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Capítulo Uno Caitlyn Monroe llamó una sola vez antes de entrar en el despacho de su jefe. Como cualquier buena secretaria, estaba preparada para lo que le estuviera esperando. ¿Una bestia furiosa y encadenada esperando algo a lo que hincarle el diente? Probablemente. ¿Un gatito? Seguramente no. En los tres años que llevaba trabajando para Jefferson Lyon, había aprendido que su jefe se parecía mucho más a la primera de las comparaciones que a la segunda. Jefferson estaba acostumbrado a salirse con la suya. De hecho, no aceptaba que no fuera así, lo que le había convertido en un hombre de negocios de gran éxito y un jefe que, en ocasiones, resultaba bastante difícil. Sin embargo, Caitlyn estaba acostumbrada. Llevar a cabo las innumerables órdenes diarias de Jefferson era normal y, después de lo que había ocurrido durante el fin de semana, estaba más que dispuesta a enfrentarse al día a día. A la rutina. A la normalidad. Le gustaba el hecho de que conociera tan bien a Jefferson. Sabía lo que esperar y no se vería cegada por algo inesperado que se le sobreviniera encima sin avisar. «No, gracias», pensó. Había acabado más que harta de lo ocurrido el sábado por la noche. Cuando entró en el despacho, su jefe levantó la mirada sólo durante un instante. Caitlyn se permitió durante un instante admirar lo que tenía delante. La mandíbula de Jefferson era fuerte y cuadrada. Sus ojos azules eran penetrantes, como si estuvieran preparados para localizar cualquier intento de engaño. El cabello leonado, cortado y peinado muy a la mona. Jefferson Lyon hacía honor tanto en físico como en actitud al animal del que tomaba su apellido. Se podía decir que era un pirata moderno con menos conciencia en lo que se refería a sus negocios que el mismísimo Barba Azul. La mayoría de las personas que trabajaban para él lo huían todo lo que les era posible. Sólo con escuchar el sonido de sus pasos por un corredor muchos empleados salían huyendo. Tenía reputación de ser un hombre muy duro y no siempre demasiado justo. No soportaba a los necios, sino que esperaba, y exigía perfección. Hasta el momento, Caitlyn había sido capaz de proporcionársela. Dirigía el despacho y la mayor parte de la vida de su jefe con maestría y profesionalidad. Como ayudante personal de Jefferson Lyon, se esperaba de ella que se mantuviera firme ante la abrumadora personalidad de su jefe. Antes de que ella entrara a trabajar allí, Lyon había tenido una nueva secretaria cada dos meses. Caitlyn, que era la más joven de cinco hermanos, estaba más que acostumbrada a levantar la voz y a hacerse escuchar. –¿Qué? –le espetó él, mientras miraba los muchos archivos que tenía esparcidos por encima de la mesa. «Lo normal», pensó Caitlyn, mientras recorría el enorme despacho con la mirada. Las paredes estaban pintadas de azul y de ellas colgaban varios cuadros de los barcos de Lyon en alta mar. Había también dos cómodos sofás delante de una chimenea y una mesa de reuniones al otro lado de la sala. Detrás del escritorio de Jefferson unos enormes ventanales proporcionaban una hermosa vista del puerto. –Buenos días a ti también –replicó ella, sin amilanarse por el saludo. Había tenido mucho tiempo para acostumbrarse. Cuando empezó a trabajar para él, ella había tenido la alocada idea de que sería casi como su compañera de trabajo. Que tendrían una relación laboral que sería mucho más que la de acatar órdenes constantemente. No había tardado mucho en darse cuenta de que no sería así. Jefferson no tenía compañeros, sino empleados. Miles de ellos. Caitlyn era simplemente una más. Sin embargo, era un buen puesto de trabajo y lo realizaba con eficacia. Además, sabía que Jefferson estaría perdido sin ella, aunque no fuera consciente de ello. Cruzó la sala y se le acercó al escritorio para dejar un papel encima de la montaña de carpetas archivadoras. Entonce, esperó a que él lo tomara y lo leyera. –Tu abogado ha enviado las cifras de la Naviera Morgan. Dice que parece un buen trato. Jefferson la miró y le dijo: –Soy yo quien decide si es un buen trato. –Bien. Caitlyn tuvo que morderse el labio para no decirle que, si no quería la opinión de sus abogados, para qué se la pedía. No servía de nada y, francamente, ni siquiera quería escucharla. Jefferson Lyon dictaba sus propias reglas. Escuchaba ciertas opiniones, pero si no estaba de acuerdo con ellas, las desdeñaba y hacía lo que él considerara que era más acertado. Golpeó la puntera del zapato negro contra la moqueta azul. Mientras esperaba, miró por encima de Jefferson hacia el mar, que se extendía hacia lo que parecía ser una eternidad. Observó los cruceros de pasajeros junto a los barcos de carga en el puerto. Varios de aquellos barcos mercantes mostraban con orgullo el estilizado y brillante león rojo que era el logotipo de la Naviera Lyon. Los remolcadores dirigían barcos tres veces más grandes hacia el mar. El tráfico era incesante sobre el puente de Vincent Thomas y la luz del sol relucía sobre la superficie del mar dándole el aspecto de brillantes diamantes. La Naviera Lyon operaba en San Pedro, California, justo encima de uno de los puertos con más tráfico de todos los Estados Unidos. Desde aquel despacho, Jefferson podía darse la vuelta y observar cómo sus barcos entraban y salían del puerto. Podía ver el día a día en los muelles, pero él no era el tipo de hombre que se pasara el día dándose la vuelta para admirar el paisaje. Más bien, se pasaba el día de espaldas a la ventana, con la mirada fija en innumerables papeles. –¿Algo más? –le preguntó, al notar que Caitlyn no se había marchado. Ella lo miró y sintió el mismo sobresalto de siempre cuando aquellos ojos azules establecieron contacto con los de ella. Inmediatamente, pensó en la conversación que había tenido con Peter, su ya ex novio, el sábado por la noche. –Tú no quieres casarte conmigo, Caitlyn –le había dicho, sacudiendo la cabeza mientras se sacaba la cartera. Caitlyn lo había mirado con incredulidad. –Pues llevo puesto tu anillo –le había respondido ella, mostrándole la mano izquierda, por si se había olvidado del solitario que le había regalado como compromiso seis meses antes–. ¿Con quién crees tú que me interesa casarme? –¿Acaso no resulta evidente? Cada vez que estamos juntos, lo único que haces es hablar de Jefferson Lyon. Lo que ha hecho, lo que ha dicho, lo que está planeando… –Tú también hablas de tu jefe, Peter. Se llama conversación. –No. No se trata sólo de conversación. Es él, Lyon. –¿Qué es lo que le pasa? –Estás enamorada de él. –¿Cómo dices? Estás loco. –No lo creo. Por eso, no me voy a casar con una mujer que, en realidad, desea a otro hombre. –Bien. Caitlyn se sacó el anillo de compromiso del dedo y lo colocó encima de la mesa. –Aquí tienes. No quieres casarte conmigo. Toma tu anillo, pero no trates de echarme a mí la culpa, Peter. –No lo entiendes, ¿verdad? Ni siquiera eres capaz de ver lo que sientes por ese tipo. –Es mi jefe. Nada más –¿Sí? Sigue pensando eso –le espetó Peter–, pero, para que lo sepas, ese Lyon jamás te va a ver como otra cosa que no sea su ayudante. Te mira y ve otro mueble de la oficina. Nada más. Caitlyn ni siquiera supo lo que contestar a eso. Se había quedado asombrada por aquella conversación. Lo único que le había dicho era contarle los planes de Jeff de comprar un crucero y de cómo había decidido no ir al viaje a Portugal para ver cómo estaba para su boda. Entonces, la actitud de Peter había