Caitlin Crews

Secreto desvelado


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hermoso, como si estuviera tallado en piedra blanda. Ahora parecía hecho de granito. Era muy ancho de espaldas, y el traje hecho a medida no disimulaba que tenía el torso fuerte y musculoso.

      Y no lo recordaba tan alto. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo, aunque ya no estaba arrodillada.

      –Hablemos de esa noche –dijo él con esa voz oscura y aterciopelada.

      Ella se lo había buscado. Podría decirle lo que había llevado en su interior todos esos años o, al menos, lo más importante, porque no tenía intención de volver a tener aquella conversación.

      –¿De qué vamos a hablar? Me quedé dormida en tus brazos. Era la primera vez que lo hacía, ya que siempre nos habíamos visto a escondidas, de forma furtiva. Pero no esa noche. Me pediste que me quedara y lo hice. Y cuando me desperté, te habías ido para siempre. Por si no lo sabes, me desperté como me habías dejado: desnuda. Con el sol entrando por la ventana y la madre superiora a los pies de la cama.

      Por aquel entonces, ella era capaz de interpretar todas las expresiones de su rostro, la forma de brillar de sus ojos. Pero, ahora, aunque vio que algo cambiaba en su rostro, no fue capaz de interpretarlo.

      –¿Por eso no eres monja?

      Cecilia se preguntó si sabía lo complejo de la pregunta.

      «No soy yo quién para decirte lo que debes hacer, hija», le había dicho la madre superiora, cuando su estado se hizo evidente. «Eso es algo entre tú y Dios. Pero te conozco desde que eras una niña, te he visto crecer y me alegré al saber que querías unirte a las hermanas. Pero la verdad es que la orden es la única familia que conoces. Y me pregunto si verdaderamente quieres dedicarte a esta vida o si lo que más deseas es tener una familia. Y ahora vas a tener una propia. ¿De verdad quieres renunciar a ella?».

      –Al final –dijo Cecilia– no era una buena opción para la orden.

      –¿Que no eras una buena opción? Llevabas viviendo en la abadía casi toda la vida. ¿Cómo no ibas a ser perfecta para ellas? ¿Por qué dejaron que te fueras?

      Ella lo fulminó con la mirada.

      –Son preguntas interesantes, pero no si proceden de alguien que huyó una noche. Si tenías preguntas que hacerme, Pascal, me las podías haber hecho entonces.

      –No hui –le espetó él–. Supongo que sabías, cara, que mi destino no estaba aquí.

      Ella notó que había cerrado los puños y se obligó a abrirlos.

      –Lo tuve claro cuando te fuiste.

      –Ahora estoy aquí.

      –Y seguro que, en cualquier momento, el cielo se abrirá y nos lloverán hosannas. Pero, hasta entonces, permíteme que no me sienta tan entusiasta.

      –La Cecilia que recuerdo no me hablaría así –dijo él enarcando una ceja–. Recuerdo sus manos suaves y frías, su cantarina voz y sus pómulos siempre sonrosados.

      –Esa chica era idiota. Murió hace seis años, cuando se percató de que no era la persona que imaginaba ser.

      –No sé qué quieres decir.

      –¿Ah, no? Creía que era una persona decente, íntegra y pura; una mujer que quería dedicar su vida a servir a los demás. Pero resultó que era malvada, lo bastante desvergonzada para hacer alarde de ello en la abadía en que me había criado, y tan estúpida que creí que el hombre que había provocado mi caída se quedaría a mi lado para ayudarme a tomar tierra. Pero, ¡ay!, no lo hizo.

      –Me dijeron que todos mis pecados se me perdonarían si hacía lo que era inevitable, lo que iba a hacer de todos modos, y me marchaba.

      –¿Cómo que te dijeron?

      Él no contestó, sino que la examinó durante unos segundos mientras se acariciaba la mandíbula.

      –Todavía tienes que explicarme lo que hacían aquí los miembros del consejo de administración. A ver si adivino quiénes eran. ¿Un señor anciano, de barba y cabello blancos, con bastón y tendencia a vestir como en la época victoriana? ¿Y otro más joven, su compañero, rechoncho y con un gran bigote?

      Había descrito a los dos hombres con exactitud.

      Ella se encogió de hombros.

      –No me dijeron cómo se llamaban.

      –Pero, por tu expresión, veo que eran los hombres que vinieron. ¿Por qué?

      –Tu relato de haber escapado por los pelos de la muerte y de tu larga recuperación, en la que tuviste tiempo de urdir un plan para apoderarte del mundo, se ha convertido prácticamente en un cuento de hadas. Todo el mundo lo conoce.

      –Me encanta que le hayas prestado tanta atención.

      –A eso voy –dijo ella con frialdad–. No hacía falta prestarle atención porque estaba en todas partes. En la actualidad eres ubicuo, ¿verdad?

      –Si por eso entiendes rico y poderoso, acepto la descripción con orgullo.

      –Porque eso es lo único que te importa –ella no pudo callarse, porque quería asegurarse de que realmente se había convertido en un desconocido, de que el hombre que ella creía que era había sido producto de su imaginación–. El dinero, cueste lo que cueste, sin importar a quien hagas daño.

      –¿A quién le hago daño? Siempre habrá ricos, Cecilia. ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos?

      –Creo que la verdadera pregunta es a qué has venido –afirmó ella después de tragarse el nudo que tenía en la garganta porque el hombre al que había cuidado tantas semanas y al que creía distinto nunca había existido–. Quiero que te quede clara una cosa, Pascal. Nos gusta este tranquilo y remoto valle. Las hermanas dedican la vida al silencio contemplativo. Si desearan el ajetreo de la ciudad, irían a Verona. Lo que no necesitamos, ni los habitantes ni las monjas, son las intrigas que tus subordinados o tú os traigáis entre manos.

      –Te he dicho –afirmó él con voz dura– que he venido a enfrentarme a un fantasma. Nada más.

      –Sé que ese fantasma no soy yo. Puede que sea el hombre que eras cuando estabas aquí. Porque, si somos sinceros, a él también lo abandonaste esa noche.

      Él no movió un músculo ni se apartó de ella como si lo hubiera pegado. Sin embargo, Cecilia tuvo la impresión de que había recibido un golpe.

      –Pero eso es algo que puedes resolver solo. No me concierne.

      Si seguía allí un minuto más, se olvidaría de sí misma. Y ya sabía lo que ocurría cuando se permitía olvidar, sobre todo si estaba con Pascal. Más aún, su vida era distinta y no quería cambiarla. Otra vez no.

      Ella agarró el cubo y se dirigió a la puerta a un lado del altar que conducía a la sacristía pensando que podría atrincherarse en la iglesia, si era necesario. Faltaban horas para recoger a Dante y dudaba que un hombre como Pascal se quedara esperando. Se aburriría y, fuera cual fuera el capricho que lo había llevado hasta allí, se marcharía.

      –Cecilia.

      Oír su nombre y su voz la detuvo contra su voluntad.

      –Me voy –dijo ella mirando una vidriera–. Lo que buscaras con este repentino regreso es asunto tuyo. No quiero tener nada que ver.

      –Me has dicho que no podía quedarme con él. Dime quién es.

      Ella seguía mirando la vidriera, pero había llegado el momento de la verdad. Había intentado llamarlo, desde luego, cuando comenzó a aparecer en las revistas y la televisión. Trató de cumplir con su deber para con él. Pero nunca había ido más allá de la centralita de la empresa. Dio igual con quien hablara y las promesas que le hicieron de que se pondrían en contacto con ella. Nadie lo hizo.

      Tres años después, dejó de intentarlo.

      Desde entonces, tenía la certeza de que se lo contaría a la