactamos más con nosotros mismos y a través de esa conciencia y observación, no sólo cuidamos mejor de las plantas sino también de nosotros mismos, la gente que nos rodea y nuestro planeta. Así que, adentrémonos en el mundo de las plantas y descubramos cómo cultivar nuestro propio espacio verde —en nuestro hogar, nuestra mente y nuestro corazón.

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      LA MIGRACIÓN MASIVA

      No llegaste a este mundo; saliste de él, como una ola del mar. No eres ningún extraño aquí.

      —Alan Watts

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      Las plantas son hermosas y únicas. Crecen como quieren, sin presionarse por crecer como alguien más quiere que crezcan. Utilizo mis plantas para ver la vida con mayor claridad. Para entender que puede ser sencilla.

      —Sarah Solange

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      Resultaba absurdo pensar que algún día viviría en una ciudad. Todo ese concreto y vidrio apilado, los ruidos fuertes, el cielo sin estrellas. Apuesto a que las ranas que dispuse cuidadosamente en cubetas para llevar a casa cuando era niña tampoco habrían imaginado que algún día abandonaría el campo.

      Caminé por el sendero del bosque con paso ligero y rápido. Leí en alguna parte o tal vez escuché de un amigo de la infancia que los nativos americanos que vivían y cazaban en Pennsylvania eran tan silenciosos que cuando corrían por el bosque, apenas podían ser detectados por cualquier animal o enemigo. Me maravillé ante esta idea y aspiré a ser igualmente silenciosa.

      Resultaba más fácil viajar en silencio por la mañana, después de un fuerte rocío o de una lluvia. Entonces los sonidos del lecho forestal se atenuaban y con frecuencia era el momento en que el canto de las aves llegaba a su punto máximo. Pasé zumbando por las cicutas, inhalando su aroma a pino y limón. Los helechos húmedos me hacían cosquillas en las espinillas con su tacto plumoso. El lecho forestal centelleaba con esteras de musgo color esmeralda y las hojas cerosas y perennes de las enredaderas: la baya de perdiz (Mitchella repens) y la gaulteria (Gaultheria procumbens). De vez en cuando, algo llamaba mi atención, lo cual requería una mayor inspección: una flor que no había notado antes, un insecto bañado en el rocío matinal arrastrándose por el envés de una hoja o un hongo de gelatina color naranja brillante que supuraba de la herida de la rama caída de un árbol. Si quería continuar estudiándolos, entonces los recolectaba. Luego escalaba el muro de piedra que separaba el bosque de nuestro césped recién podado.

      A menudo conservaba plantas entre las páginas de un libro, las colocaba en pequeños hábitats interiores parecidos a un diorama y me apropiaba de algunas secciones del refrigerador para mis experimentos científicos. Antes de cumplir cinco años, desaparecí con un regalo de cumpleaños para mi hermano que nunca utilizó, un hermoso microscopio elaborado en Alemania que venía equipado con cautivadoras diapositivas de vidrio que contenían finas rebanadas de piel de cebolla, células de una hoja de musgo y diatomeas, así como una caja con portaobjetos vacíos que podía llenar con mis propias muestras. Le saqué todo el provecho posible a lo largo de una década durante mi infancia. Incluso ahora desearía tener un microscopio de buena calidad, ya que ofrece una oportunidad única de acercarse a la naturaleza —en sentido literal y figurado.

      Aprendí a amar el bosque y todo lo que se hallaba en su interior. Tanto así que mis padres a menudo batallaban para hacerme volver a casa. Durante mi adolescencia, disfrutaba pasar casi todos los días del verano en el bosque y rara vez veía a mis amigos de la escuela. Pero nunca me sentí sola.

      Además de aprender a amar la cualidad salvaje de la naturaleza, crecí observando la hermosa comunión que ocurre cuando los humanos y las plantas colaboran. Fuera del bosque, mi madre se enorgullecía del mantenimiento de sus inmaculados jardines florales. Las forsitias (Forsythia × intermedia) color amarillo brillante, que resplandecían como rayos solares en primavera, bordeaban nuestro terreno; las alceas (Alcea sp.) biflorales en tonos blancos, rosas y borgoñas aparecían erguidas como la guardia real de una reina y emergían de los suelos más rocosos; los tulipanes (Tulipa sp.) ataviados alegremente y las azucenas (Hemerocallis sp.) —portando los colores del atardecer