y Kelly le había buscado al menos dos de aquellos trabajos.
—Hola, Kelly. Me alegro de oírte —Beth se alisó el pelo y se puso un poco más recta, aunque no era una videollamada.
Ella era Beth McBride, una persona que recibía llamadas de agencias de contratación.
—Tengo algo que podría interesarte.
A Beth le interesaba cualquier cosa que no gritara, mojara nada ni dejara marcas en el suelo, pero no conseguía entender por qué la llamaba Kelly.
Jason y ella habían hablado de que volvería a trabajar en algún momento, cuando las niñas fueran más mayores. Con Ruby ya en preescolar, había llegado el momento de volver a tener esa conversación, pero Beth solía estar demasiado agotada para defender su caso.
Por no hablar de la parte de ella que se sentía culpable por querer dejar a las niñas.
—Te escucho.
—Tengo entendido que has tenido un paréntesis profesional —el tono de Kelly daba a entender que catalogaba eso en el mismo grupo de sucesos desafortunados que el tifus o la fiebre amarilla.
—Llevo un tiempo concentrándome en mi familia, sí —repuso Beth.
Le quitó a Melly un disfraz de princesa de la mano y negó con la cabeza. Melly tenía ya un armario lleno de vestidos de princesa. Jason se pondría como loco si le compraba otro, y más estando tan cerca la Navidad.
—¿Has oído hablar de Glow PR? —preguntó Kelly, ignorando la mención a la familia—. Es un equipo joven y dinámico que empieza a hacerse un nombre. Buscan a alguien de tu perfil.
¿Cuál era exactamente su perfil?
Beth era esposa, madre, cocinera, taxista, limpiadora, líder de juegos y ayudante personal. Podía limpiar salsa de espaguetis de las paredes y recitar todos los libros ilustrados de Ruby sin sacarlos de la estantería.
A su lado, en la pared, había un espejo rodeado de tanta cantidad de rosa y purpurina como para satisfacer a la aspirante a princesa más exigente. Podía parecer un objeto sacado de un cuento de hadas, pero la imagen que le devolvía la mirada a Beth no tenía nada de cuento de hadas.
Tenía el pelo moreno, y sus pocos intentos de tiempo atrás por teñirse de un tono un poco más claro la habían convencido de que algunas personas habían nacido para ser morenas. En ese momento tenía ojeras oscuras, como si la naturaleza estuviera decidida a mostrar lo cansada que estaba.
En otro tiempo había creído que sabía todo lo que había que saber sobre belleza y cómo conseguir una cierta imagen, pero después había aprendido que el mejor producto de belleza no era una crema para la cara ni una sombra de ojos, sino una noche seguida de sueño y, desgraciadamente, eso no se vendía en frascos.
—Mamá —Ruby le tiró del abrigo—. ¿Puedo jugar con tu teléfono?
Ruby siempre quería todo lo que tenía Beth.
Esta negó con la cabeza y señaló el camión de bomberos, con la esperanza de distraer a su hija pequeña.
Ruby quería ser bombera, pero Beth opinaba que estaba más dotaba para trabajar en ventas. Solo tenía cuatro años, pero podía convencer a cualquier persona de lo que fuera en cuestión de minutos.
—¿Beth?
—Estoy aquí —contestó la interpelada.
Sabía que debía decir que en ese momento era madre y ama de casa y que no le interesaba ninguna oferta.
Pero sí le interesaba.
—La empresa está aquí mismo, en la Sexta Avenida, pero tienen una red amplia y presencia en ambas costas.
Presencia en ambas costas.
La imaginación de Beth voló hasta la costa oeste en primera clase. Ese día, una juguetería. Al siguiente, Beverly Hills. Hollywood. Champán. Un mundo de almuerzos largos y reuniones de negocios, donde la gente escuchaba lo que ella decía. De fiestas glamurosas y de la posibilidad de usar el cuarto de baño sin compañía.
—¿Mamá? Quiero el camión de los bomberos.
El cerebro de Beth seguía disfrutando en Beverly Hills.
—Cuéntame más —pidió.
—Crecen deprisa y están listos para ampliar su equipo. Quieren hablar contigo.
—¿Conmigo? —Beth se mordió la lengua. No debería haber dicho eso. Debería proyectar confianza en sí misma, pero la confianza en sí misma había resultado ser un recurso no renovable. Sus hijas le habían quitado la suya con dedos pegajosos.
—Tú tienes experiencia —dijo Kelly—. Contactos con los medios y creatividad.
«Ja», pensó Beth.
—Llevo tiempo fuera del mundillo —siete años para ser exacta.
—Corinna Ladbrooke ha preguntado específicamente por ti.
—¿Corinna? —el nombre de su antigua jefa removió una maraña de sentimientos en el interior de Beth—. ¿Se ha cambiado de empresa?
—Ella es la que está detrás de Glow. Dime cuándo tienes un hueco y puedo organizarte un encuentro con todos ellos.
¿Corinna la quería a ella? Habían trabajado juntas, pero no había sabido nada de ella desde que se marchara para tener hijos.
A Corinna no le interesaban los niños. Ella no tenía, no quería tenerlos y, si alguna de sus empleadas elegía descarriarse por la esfera de la maternidad, optaba por ignorarla.
Ruby empezó a gimotear y Beth se agachó a tomarla en brazos con una mano, comprobando automáticamente que todavía tenía a Bugsy. Nada podía separar a Ruby de su peluche favorito y Beth tenía cuidado de no perderlo.
¿Se preocuparía menos por las niñas si tuviera un trabajo?
Se inquietaba demasiado y lo sabía. Le aterrorizaba que pudiera pasarles algo malo.
—Kelly, te llamaré cuando eche un vistazo a mi agenda —dijo, consciente de que aquello sonaba más impresionante de lo que era. Su «agenda» incluía llevar a las niñas a clases de ballet, clases de arte y de inmersión en mandarín.
—Hazlo pronto.
El teléfono quedó en silencio y Beth permaneció un momento inmóvil, con la cabeza todavía en el país de las fantasías y el brazo dormido. ¿Por qué parecía que el peso de las niñas aumentaba según el tiempo que las tuviera en brazos? Dejó a Ruby en el suelo.
—Nos vamos a casa.
—¡Camión de bomberos! —el grito de Ruby era más penetrante que ninguna sirena—. Lo has prometido.
Melly seguía mirando disfraces.
—Si no puedo ser una princesa, quiero ser un superhéroe —declaró.
«Yo también quiero ser un superhéroe», pensó Beth.
Una buena madre se negaría y explicaría claramente su decisión. Las niñas saldrían de la tienda disciplinadamente y entendiendo mejor el valor del dinero y el concepto de la gratificación diferida, así como la asociación de comportamiento y recompensa.
Beth no era esa madre. Cedió y compró el camión de bomberos y un disfraz más.
Salió de la tienda cargada con dos niñas felices, un montón de paquetes y la irritante sensación de ser un fracaso como madre.
Ver Manhattan en diciembre era verlo en su mejor época ventosa. El resplandor de las luces en los escaparates y la mordedura del aire de invierno se combinaban para crear una atmósfera que atraía a gente de todo el mundo. Las aceras estaban atestadas y la población de la zona se veía tragada por los visitantes que no podían resistirse a la atracción de la Quinta Avenida en esas fiestas.
Beth