Mark Twain

El Príncipe y el mendigo


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      –No tengo conocimiento de esa lengua, Su Majestad.

      El rey cayó de espaldas en el diván. Los criados corrieron a atenderlo, pero los apartó y dijo:

      –Déjenme. Esto no es más que una debilidad sin importancia. ¡Levántenme! Así, es suficiente. Ven aquí, niño. Apoya tu pobre cabeza perturbada sobre el corazón de tu padre, y sosiégate. Pronto estarás bien. Esta no es más que un desvarío pasajero. No temas, que pronto estarás bien.

      Volvió luego a los circunstantes, cambió su gentil actitud y en sus ojos empezaron a brillar relámpagos de mal agüero. Dijo:

      –¡Escuchen todos! Este hijo mío está loco, pero no es incurable. El excesivo estudio lo ha cansado, y tal vez el excesivo encierro. ¡Adiós a los libros y a los maestros!, cuiden todos de ello. Diviértanle con juegos, recréanle sanamente, para que recupere la salud –Se irguió más aún, y prosiguió enérgicamente–. Está loco, pero es mi hijo y el heredero de Inglaterra, y, ¡loco o cuerdo, reinará! Y escuchen más aún y proclámenlo: el que hable de su destemplanza, atenta contra la paz y el orden de estos reinos y será condenado a galeras. Denme de beber que me abraso. Este pesar socava mis fuerzas… Basta, llévense la copa. Sosténganme. Así, está bien. ¿Loco, dices? Aunque fuera mil veces loco, es aún el Príncipe de Gales, y yo el rey lo confirmaré. Esta misma mañana será instalado en su dignidad de príncipe en forma cumplida. De al instante las órdenes oportunas, milord Hertford.

      Uno de los nobles se arrodilló ante el regio diván y dijo:

      –El rey su Majestad sabe que el gran mariscal hereditario de Inglaterra se encuentra prisionero en la Torre. No sería bueno que un prisionero…

      –¡Basta! No ofendas mis oídos con ese nombre odiado. ¿Ha de vivir siempre ese hombre? ¿Se han de poner trabas a mi voluntad? ¿Ha de verse el príncipe privado de su dignidad de tal porque, ¡vive Dios!, no hay en el reino un conde mariscal limpio de infame traición para investirlo de sus honores? ¡No, por la gloria de Dios! Ordene a mi Parlamento que antes de que salga de nuevo el sol me traiga la cabeza de Norfolk, pues de lo contrario me responderán de ello lastimosamente.

      –La voluntad del rey es ley –dijo lord Heaford, y, levantándose volvió a su puesto.

      Poco a poco se borró la cólera del rostro del viejo monarca, que dijo:

      –Dame un beso, mi príncipe. Vamos, ¿qué temes? ¿No soy tu amado padre?

      –Eres bueno para mí, que soy indigno de ello, ¡oh grande y poderoso señor! En verdad lo sé. Pero… pero… me duele pensar en el que va a morir y…

      –¡Ah! Eso es digno de ti, es digno de ti. Veo que tu corazón sigue siendo el mismo, aunque tu mente haya sufrido daño, porque fuiste siempre de bondadosos sentimientos. Pero ese duque se alza entre tus honores y tú; pondré en su lugar a otro que no cubra de infamia su elevado cargo. Consuélate, príncipe mío; no turbes tu pobre cabeza con este asunto.

      –¿Pero no soy yo el que precipita su muerte, señor? ¡Cuánto tiempo no podría vivir si no fuera por mí!

      –No pienses en él, príncipe, que no lo merece. Dame otro beso y ve a tus juegos y tus diversiones, porque mi dolencia me acongoja. Estoy fatigado y deseo reposar. Ve con tu tío Hertford y tu séquito, y vuelve otra vez cuando mi cuerpo haya descansado.

      Tom, con el corazón pesaroso, fue retirado; la última frase fue un golpe de muerte para la esperanza que había acariciado de verse libre. Una vez más oyó el zumbido de las voces que exclamaban: "¡El príncipe! ¡El príncipe viene!"

      Más y más decayó su valor a medida que avanzaba entre las relucientes hileras de reverentes cortesanos; porque se dio cuenta de que era en realidad un cautivo, y de que podía permanecer para siempre encerrado en esta dorada jaula, príncipe abandonado y sin amigos, salvo que Dios en su misericordia se apiadara de él y lo dejara libre. Y dondequiera que volteara le parecía ver flotando en el aire la cercenada cabeza y él conocido rostro del gran duque de Norfolk, cuyos ojos se clavaban en él llenos de reproches.

      Sus viejos sueños habían sido tan agradables, ¡y era tan temible esta realidad!

      6. Tom recibe instrucciones

      Tom fue conducido al principal aposento de un suntuoso apartamiento y lo hicieron sentar, cosa que repugnaba hacer, pues se veía rodeado de caballeros ancianos y de hombres de elevada condición. Les rogó que se sentaran también, pero sólo se inclinaron agradeciéndolo o murmuraron las gracias, y permanecieron en pie. Tom habría insistido, pero su "tío" el conde de Hertford susurró a su oído:

      –Te lo ruego, no insistas, mi señor. No es correcto que se sienten en tu presencia.

      Anunciaron a lord St, John, quien, después de hacer pleitesía a Tom, dijo:

      –Vengo por mandato del rey para un asunto que exige secreto. ¿Quiere Su Alteza Real dignarse despedir a los presentes, excepto a milord el conde de Herdord?

      Observando que Tom no parecía saber cómo proceder, Hertford le susurró que hiciera una seña con la mano y no se molestara en hablar a menos que así lo deseara. Cuando se retiraron los caballeros de servicio, dijo lord St. John:

      –Ordena Su Majestad que, por graves y poderosas razones de Estado, Su Gracia el príncipe oculte su enfermedad por todos los medios que estén a su alcance, hasta que pase y Su Gracia vuelva a estar como estaba antes; es decir, que no deberá negar a nadie que es el verdadero príncipe y heredero de la grandeza de Inglaterra, que deberá conservar su dignidad de príncipe y recibir, sin palabra ni signo de protesta, la reverencia y observancia que se le deben por acertada y añeja costumbre; que deberá dejar de hablarle a ninguno de ese nacimiento y vida de baja condición que su enfermedad ha creado las malsanas imaginaciones de una fantasía obsesionada; que habrá de procurar con diligencia traer de nuevo a su memoria los rostro que solía conocer, y cuando no lo consiga deberá guardar silencio, sin revelar con gestos de sorpresa, u otras señales, que los ha olvidado; que en las ceremonias de Estado, cuando quiera que se sienta perplejo en cuanto a lo que debe hacer y las palabras que debe decir, no habrá de mostrar la menor inquietud a los espectadores curiosos, sino pedir consejo en tal materia a lord Hertford, o a su humilde servidor, que tenemos mandato del rey de ponernos a su servicio atentos a su llamado, hasta que ésta orden se anule. Esto dice Su Majestad el rey, que envía sus saludos a Su Alteza Real y ruega que Dios quiera en su misericordia sanar a Su Alteza prontamente y conservarle ahora y siempre en su bendita protección.

      Lord St. John hizo una reverencia y se apartó a un lado. Tom replicó con resignación:

      –El rey lo ha dicho. Nadie puede desobedecer el mandato del rey ni acomodarlo a su gusto, cuando le enoje, con arteras evasivas. El rey será obedecido.

      Lord Hertford dijo:

      –Tocante a la orden de Su Majestad el rey en lo que concierne a los libros y otras cosas serias, por ventura agradaría a Su Alteza ocupar su tiempo en plácidos entretenimientos, para no llegar fatigado al banquete y resentirse de ello.

      La cara de Tom mostró sorpresa inquisitiva, y se sonrojó al ver que los ojos dé lord St. John se clavaban pesarosos en él. Su Señoría dijo:

      –Te flaquea aún la memoria y has demostrado sorpresa; pero no te apures, porque esto no persistirá, sino que desaparecerá conforme tu dolencia mejore. Milord de Hertford te habla de la fiesta de la ciudad, a la cual Su Majestad el rey prometió hace unos dos meses que asistiría Tu Alteza. ¿Lo recuerdas ahora?

      –Me duele confesar que se me fue de la memoria –contestó Tom con voz vacilante, y se sonrojó de nuevo.

      En este punto anunciaron a lady Isabel y a lady Juana Grey. Ambos lores se cruzaron significativas miradas, y Hertford se dirigió velozmente hacia la puerta. Cuando las doncellas pasaron por delante de él dijo en voz baja:

      –Les ruego, señoras, que no den muestras al observar sus rarezas ni muestren sorpresa cuando le falte la memoria; les dolerá notar cómo se turba con cualquier