el asunto, pero pensó en las nueces que había traído de la mesa, y en él, placer que sería comérselas sin nadie que le mirase y sin grandes hereditarios que le molestasen con sus servicios indeseables; así que volvió las lindas cosas a sus diversos lugares y pronto estuvo cascando nueces, sintiéndose casi dichoso por primera vez, desde que Dios, en castigo de sus pecados, lo había hecho príncipe. Cuando desaparecieron las nueces, dio con unos incitantes libros en un armario, entre ellos uno sobre la etiqueta de la corte inglesa. Aquello era un tesoro. Se tendió en un suntuoso diván y procedió a instruirse con verdadero afán. Dejémoslo allí por ahora.
8. La cuestión del sello
Cerca de las cinco Enrique VIII despertó de una siesta poco refrescante y se dijo entre dientes:
–¡Malos sueños, malos sueños! Mi fin está cerca, así lo dicen estos presagios, y mi débil pulso lo confirma. –Un fulgor perverso ardió en sus ojos, y murmuró–: Sin embargo, no he de morir sino hasta que él vaya por delante.
Sus servidores percibieron que estaba despierto, y uno de ellos le preguntó su deseo respecto al lord canciller, que esperaba fuera.
–¡Que entre, que entre! –exclamó el rey con presteza.
El lord canciller entró y se arrodilló ante el lecho del rey, diciendo:
–He dado orden, y, conforme al mandato del rey, los pares del reino, ataviados, se encuentran ahora en el tribunal de la Cámara, donde, habiendo confirmado la sentencia al duque de Norfolk, esperan humildemente lo que plegue a Su Majestad que se haga en este asunto.
El rostro del rey se iluminó de feroz júbilo. Dijo:
–Levántame. En persona voy a presentarme ante mi Parlamento, y con mi propia mano sellaré el decreto que me libra de…
Le falló la voz, una palidez cenicienta borró el color de sus mejillas, y los servidores le recostaron sobre sus almohadas, y apresuradamente lo asistieron con tonificantes. A poco, dijo lleno de pesar:
–¡Ah, cuánto he esperado esta dulce hora! que llega demasiado tarde, y me veo privado de esta ocasión tan codiciada. ¡Pero apresúrate, apresúrate! que otros hagan este feliz oficio, ya que a mí se me niega. Doy mi gran sello en comisión: elige tú los lores que han de componerla, y anda a tu trabajo. ¡Apresúrate! Antes que salga el sol y se ponga de nuevo, tráeme su cabeza para que yo la vea.
–Conforme al mandato del rey, así se hará. ¿Querrá Su Majestad ordenar que el sello me sea devuelto, de manera que pueda llevar adelante el negocio?
–¡El sello! ¿Quién guarda el sello sino tú?
–SuMajestad, hace dos días que me lo quitó, diciendo que no habría de utilizarse sino hasta que su propia real mano lo usara sobre el decreto del duque de Norfolk.
–Sí, en verdad así lo hice: Lo recuerdo. ¿Qué hice de él?... Estoy muy débil… En estos días la memoria me es traidora tan frecuentemente… Es extraño, extraño…
El rey comenzó a mascullar inarticuladamente, meneando de tiempo en tiempo su canosa cabeza débilmente, y tratando de recordar lo que había hecho del sello. Por fin, milord Hertford se aventuró a arrodillarse y a ofrecer información:
–Señor, si me permite la osadía, varios de los presentes recuerdan, como yo, cómo puso el gran sello en manos de Su Alteza el Príncipe de Gales para que lo guardase hasta el día que…
–¡Cierto, ciertísimo! –Interrumpió el rey–. Ve por él. ¡Ve el tiempo vuela!
Lord Hertford voló hacia Tom, pero volvió ante el rey después de mucho rato, turbado y con las manos vacías. Se expresó de esta suerte:
–Me duele, mi señor el rey, ser portador de tan graves y aflictivas noticias, pero es voluntad de Dios que el príncipe permanezca trastornado, y no recuerda haber recibido el sello. Así he venido al punto a decírselo, creyendo que sería perder un tiempo precioso, y además en vano, que alguno intentara registrar la larga serie de cámaras y salones que pertenecen a Su Alteza Real…
Un gruñido del rey interrumpió al lord en este punto. Al cabo de un rato dijo Su Majestad, con acento de profunda tristeza:
–No lo molesten más, pobre niño. La mano de Dios se ha posado con fuerza sobre él y mi corazón se deshace en amorosa compasión, y en pesar de no poder llevar su carga sobre mis propios viejos hombros cargados de dolor, y traerle la paz.
Cerró sus ojos, comenzó a musitar y pronto calló. A poco volvió a abrirlos y miró vagamente en torno, hasta que su mirada descansó en el arrodillado lord canciller. Instantáneamente su rostro se encendió de ira:
–¿Qué? ¡Tú aquí todavía! Por la gloria de Dios, si no vas en seguida a lo de ese traidor, tu mitra holgará mañana por falta de cabeza que adornar.
El tembloroso canciller respondió:
–¡Imploro el perdón de Su Majestad! Sólo esperaba por el sello.
–¿Has perdido el juicio, hombre? El sello pequeño, que antaño solía yo llevar conmigo de viaje, está en mi tesoro. Y, puesto que el gran sello ha desaparecido, ¿no bastará? ¿Has perdido el juicio? ¡Vete! Y escucha: no vuelvas aquí hasta que me traigas su cabeza.
El pobre canciller no tardó en retirarse de esta peligrosa vecindad; ni perdió tiempo la comisión en dar el ascenso real a la obra del esclavizado Parlamento, y designado el día siguiente para la decapitación del primer par de Inglaterra, el desafortunado duque de Norfolk.
9. El espectáculo del río
A las nueve de la noche toda la extensa ribera frente al palacio fulguraba de luces. El río mismo, hasta donde alcanzaba la vista en dirección a la ciudad, estaba tan espesamente cubierto de botes y barcas de recreo, todos orlados con linternas de colores y suavemente agitados por las ondas, que parecía un reluciente e ilimitado jardín de flores animadas a suave movimiento por vientos estivales. La gran escalinata de peldaños de piedra que conducía a la orilla, lo bastante espaciosa para dar cabida al ejército de un príncipe alemán, era un cuadro digno de verse, con sus filas de alabarderos reales en pulidas armaduras y sus tropas de ataviados servidores, revoloteando de arriba abajo, y de acá para allá, con la prisa de los preparativos.
De pronto se dio una orden y de inmediato toda criatura viviente se esfumó de los escalones. Ahora el aire estaba cargado con el silencio del suspenso y la expectación. Hasta donde alcanzaba la vista, podía verse a miles de personas en los botes, que se levantaban y se protegían los ojos del brillo de las linternas y las antorchas, y miraban hacia el palacio.
Una fila de cuarenta o cincuenta barcas reales se dirigió hacia los escalones. Estaban ornadas de ricos dorados, y sus altivas proas y popas estaban laboriosamente talladas. Algunas de ellas iban decoradas con banderas y gallardetes, otras, con brocados y tapices de Arras con escudos de armas bordados; otras con banderas de seda que tenían innumerables campanillas de plata pendientes de ellas que lanzaban una lluvia de alegre música cada vez que las agitaba la brisa; otras, de más altas pretensiones, puesto que pertenecían a los nobles de servicio más cercano al príncipe, tenían los costados pintorescamente guardados con escudos suntuosamente blasonados de armas y emblemas. Cada barca real iba remolcada por un patache. Además de los remeros, éstos llevaban unos cuantos hombres de armas de relucientes yelmos y petos, y una compañía de músicos.
La vanguardia de la esperada procesión hizo su aparición en la puerta principal: una tropa de alabarderos. Iban vestidos con calzas de listas negras y leonadas, gorras de terciopelo adornadas a los lados con rasas de plata, y jubones de paño azul y morado, bordados por delante y por detrás con las tres plumas, el blasón del príncipe, tejidas en oro. Las astas de las alabardas estaban cubiertas de terciopelo carmesí, sujeto con clavos dorados y adornadas con borlas de oro. Desfilando a derecha e izquierda, formaban dos largas hileras que se extendían desde la puerta principal del palacio hasta la orilla del agua. Después se desplegó un grueso paño o tapiz rayado, y unos servidores,