Summer Rayne Oakes

Cómo despertar el amor de una planta


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jacintos, las lilas y las peonias suaves como una almohada (Hyacinthus sp., Syringa sp., Paeonia sp.) y del tamaño de coles moradas llenaba el aire y se adhería al fondo de la garganta con los perfumes más embriagadores.

      El jardín y el huerto, cuidados tanto por mi madre como por mi padre, eran igualmente impresionantes. Con poco más de dos mil metros cuadrados, este terreno poseía suficientes maravillas para complacer los sentidos, como la profunda acidez de los tallos de ruibarbo (Rheum rhabarbarum) y las brillantes grosellas rojas (Ribes rubrum) que mi madre utilizaba para preparar tartas y crepas. Cómo olvidar mi sabor preferido —la grosella (Ribes hirtellum), cuya piel rojiza y sabor a pectina se asemeja a una uva dulce pero agria. Fue en este espacio cultivado que aprendí a ser paciente, respetar y confiar en el reloj interno de otros seres vivos. Las plantas se desarrollan cuando se les proporcionan las condiciones adecuadas para alcanzar su potencial a su propio tiempo. Al inicio de la temporada, transportábamos estiércol de vaca compostado de la granja de mi tía, ubicada a un costado de casa, y lo esparcíamos generosamente por el terreno hasta que prácticamente nos cubría las espinillas. Las fresas, calabacitas, pepinos, espárragos, lechuga, melones, chícharos, frijoles y jitomates amaban este fertilizante natural y siempre obteníamos muchas más frutas y verduras de las que podíamos comer los cuatro integrantes de la familia. Siempre resultaba divertido esperar a que la próxima cosecha estacional rindiera frutos o preguntarse si habría más frambuesas que en la temporada anterior. Anticipar su recompensa parecía aumentar mi curiosidad por las plantas que cosechábamos.

      Quizás esta dulce anticipación es la razón por la cual aún me alimento de manera estacional lo más posible, algo que implica hacer una peregrinación al mercado local todos los sábados para comprar frutas y verduras frescas para las comidas de la semana (y para desechar los restos de comida compostada, producto de las compras de la semana previa). De cierta manera, la intencionalidad de este ritual me conecta con un eje de tiempo más amplio y menos apresurado que el horario de veinticuatro horas al que todos estamos sujetos.

      En mi departamento tapizado de plantas me encanta preparar la comida entre el abundante follaje, pues me da la sensación de “acampar” al interior. Incluso en los meses invernales en el frío noreste, cuando todo al exterior parece gris y austero, la mayoría de mis plantas de interior aún exhiben mucha energía y vida —incluso ostentan alguna que otra flor clandestina, lo cual siempre es un regalo. El invierno pasado, mi Kleinia fulgens, también conocida como senecio coral o kleinia escarlata, me sorprendió gratamente con copiosos pompones color carmín, un contraste deslumbrantemente hermoso contra sus hojas de tenues tonos grises y verdes, y las ventanas congeladas detrás de ella. Una vez que empiezas tu travesía con las plantas, te das cuenta de que esta afirmación entre botón y flor te ayuda a saborear la relación de largo plazo que estableces con tu planta, sobre todo después de meses de darle una dosis diaria de cuidado, amor y atención.

      Hablando de cuidado, amor y atención, mis padres pasaban mucho tiempo en el jardín; limpiando las malas hierbas, recolectando las calabacitas o cortando los espárragos o el ajo, dos plantas que parecían extenderse de forma espontánea una vez establecidas. Al ver a mis padres me daba la impresión de que había muchas cosas por hacer, pero no era un trabajo oneroso. En todo caso, pasar tiempo en el jardín y comer los frutos de nuestra labor durante la cena era lo más natural. De hecho, todo el proceso parecía ser de lo más placentero. Ensuciarse las manos de tierra era una forma de vida y había mucho que saborear en esos rituales sin adornos.

      Me interesaba el cultivo de flores y verduras, pero me atraían más las plantas silvestres que se encontraban esparcidas por el césped y el bosque —e incluso como migrantes indeseadas en el jardín. Ellas parecían ser las intrusas: desenfrenadas y descuidadas, prolíficas y poco pretenciosas. Cada una era tan diferente de la otra y, sin embargo, todas parecían cohabitar inesperadamente bien. En retrospectiva, éstas son las plantas que me gustan incluso cuando las llevo al interior de mi casa —silvestres, desenfrenadas, un poco desaliñadas y colaborativas. Me han enseñado mucho sobre cómo aquellas personas que en un principio parecen escandalosas, molestas y caprichosas pueden ser apreciadas por su vitalidad, vigor y persistencia si se entiende su naturaleza, se las trata con amabilidad y se les imponen límites amorosos.

      También aprendí, luego de estudiar las anchas y amarillentas páginas del ejemplar de 1974 que mi madre tenía del The Rodale Herb Book, que prácticamente todas las plantas a mi alrededor podían utilizarse para curar, calmar y nutrir. Plantas como el tusilago (Tussilago farfara), la verdolaga (Portulaca oleracea) y la jabonera (Saponaria officinalis) ya no sólo eran hierbas que arrancar, sino plantas que estudiar. Jugaba a ser farmacéutica, cocinera y química; hervía hojas de tusilago, comía verdolagas y trituraba las hojas de la jabonera para liberar las saponinas burbujeantes de las cuales toma su nombre. Incluso antes de que existiera equipo de laboratorio de lujo para aislar alcaloides y esencias de plantas, alguien lo notó; alguien observó y experimentó con plantas para revelar sus propiedades únicas. Los secretos de la sanación y otros poderes potenciales de la naturaleza están al alcance de nuestras manos. Sólo tenemos que estar dispuestos a buscarlos.

      Fue difícil dejar atrás esos hermosos bosques, campos, huertos y jardines. Me mudé a la ciudad de Nueva York para trabajar. Es el lugar donde me imaginaba experimentando con la vida y alcanzando mi “máximo potencial” —al menos desde el punto de vista profesional. Además, el trabajo que he realizado aquí hubiera sido más difícil de lograr viviendo en el campo de mi infancia. Pasé alrededor de quince años en el mundo de la moda, produje películas e incursioné en la escena de las startups con mis propios negocios. Al trabajar con otros creativos y emprendedores, viviendo una vida acelerada en la ciudad, descubrí que alcanzar tu “máximo potencial” a menudo conlleva sacrificios.

      Cuando era niña, en la década de los noventa, recuerdo haber escuchado un reporte en la radio que decía que dentro de poco tiempo las personas que vivían en ciudades superarían en número a aquellas que residían en áreas rurales y suburbanas. En efecto, hace unos diez años esa predicción de migración masiva se hizo realidad: en Estados Unidos casi 81 por ciento de la población ahora vive en zonas urbanas, incluyéndome.¹ Y de la población general, 66 por ciento de nosotros, los millennials —o gente nacida entre 1980 y 2000, de acuerdo con muchos psicólogos, se ha mudado a las ciudades y áreas metropolitanas periféricas como insectos que revolotean alrededor de faroles de la calle al anochecer.² Como resultado, por primera vez desde la década de 1920, el crecimiento en las ciudades estadunidenses supera el crecimiento de las zonas rurales. En la actualidad, 55 por ciento de la población mundial considera los centros urbanos su hogar,³ una estadística que crecerá 13 puntos porcentuales para 2050. Esto significa que tanto las ciudades pequeñas como las de mayor tamaño se expanden con rapidez, al menos parcialmente, debido a que la gente de mi generación se ha mudado a ellas.

      Un sinnúmero de estudios y opiniones ha circulado sobre las tendencias de los millennials. Vivimos de forma distinta a las generaciones previas. Solemos posponer el matrimonio porque queremos permanecer en la bienaventuranza de la soltería. También postergamos las hipotecas; no porque no queramos ser dueños de nuestro propio hogar, sino porque no podemos pagarlas, sobre todo si estudiamos la situación de los bienes raíces en nuestras amadas ciudades. Sin embargo, ninguna de estas tendencias explica el éxodo desde nuestras espaciosas e idílicas tierras natales.

      Mis amigos citan algunas razones clave para su migración: más gente, más ideas, más innovación. En la ciudad puedes crear y reinventarte una y otra vez. Es un ecosistema antropocéntrico vivo. Las oportunidades, por lo general, se presentan por estar en el lugar indicado, conociendo gente y exponiéndote. Teóricamente, esto ocurre más en las ciudades porque, al igual que los electrones del sol, nos encontramos con mayor frecuencia. Y quieres tener más oportunidades de este tipo porque cuando entras en la edad “productiva” se vuelve un mandato “ganarte la vida” (en vez de sólo “vivirla”), necesitas claridad para decidir en qué lugar encontrarás empleo. Si tienes que hacer algunas concesiones en el camino, que así sea.

      Con frecuencia digo que sería maravilloso tener un patio trasero otra vez. ¿O acaso me atrevería a soñar con un bosque en donde pasear? Me detuve en una tienda de plantas de mi localidad y compartí la