Sarah Morgan

Tres flores de invierno


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olvidaré aquella noche.

      —¿Porque me quité los zapatos y bailé?

      —Yo lo decía por la pizza. Estaba muy buena. Ha habido otras noches, y otras pizzas, pero aquella fue la mejor. Creo que eran las aceitunas —Adam se inclinó sonriente y la besó—. Me encanta que te rías. ¡Estás siempre tan seria en la oficina!

      —Soy una persona seria.

      Adam se apartó.

      —¿Quién te ha dicho eso?

      —Mi padre.

      «¡Eres tan seria, Hannah! Levanta la cabeza del libro cinco minutos y diviértete un poco».

      Todavía había días en los que se sentía culpable por coger un libro, incapaz de apartar de sí la sensación de que había algo más valioso en lo que debería emplear su tiempo.

      —Tengo noticias para tu padre. Se equivoca.

      Adam había ido retirando poco a poco sus defensas, y lo había hecho de un modo tan sutil, que ella ni siquiera se había dado cuenta de que necesitaba defenderse.

      Su trabajo a menudo exigía que se quedara hasta tarde, y eso no había tenido nada de especial hasta la primera vez que él había entrado en su despacho con una caja de pizza en la mano.

      Hannah había enarcado las cejas.

      —Yo no como pizza.

      —Hay una primera vez para todo, McBride.

      Y habían acabado sentados en el suelo del despacho, comienzo pizza de la caja mucho después de que todos los demás se hubieran ido a casa.

      Era la primera vez en su vida que Hannah comía pizza directamente de la caja.

      También era la primera vez que se había quitado los zapatos o se había sentado en el suelo del despacho.

      No estaba segura de que hubiera sabido relajarse antes de que él llegara a la empresa, pero aquellas sesiones de trabajo tardías se habían convertido enseguida en su parte favorita del día. Estaba deseando tener mucho trabajo para que existiera una excusa para quedarse cuando todos los demás se habían ido.

      Trabajaban, compartían comida y hablaban. Allí, en la quietud nocturna de la oficina, envueltos por el resplandor de la ciudad, resultaba fácil decir cosas que ella jamás habría dicho en otras circunstancias.

      Una noche, él le había confesado que su tía había insistido en que diera clases de baile de salón porque pensaba que era una habilidad esencial en la vida.

      Y él se había empeñado en enseñar a Hannah.

      —Todo el mundo debería saber bailar el tango, McBride.

      —Yo no bailo, Kirkman.

      Pero con él sí había bailado descalza alrededor de las cajas de pizza vacías.

      Era ridículo, pero había acabado riéndose tanto, que no podía respirar.

      «Y así fue como llegamos a la intimidad», pensó, mirando a Adam tomar un sorbo de su vaso. No con una zancada de gigante, sino paso a paso, con cada movimiento hacia delante tan furtivo como la marea que sube. En un momento dado, estaba de pie sola en tierra seca y al momento siguiente la cubría el agua y se ahogaba.

      Alas ligeras de pánico aleteaban en su piel. Si hubiera podido atárselas a la espalda, habría salido volando. Para algunas personas, el miedo era un callejón oscuro de noche, o un perro gruñendo con dientes afilados. Para ella, el miedo era la intimidad.

      Quizá él creyera que la quería, pero Hannah sabía que lo que ella podía ofrecer no sería suficiente.

      Un golpe y una maldición la sacaron de sus pensamientos y vio que una mujer intentaba guardar su maleta en el compartimento de arriba.

      Adam se levantó a ayudarla, y con su estatura, no tuvo ningún problema en colocar la maleta.

      Hannah vio que los ojos de la mujer se detenían en el perfil de él y bajaban después a sus hombros. Una débil sonrisa rendía tributo a aquel ejemplar viril, hasta que se volvió y notó la presencia de Hannah. Su sonrisa pasó de interesada a resignada. Hannah la imaginó pensando: «Todos los buenos están pillados».

      Adam volvió a sentarse.

      —¿Cuándo le vas a hablar a Beth de nosotros? —preguntó—. No es que me importe ser tu sucio secreto, pero sería más fácil si se lo dijeras. Podría ir a cenar contigo. Se me dan muy bien los niños.

      Hannah confió en que siguiera pensando igual si resultaba estar embarazada.

      Él volvió a estirar las piernas.

      —Llevamos seis meses viviendo prácticamente juntos. No puedes esconderme eternamente.

      «¿Seis meses?».

      —Yo no te escondo.

      Antes de Adam, su relación más larga habían sido dos meses. Ocho semanas. Era un periodo de tiempo que le iba bien. Hannah prefería concentrar sus esfuerzos en cosas que se le daban bien. Las relaciones no entraban en esa categoría.

      Con Adam había sido diferente.

      La conexión había sido tan potente, que no había sabido cómo lidiar con ella. Al principio, su única interacción se daba en el trabajo. No recordaba quién había hecho el primer movimiento.

      La primera vez que habían tenido relaciones sexuales había sido en el apartamento de él. No habían llegado hasta el dormitorio. La segunda vez, había sido en el de ella y esa vez habían llegado hasta el suelo de la sala de estar. Ella creía que esas prisas irían desapareciendo, pero algunos días ni siquiera se paraban a hablar. Era como si todo lo que reprimían en público durante la jornada laboral exigiera verse liberado en cuanto estaban en privado. En la última semana habían hecho el amor dos veces en el vestíbulo con las luces todavía encendidas. Una parte de ella se había preguntado por qué el sexo con Adam parecía tan desesperado. Tal vez porque en su mente creía que aquello terminaría pronto.

      Hannah sabía que todo terminaba. Y, sin embargo, allí estaban seis meses después.

      Se reacomodó en el asiento.

      Si estaba embarazada, lo sabría, ¿no? ¿Las mujeres no sentían náuseas y cosas así?

      Ella no tenía náuseas.

      Cuando los motores del avión gritaban ya, listos para despegar, Adam terminó su bebida.

      —Si vas a ir a casa a pasar la Navidad con tu familia, yo debería acompañarte —dijo.

      —¿Para causar problemas?

      —Para protegerte —esa vez él no sonreía—. Odio verte así. Quiero que vuelva mi Hannah.

      «Mi Hannah».

      Ella sabía que su familia no reconocería a la Hannah que conocía Adam. Casi no la reconocía ella misma.

      —No necesito que vengas conmigo, pero eres muy amable ofreciéndote —dijo.

      Podía imaginar la reacción de Suzanne si aparecía con él. Reservaría la iglesia y compraría un sombrero antes de que ella tuviera tiempo de deshacer el equipaje.

      La luz de los cinturones se apagó encima de sus cabezas y Adam se recostó en su asiento.

      —Si la Navidad te estresa, ¿por qué vas?

      —No quiero decepcionar a Suzanne —y la sensación de que lo hacía, de que no daba lo suficiente le traía recuerdos incómodos.

      —¿Suzanne? ¿No la llamas «mamá»?

      —No es mi madre. Mi madre murió —contestó ella.

      Vio la sorpresa en los ojos de él y se preguntó qué la había impulsado a contar eso en aquel entorno crudo e impersonal. Ella nunca hablaba de sus verdaderos padres, pero había