por qué venía.
Desde chico el padre de su mejor amigo le había inculcado lo que significaba ser capitán. El padre de su mejor amigo era Aitor Otaño, y siempre supo que ese chico era líder. Aitor lo quería como a un hijo y él absorbía las enseñanzas del capitán del 65. Otros maestros lo habían instruido y todos destacaban que el chico además de ser un gran jugador tenía el fuego sagrado. El rugby latía fuerte en su interior. Tenía destino de Puma.
Su sueño pronto se hizo realidad. Con solo diecinueve años se había puesto la camiseta argentina y ahora con veinte estaba ahí, en la encrucijada. Frente al enorme desafío que lo había llevado al tercer tiempo del SIC.
Primero se acercó a Diego Cash, que en ese momento ya llevaba ocho años de Puma. Lo apartó, hablaron unas palabras y se despidieron con afecto. Luego repitió la ceremonia con otro Puma histórico, Diego Cuesta Silva.
La gran polémica de la semana era la designación del capitán de Los Pumas. Muchos pusieron el grito en el cielo cuando supieron que se había elegido a un chico de veinte años, dejando de lado la experiencia de dos símbolos como los Diegos de San Isidro. Pero el chico estaba preparado y era plenamente consciente de la responsabilidad que debería asumir. Lo empezó a demostrar en ese anochecer de junio cuando, con la humildad que debe tener un líder, se disculpó con los referentes y les pidió consejo y aliento para la gestión que estaba por iniciar. Cash y Cuesta Silva, verdaderos hombres de rugby, lo tranquilizaron y le dieron todo su apoyo.
El chico no estuvo más de media hora en el SIC, y cuando salió ya no era el chico. Era el hombre. Era Lisandro Arbizu, capitán de Los Pumas.
5 El Sportsman
El marrón oscuro de la madera solo se interrumpe con los cuadros de los ilustres del club. Pero el gesto severo con que posaban los señores de CUBA no ayuda a mejorar la luminosidad del salón. Es un ámbito sobrio, austero, recoleto. Un espacio que parece ahuyentar las emociones y los sentimientos.
Sin embargo, una vez los sentimientos más puros se colaron en el salón principal de la sede Viamonte y estallaron en una emoción infinita.
Esa noche de 1970, los jugadores de Pucará y CUBA se juntaron para celebrar otro aniversario redondo del inolvidable torneo de 1950. Ese año los dos clubes compartieron el título de la UAR.
Horacio Bereciartúa compartía un vino con el Ciego Fernández de Casal. Canasta Frigerio no paraba de hablar aburriendo a Alberto Conen de CUBA. Toto Giles estaba sentado al lado del capitán de Universitario Carlos Benítez Cruz. Y, por supuesto, las risotadas más ruidosas venían del sector de la mesa que ocupaba el inefable Luis Dorado, wing cubano y experto contador de anécdotas. Era una noche de amigos y recuerdos.
Las risas y el ruido de las copas chocando entre sí copaban el comedor de CUBA, pero cuando Horacio Achával pidió la palabra, el silencio fue inmediato. El legendario hooker de Universitario se incorporó lentamente y comenzó su discurso: “Hoy quiero volver sobre un hecho olvidado de aquel año que, sin embargo, es un momento que me marcó para toda la vida…”. La intensidad de las palabras de Achával conmovieron de inmediato al auditorio. “Ese día aprendí para siempre cuáles son los valores sagrados del rugby…”. El centenar de invitados seguía el discurso con atención, pero el hooker, mientras hablaba, tenía la mirada fija en una sola persona. En el más ilustre de los asistentes al evento: Guillermo Ehrman, el mejor jugador de rugby argentino de la etapa previa a 1965. Un medio scrum incomparable que ostentaba records dentro y fuera del deporte ovalado porque era un verdadero sportsman. “El Gringo”, como lo conocían sus amigos, no solo era un brillante jugador de rugby. También se destacó en softbol, participando del seleccionado argentino en los Panamericanos de 1951, y en golf, integrando el equipo nacional en la Copa de las Américas. Un caso único. No solo porque practicaba varios deportes, sino porque había integrado seleccionados nacionales en tres de ellos. Record mundial.
Como jugador de rugby Ehrman era excepcional. Un medio scrum exquisito, pero a la vez poderoso. Talentoso y con gran poderío físico, había liderado la época de oro de Pucará y con Toto Giles formaron la pareja de medios del seleccionado en varias oportunidades. Todo el ambiente del rugby admiraba su juego pero mucho más sus cualidades humanas. Los rivales aprendían a jugar cada vez que enfrentaban al Gringo Ehrman, pero el maestro había dado su mejor lección en aquel Pucará-CUBA de 1950, el partido que recordaba Achával.
En aquella época Pucará-CUBA era un verdadero clásico que enfrentaba a los dos mejores equipos. Los partidos eran muy duros y los jugadores sabían que en ese encuentro se jugaban el campeonato. Por eso nadie regalaba nada.
Cuando promediaba el clásico de 1950, en una jugada accidental, el taco del botín de Ehrman golpeó contra la frente de Horacio Achával y le provocó una herida profunda sobre la ceja derecha. Los dos jugadores quedaron al costado de la cancha mientras el partido continuaba. Incorporado y sin ningún problema físico, el Gringo miraba cómo un médico intentaba curar la herida del hooker de CUBA que sangraba cada vez más, impidiendo su retorno al campo de juego. En esa época no se permitían los cambios, y si un jugador se lesionaba dejaba a su equipo con uno menos.
“Entonces, Gringo, me dijiste: ‘Si vos no podés seguir, yo también me quedo afuera y que jueguen catorce contra catorce’”. A esta altura del discurso los ojos de Horacio Achával ya estaban húmedos.
Esa era la gran lección del maestro Ehrmann. No quiso ninguna ventaja. No le importó ganar el partido ni que se jugaba el campeonato. Solo puso en práctica su majestuosa caballerosidad deportiva. Espíritu de rugby en estado de máxima pureza. Y una amistad sellada para siempre.
“Y digo que me marcó porque a partir de ese día, gracias a tu ejemplo, me sentí una mejor persona”. Achával terminó sus palabras y fue al encuentro de su amigo para estrecharse en un abrazo eterno enmarcado por el atronador aplauso de los hombres del cincuenta.
Muchas lágrimas corrieron y el espíritu del juego iluminó la sobria sede de la calle Viamonte.
Fue mucha la emoción. Tanta que en esa noche hasta las caras severas de los cuadros devolvieron un gesto más humano.
6 La construcción de la identidad
Los dos chicos pasaban todo el día juntos. Siempre en el club. Un rato de fútbol, un pebete de jamón y queso en el buffet, algún juego infantil y, sobre todo, mucho rugby. Horas y horas con la ovalada.
Siempre juntos.
Los dos amigos se divertían con otros pibes y, como todos, eran grandes admiradores de los jugadores de la primera del club. Por eso aquel día del verano del 69, mientras comían el sándwich de la tarde, no sacaban la mirada de la mesa donde apuraban una cerveza algunos de sus ídolos.
De pronto entró un señor mayor al bar y en voz alta, aunque sin gritar, le apuntó al wing de la primera: “¡Baje las patas de la mesa, maleducado!”. Un silencio sepulcral siguió al reto y al inmediato acatamiento de la orden. Sin embargo, el wing no evitó un comentario por lo bajo: “Y este quién se cree que es?”, dijo sin que el señor mayor lo escuchara.
Los chicos se sorprendieron. Nunca habían visto que alguien tratara así a un jugador de la primera del club. ¿Quién era ese señor canoso de gesto severo, cuya sola presencia inspiraba temor reverencial?
Ellos no lo sabían, pero el señor mayor se llamaba Francisco Ocampo y era el nuevo entrenador del plantel superior. En el SIC ya corrían como reguero de pólvora varias anécdotas que tenían que ver con su estilo riguroso. Que exigía silencio en el vestuario, que hacía sentar y parar a los jugadores como si fueran colimbas, que trataba a las estrellas del club como si fueran jugadores de la octava. En pocos días Ocampo había marcado el terreno.
El sábado siguiente de aquel marzo inolvidable, los dos chicos, los amigos inseparables, estaban sentados al costado de la cancha mirando