fuera él quien estuviera en el suelo.
–Me dijeron que formaban parte del consejo de administración de tu empresa. Me perdonarás si supuse que tenían algo que ver contigo. ¿O de verdad esperas que me crea que dos visitas, la tuya y la de tus subalternos, en tres semanas son una coincidencia?
–¿Han estado aquí miembros del consejo de administración?
Ella tardó unos segundos en asimilar su forma de decir «aquí», como si aquel pueblo, en el que había estado a punto de morir y había vuelto a nacer, estuviera tan por debajo de él que lo consternara la mera idea de que alguien de su consejo de administración lo visitara.
–Voy a decirte lo que les dije. No tienes nada que hacer aquí ni conmigo. Te marchaste. Así que no deberías haber vuelto ahora, sea cual sea la razón. No lo permitiré.
Los oscuros ojos de él brillaron.
–¿Ah, no?
–¿Qué quieres, Pascal? –preguntó apretando los dientes.
Él la miró desde su irritante altura.
–Creo que he venido a deshacerme de antiguos fantasmas.
–No reconocerías un fantasma aunque apareciera a los pies de tu cama, envuelto en cadenas y diciendo tu nombre con un gemido.
–¿Crees que tu recuerdo no me ha perseguido durante estos años, cara?
A ella no le gustó el apelativo cariñoso, como si fuera una cuchilla afilada con la que la quisiera cortar.
–Pues aquí estoy, a pesar de haberme jurado que no volvería.
–Pues te sugiero que te vuelvas por donde has venido y mantengas tu juramento.
Él no aceptó la sugerencia, sino que se quedó donde estaba y la examinó durante unos segundos.
–No sé por qué le interesas al consejo de administración de mi empresa –dijo al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad–. No he mantenido en secreto esa parte de mi vida. Todos saben que estuve a punto de morir en las montañas y que aquello me cambió profundamente. He hablado de ello con frecuencia. ¿Por qué han venido ahora? ¿Qué esperaban encontrar, además de a una antigua amante?
Cecilia se quedó sin aliento. No se imaginaba cuál sería la expresión de su rostro. «Una antigua amante». ¿Era eso todo lo que ella significaba para él?
Pero trató de serenarse. Debía hacerlo, no reaccionar ante la opresión que sentía en el pecho, la dificultad para respirar ni la aceleración del pulso.
Todo ello lo atribuía al miedo, mientas Pascal la miraba con arrogancia e impaciencia. Sin duda se trataba de pánico. Una extraña sensación, muy parecida a la anticipación, de que sus peores miedos iban a tomar forma, lo quisiera o no.
Esa reacción la entendía. Le preocupaban más las otras, sobre todo esa sensación, en el bajo vientre, de que se derretía, porque le indicaban la terrible verdad de lo que sentía ante la vuelta de Pascal y que intentaba negar desesperadamente.
Se levantó y al hacerlo se alegró de parecer quién y lo que era: una mujer que se ganaba la vida fregando suelos. En nada se parecía a las mujeres consentidas que siempre iban del brazo de Pascal en las revistas. No era como ellas ni nunca lo sería. No era elegante. Los vaqueros le quedaban grandes y estaban rotos y sucios. Llevaba una vieja camiseta debajo de la camisa de manga larga que se había atado a la cintura. Su cabello estaba hecho un desastre, a pesar de llevarlo recogido con un viejo pañuelo.
Suponía que su aspecto sería trágico para alguien como él. Sin duda se estaría preguntando cómo se había rebajado a tocarla. Ella se hacía la misma pregunta.
Pero eso era bueno, porque debía marcharse para no volver. Y si ahora lo desagradaba era porque había tenido que convertirse en esa mujer para sobrevivir a su abandono. Si eso hacía que se fuera, estupendo.
–Creía que habrías tomado los hábitos –dijo él en un tono perverso que ella prefirió pasar por alto.
–Decidí no hacerme monja –no le dijo que por su culpa.
–Pensé que era eso lo que deseabas. ¿No era así?
–La gente cambia.
–De hecho, pareces muy cambiada; endurecida, podría decirse.
–Ya no soy esa joven estúpida de la que fácilmente se aprovechaban los soldados de paso, si te refieres a eso.
Él ladeó la cabeza. Le brillaban los ojos.
–¿Me aproveché de ti, Cecilia? Yo no lo recuerdo así.
–Lo recuerdes como lo recuerdes, eso fue lo que pasó.
–Dime, ¿cómo me aproveché exactamente? ¿Fue cuando te metiste en mi cama, en el hospital, me echaste la pierna por encima y nos condujiste a ambos a un final de locura?
Al oírlo, ella lo recordó todo. La maravilla de acogerlo en su interior, la locura, el mareo; sus grandes manos en las caderas y su intensa y hambrienta mirada.
No le habían explicado que el problema de la tentación era que te parecía haber llegado a casa envuelta en luz y gloria.
La sensación de que se derretía por dentro aumentó, pero se mantuvo inmóvil.
Porque no se trataba de ella.
–Me he preguntado a menudo cómo sería mantener una conversación contigo como esta –dijo cuando estuvo segura de parecer calmada y levemente aburrida, como si fuera mentira que, a lo largo de los años, el contenido de la conversación había ido cambiando y disminuyendo el número de preguntas. La practicaba ante un espejo–. Me resulta menos productiva de lo que imaginaba. No sé qué haces aquí. A mí, tu recuerdo no me ha perseguido.
Lo había hecho y lo seguía haciendo de forma furiosa, pero no iba a decírselo.
–¿No puede ser algo tan sencillo como volver a ver a una vieja amiga?
–Por favor, no éramos amigos.
Él sonrió, lo cual la sorprendió.
–Claro que lo éramos.
Sintió algo distinto del pánico en el pecho: el deseo.
Porque también recordaba otras cosas. Las largas tardes que se pasaba sentada al lado de su cama agarrándole la mano o secándole la frente. Los primeros días, cuando no se sabía si sobreviviría, le cantaba canciones alegres, intercaladas con canciones infantiles, destinadas a tranquilizarlo.
Cuando fue recobrando las fuerzas, él le contaba historias. No se creía que no conociera Roma, que no hubiera salido del valle. Le hablada de antiguas ruinas mezcladas con el tráfico, cafés en las aceras y hermosas fuentes. Más adelante, cuando ella ya había abandonado el noviciado y no podía dormir, porque le preocupaba el futuro o porque dormir era poco habitual en una mujer en su estado, miraba fotos en Internet de la ciudad que él le había descrito.
–En cualquier caso –dijo con firmeza– ahora no somos amigos. ¿Quieres saber por qué lo sé? Porque los amigos no se evaporan una noche, sin decir palabra.
Lamentó haberlo dicho. Ya no se trataba de ella, y, a decir verdad, nunca se había tratado de ella, que podía haber sido el campo o las montañas que él veía por la ventana. Simplemente, estaba allí. Era él quien se había estrellado con el coche, se había destrozado el cuerpo y se había dado el lujo de contar en entrevistas televisivas lo que la dramática experiencia le había enseñado.
Aunque ella no iba a reconocer que las había visto.
Mientras tanto, ella era la que solo podía recordar aquel valle, aquel pueblo, la comodidad del interior de la abadía y los consejos de las mujeres que creyó que un día serían sus hermanas.
Era cierto que él le había arrebatado todo aquello. Pero sabía que no debería haber mencionado aquella noche.