mejor hacer fuego que conquistar mujeres, o acabarás congelado —respondió ella.
Pisó el acelerador y lo último que vio antes de alejarse fue la sonrisa en el rostro de él.
Los días de invierno en las Highlands eran a menudo grises y plomizos, pero ese día había un cielo azul perfecto. El paisaje estaba cubierto de blanco, liso e inalterado, como el glaseado de un pastel de Navidad. La superficie reflejaba el sol y brillaba como un millón de cristales.
¿Por qué iba a querer dejar aquel hermoso lugar, lleno de personas que la querían y se preocupaban por ella? Estar allí no era un sacrificio, era su elección. Tenía cuatro años cuando Suzanne y Stewart habían empaquetado sus vidas y se habían trasladado desde su casa, en el estado de Washington, hasta Escocia para estar cerca de la familia de Stewart.
A diferencia de sus hermanas, Posy no recordaba otra casa.
Pasó delante de la iglesia parroquial y saludó con la mano a Celia Monroe, que salía de una cita con el doctor.
En un impulso, frenó de golpe delante de la pequeña biblioteca y tomó el bolso, que estaba en el asiento de atrás.
Había una tarea que llevaba semanas posponiendo.
—Me van a reñir como a una niña de seis años —confesó. Y Bonnie, comprensiva, movió la cola.
Posy entró en la biblioteca. Esta había estado muchas veces amenazada de cierre, pero la gente del lugar la había defendido con la misma fiereza con la que un clan defendería sus tierras.
La mujer que estaba detrás del mostrador chasqueó la lengua con desaprobación.
—No sé cómo tienes valor para venir aquí, Posy McBride. Te has retrasado más de un mes en la devolución de los libros.
Posy se inclinó por encima del mostrador y le dio un beso.
—Estaba atrapada en la montaña salvando vidas, señora Dannon.
—¡Ah! No digas tonterías. Hacías lo mismo con los deberes. Siempre tarde y siempre con una excusa —Eugenia Dannon había sido profesora de Lengua y Literatura en el colegio, donde se desesperaba con Posy, quien se pasaba el día mirando las montañas por la ventana.
—Seguro que le debo un montón de dinero en multas.
La mujer agitó una mano en el aire.
—Si te multara cada vez que te retrasas con los libros, estarías en la ruina.
—La quiero, señora Dannon, y sé que en el fondo usted me quiere a mí.
—¡Sí!, tonta que soy. Ahora corre a ayudar a tu madre, pequeña.
Posy sonrió. Para la bibliotecaria era «pequeña» aunque tuviera casi treinta años.
—La próxima vez que venga al café, le daré un trozo extra de brownie —dijo. Estaba a mitad de camino de la puerta cuando le detuvo la voz de la señora Dannon.
—¿Has leído alguno de los libros?
—Todos. De principio a fin —contestó Posy. Salió deprisa de la biblioteca.
No había leído los libros y la señora Dannon lo sabía. Posy estaba dispuesta a apostar a que la mitad de la gente del pueblo que usaba la biblioteca no leía los libros. Pero sacar libros implicaba que Eugenia Dannon conservara su trabajo y, desde la muerte de su esposo dos años atrás, necesitaba tanto el dinero como la compañía que ofrecía la biblioteca. Todos en el pueblo habían desarrollado de pronto el hábito de la lectura.
Si algún funcionario veía las estadísticas, seguramente se sorprendería de lo mucho que leían los habitantes de Glensay.
Posy sabía de cierto que Ted Morton utilizaba las obras completas de Shakespeare para evitar que se cerrara de golpe la puerta de su cocina los días ventosos.
Sonriendo todavía, entró en la pequeña tienda al lado de la biblioteca. Glensay tenía una tienda para todo que vendía las cosas fundamentales.
—Hola, Posy —la chica que estaba detrás del mostrador le sonrió—. Tu inquilino estuvo aquí ayer. Compró un paquete de cuchillas y desodorante.
—Bien —Posy tomó pasta de dientes y jabón y los dejó en el mostrador. A menudo se preguntaba si Amy y su madre llevaban una lista de lo que compraba la gente y la usaban para trazar perfiles de ellos—. A lo mejor me quiere ayudar a esquilar las ovejas.
—¿De verdad?
—No, claro que no. Es broma —Posy había ido al colegio con Amy y esta tampoco había pillado sus bromas entonces. Obviamente, el sentido del humor no era lo suyo—. No me hagas caso.
—Personalmente, me gustan los hombres con barba de varios días —Amy marcó las compras de Posy en la caja—. Es sexi. Tienes suerte de que viva contigo.
—No vive conmigo, Amy. Está en una parte distinta del edificio. Son propiedades separadas. Hay un piso y una puerta entre nosotros —a Posy le parecía importante aclarar eso, teniendo en cuenta la tendencia de Amy a sacar conclusiones interesantes y después difundirlas a los cuatro vientos.
—Aun así… Podría ser romántico.
Podría ser, pero, si lo era, Amy no se enteraría.
Posy guardó la pasta de dientes y el jabón en los bolsillos, mientras intentaba pensar un modo de mantener en privado su vida privada.
—Gracias, Amy. Que tengas un buen día.
Se detuvo en la puerta a leer el tablón de anuncios. Ofrecía una instantánea fascinante de la vida del pueblo. Mascotas perdidas y encontradas, un tractor que se vendía, las actas de dos reuniones y una petición para que se uniera más gente al coro. A Posy le gustaba cantar. Y quizá habría intentado entrar en el coro, si la gente no le hubiera dicho que su voz sonaba como la de un gato torturado. Su familia la alentaba a buscar otros modos de expresar su alegría, así que esos días cantaba en el baño y le cantaba a la perra, quien a menudo aullaba con ella, las dos en perfecta armonía.
Posy vio que se acercaba un minibús y corrió de regreso a su coche.
Los miembros más ancianos de la comunidad que no podían ir a la tienda por otros medios, usaban el servicio del minibús. Posy intentaba esquivar su llegada siempre que podía porque saludarlos a todos requería medio día.
Cinco minutos después, entraba como una tromba en el Café Craft, un lugar agradable y caliente. Se quitó el anorak de camino a la barra, donde su madre charlaba con dos mujeres del pueblo. En los altavoces sonaban villancicos con poco volumen y las luces navideñas que su padre y ella habían colocado alrededor de las ventanas brillaban como estrellas minúsculas. Los ladrillos vistos de las paredes estaban parcialmente cubiertos por cuadros de artistas de la zona. Posy los rotaba regularmente. Ese mes había elegido unos con temas invernales.
Además de cuadros, vendían cerámica hecha en la zona, prendas tejidas exclusivamente, miel de brezo del pueblo y una variedad de artesanía seleccionada por su madre, que tenía buen ojo para saber lo que se vendería bien.
—Siento llegar tarde.
—No importa —repuso su madre. Tenía las mejillas sonrojadas por el calor de la cocina y aparentaba al menos diez años menos de los cincuenta y ocho que tenía—. ¿Cómo os ha ido?
—De maravilla. Bonnie se ha portado como una campeona —dijo Posy.
Estaba a punto de entrar en detalles, pero se contuvo. Sabía que su madre no quería detalles. Había un acuerdo no escrito en su familia de no mencionar nada relacionado con nieve y avalanchas.
Posy sabía por su padre que su madre había tenido otra de sus pesadillas unas noches atrás.
Le habría gustado poder ayudar a eliminar esas pesadillas, pero no sabía cómo. No entendía cómo alguien podía seguir teniendo pesadillas veinticinco años después de un suceso, por muy terrible que hubiera sido.
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