Caitlin Crews

Secreto desvelado


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avergonzaba a la empresa y que era menos de fiar que otros consejeros delegados, casados y con hijos legítimos.

      Nadie mencionaba a las amantes y los hijos bastardos, por supuesto.

      Pascal dejó de acariciarse la mandíbula. Sus cicatrices lo estaban poniendo demasiado sensible.

      «Ha llegado diciembre», le susurró una voz interior.

      Sabía qué época del año era y por qué no dejaba de pensar en el accidente y en las llamas que habían estado a punto de acabar con él. Pero no tenía intención de celebrar el aniversario.

      Nunca lo hacía.

      Miró a su secretario que lo esperaba impaciente.

      –¿Por qué crees que ese grupo de famosas de clase alta, desesperadas y avariciosas, me va a resultar más atractivo que el anterior?

      –¿Buscamos que le resulten atractivas? Creí que queríamos que fueran adecuadas.

      Pascal estaba seguro de que su secretario había comenzado a esbozar una sonrisa de suficiencia, aunque sin llevarla hasta el final.

      –Cuidado, Guglielmo –murmuró– o voy a empezar a sospechar que no te tomas esta tarea con la seriedad que deberías.

      Volvió a su escritorio. Guglielmo le indicó la tableta, que estaba en el centro, y Pascal reprimió un suspiro mientras la agarraba y comenzaba a mirar la lista.

      Lady tal, hija de alguien con pedigrí; la hija de un filántropo chino; dos francesas de distintas familias relacionadas con antiguos reyes; una heredera argentina, hija de un rico ganadero…

      Todas eran hermosas, a su manera, y todas con alguna clase de talento. Una dirigía su propia organización benéfica; otra tocaba la flauta en una orquesta de fama mundial; otra se dedicaba a misiones humanitarias… Y ninguna había aparecido en la prensa sensacionalista.

      Pascal se negaba a tener en cuenta a ninguna por la que pudieran interesarse los paparazis. No quería escándalos, ni oscuros secretos que se desvelaran en el momento menos oportuno. Ni esos, ni secretos de ningún otro tipo.

      Él mismo era un escándalo. Su vida había sido, primero, un secreto; después un shock. Su nacimiento ilegítimo y la firme negativa de su padre, un magnate naviero, a reconocerlo podían considerarse otras cicatrices al otro lado del rostro. Siempre se había sentido marcado por las circunstancias de su nacimiento y las malas decisiones de sus padres.

      Por tanto, su esposa, no podía presentar mancha alguna.

      –No parece contento –dijo Guglielmo con sequedad–. Pero debo volver a recordarle que una heredera sin mácula, de razonable posición social, constituye un recurso finito, que tal vez hayamos agotado.

      –He quedado con la última de la selección anterior esta noche –le recordó Pascal.

      –Yo mismo hice la reserva, momentos después de que me dijera que la cita que había tenido con otra de las mujeres de la lista había resultado, según sus propias palabras, «atroz».

      –No se parecía a la fotografía.

      –Por desgracia eso forma parte de la cultura digital que ahora…

      –Guglielmo, en la foto que me enseñaste tenía un aspecto dulce, era rubia y vestía de forma conservadora. Y apareció con una cresta azul y rosa y llena de tatuajes. Me gustaba más así, para serte sincero, pero no puedo presentarme con una princesa punk en el consejo de administración. Si pudiera, lo haría.

      –La mujer a la que va a ver esta noche tiene una importante presencia en las redes sociales y no parece punk en absoluto. Lo he comprobado.

      –Tal vez me quede prendado de ella y todo esto resulte innecesario.

      –La esperanza es lo último que se pierde –murmuró Guglielmo.

      Una vez que su secretario se hubo marchado, Pascal no se dedicó a realizar ninguna de las numerosas tareas que requerían su atención, sino que se sentó al escritorio porque, de nuevo, lo único que tenía en la cabeza era a ella.

      Su ángel de misericordia. Su mayor tentación.

      La mujer que casi lo había hecho naufragar.

      «Es diciembre», se dijo. «Siempre me pasa lo mismo en diciembre. Cuando empiece el nuevo año, ella desaparecerá, como hace siempre».

      El teléfono sonó y lo devolvió a la realidad alejándolo de aquel pueblo del norte en un valle olvidado de los Dolomitas, donde se había estrellado y había estado a punto de arder, en sentido literal.

      Y ella lo había cuidado y devuelto a la vida.

      Y, desde entonces, su recuerdo lo había perseguido.

      Esa noche, dejaría atrás el pasado y se concentraría en el siguiente paso de su glorioso futuro.

      Mucho más tarde, la mujer con la que se había citado le dijo:

      –Creo que es importante que fijemos unos límites claros desde el principio.

      Había llegado tarde, muy pagada de sí misma por pertenecer a la nobleza danesa. Había entrado en uno de los restaurantes más caros de Roma con expresión de desagrado, como si Pascal le hubiera sugerido que se vieran en un restaurante americano de comida rápida. Su actitud no había mejorado al tomar el aperitivo.

      –Es evidente que lo importante de cualquier fusión es asegurar la línea sucesoria.

      –¿La línea sucesoria?

      –Estoy dispuesta a comprometerme a tener un heredero y un hijo más –afirmó con altivez–. En un periodo de cuatro años. Y creo que lo mejor es que acordemos por escrito que la procreación debe llevarse a cabo en circunstancias controladas.

      Pascal estaba convencido de que había tenido conversaciones más románticas en áreas industriales.

      –Ya tengo un excelente especialista en fertilidad, discreto y capaz, que se ocupará, para satisfacción de todos, que el ADN correcto pase a la siguiente generación.

      Pascal parpadeó. Había tenido cenas en que le habían sonreído tontamente; otras claramente sexuales, con acercamientos francos y directos. Pero aquello era nuevo, tan mecánico.

      –Me miras como si hubiera dicho algo asombroso –dijo la mujer.

      –Perdona –Pascal intentó sonreír–. ¿Me sugieres que procreemos en un laboratorio, en vez de como lleva siglos haciéndose?

      –Esto es un acuerdo de negocios –respondió ella, con aspecto más severo que antes, si aquello fuera posible–. Espero que encuentres satisfacción en otro lado, como haré yo. Con discreción, por supuesto. No soporto el escándalo.

      –Nada menos escandaloso que un matrimonio sin sexo, naturalmente.

      –No hay necesidad alguna de ensuciar un matrimonio perfectamente funcional con eso.

      –Has pensado en todo.

      Más tarde, después de haberse despedido de la mujer con una leve inclinación de cabeza y la falsa promesa de volver a ponerse en contacto con ella, despidió al chófer y echó a andar.

      Roma era su recompensa. La ciudad de su nacimiento y de su miserable infancia, donde se había convertido en un hombre y se había enrolado en el ejército para conseguir lo que sus padres no le habían dado: disciplina, una vida, una carrera. Le había parecido una buena solución.

      Hasta esa noche de diciembre parecida a aquella, hacía ya seis años, en que, había actuado por capricho. Llovía en Roma, por lo que pensó que estaría nevando en los Dolomitas y decidió ir a aprender a esquiar.

      Se rio al pensarlo, mientras cruzaba la Piazza Navona y su mercado navideño, abarrotado de turistas y habitantes de la ciudad.

      La noche era fría y húmeda. Hacía un tiempo ideal para preguntarse cómo había acabado con aquella