Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


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son finalmente rescatados. Grandes desfiles y fanfarria para celebrar a los héroes, quienes exhiben, como trofeo, a un selenita que en su afán de detener la nave se aferró a la parte posterior y ha sido ahora domesticado.

      Esto y mucho más puede leerse en la singular novela gráfica La invención de Hugo Cabret (2007), del escritor norteamericano Brian Selznick. Se trata de un libro bellísimo, impreso en blanco y negro, básicamente ilustrado a carboncillo, aunque también cuenta con unas fotografías de época respetuosamente intervenidas y unas pocas páginas de texto. Su historia se sitúa en la Francia de 1931 donde un niño huérfano, hijo de un relojero, ha heredado de su padre la devoción por la exactitud del tiempo y sus misteriosos mecanismos concentrados en dos objetos simbólicos: un inservible muñeco de cuerda y un cuadernillo de notas para repararlo.

      Revisemos los elementos de este apasionante relato de aventuras: el pequeño Hugo vive a escondidas en la torre de una estación de ferrocarril, en una buhardilla tras el enorme reloj de su abigarrada arquitectura; las galerías de la sala de ingreso son frecuentadas por numerosas personas, donde un enigmático juguetero atiende su modesta tienda de cachivaches, cuyas piezas pueden servir para reparar el muñeco. Asimismo, una adolescente inquieta, muy aficionada a la lectura, establece un vínculo con él y lo anima a correr mil riesgos.

      A medida que avanzamos en la lectura, vamos percibiendo su deuda con el cine: desde las imágenes, sus secuencias vertiginosas y sus encuadres; los bordes negros que sugieren fotogramas de un filme; los carteles que anuncian cada capítulo; la cuidadosa administración de la intriga…, poco a poco, las referencias cinematográficas a través del universo imaginativo de Georges Méliès. Creo que este libro es una hermosa posibilidad para internarse en esa otra vida que ofrece el cine. Y está tan próximo a este arte que no tardó en llegar su versión filmada en 3D, que simula la visión tridimensional humana5.

      Tanto la novela gráfica como la película son manifestaciones de la ficción que se inscriben dentro de lo que podríamos denominar género de aventuras; son fáciles de seguir, entretenidas e incluso apasionantes. Como buscamos olvidarnos de los rigores del tiempo y de las preocupaciones, los noventa minutos de una película nos parecen una bendición. Cuántas veces recibimos una película ligera como un bálsamo y tan pronto se acaba el filme nos sentimos renovados, como si hubiéramos vivido el más reparador de los sueños.

      Sin embargo, también existen películas densas, que no nos facilitan la tarea de vivir: son historias complicadas, incómodas, que no licencian nuestra conciencia ni nuestro juicio. Desde luego que este tipo de películas concita a un menor número de espectadores, muchas veces son producciones independientes o de directores raros, los llamados de culto, que tienen poco interés en las luminarias de la gran industria cinematográfica. En esta línea, quiero tocar El tedio (1998), coincidentemente también una película inspirada en una obra literaria. La novela pertenece al escritor italiano Alberto Moravia, fue publicada en 1960 y es, como buena parte de su obra, de carácter existencial. El propio Moravia, como persona, era sustancialmente un pesimista humanista. Puede comprobarse en El rey está desnudo (1982), un libro de entrevistas:

      No creo que el hombre haya nacido para ser feliz, sino para expresarse. Y la expresión es una cosa dolorosa, difícil, áspera y… que no sirve para nada.

      —La vida es trágica…

      En efecto, creo que la tragedia es el fundamento de la vida humana […]. (p. 236)

      La novela está narrada en primera persona y la película también, a través de una predominante cámara subjetiva que se sitúa detrás de los ojos y de la sensibilidad del protagonista. La primera se inicia con un prólogo en el que se presenta el personaje: un pintor que carece de energía creadora y que no consigue permanecer más de diez minutos ante el lienzo… sin el deseo de destruirlo, convencido de haber llegado al fin de una larga y antigua discusión consigo mismo.

      No tarda en declarar que desde su infancia ha sido víctima del tedio y esboza una teoría al respecto… Acá es donde me gustaría abrir la gran interrogante sobre esta emoción de disgusto y hastío, tan alejada del placer que naturalmente nos proporciona el cine. Leamos unas líneas del prólogo para comprenderla mejor:

      Para muchos, el tedio es lo contrario de la diversión; y diversión es distracción, olvido. Para mí, en cambio, el tedio no es lo contrario de la diversión; más bien podría decir con franqueza que en ciertos aspectos se parece a la diversión, en tanto que provoca distracción y olvido, aunque sean de una índole muy particular. El tedio es para mí una especie de insuficiencia, incapacidad o escasez de la realidad. (Moravia, 1986, p. 14)

      Esta idea de extrañamiento e ineptitud de la realidad es clave para entender la novela y la película, si bien la historia experimenta pronto un giro en el argumento con la presencia de Cecilia, una joven modelo con quien el protagonista empieza una enfermiza relación erótica que lo arrancará del aburrimiento, pero que a cambio lo llevará a un trágico final. A pesar de las variaciones en la adaptación, ni la novela ni la película logran emerger del fango; sus personajes son siempre seres viscosos e infelices, y las situaciones que viven son degradantes. Aun así, el cine nos sirve para conocer las bajezas del alma humana.

      Nos recuerda el educador Constantino Carvallo que el poeta Paul Valéry afirmaba que “el gusto es el resultado de mil disgustos”; es decir, alcanzar el buen gusto cuesta esfuerzo. Es como todo proceso educativo: difícil, áspero y pesado. ¿Acaso nuestros alumnos permanecen felices en clase? Tenerlos concentrados y satisfechos es un logro pedagógico6. Los hábitos cotidianos, las lecciones de clase, el desarrollo de la inteligencia y la sensibilidad exigen una firme voluntad. Creo que conseguirla es parte de la tarea docente.

      Supongamos que nos propusiéramos conocer la cultura peruana y lo hiciéramos a través de obras como Los ríos profundos (1958), novela de José María Arguedas, o Wiñaypacha (2018), película de Óscar Catacora; los panalivios de Nicomedes Santa Cruz o los valses de Chabuca Granda; La casa de cartón (1928), nouvelle de Martín Adán, o Las hijas de Nantu (2018), documental de Willy Guevara sobre la cultura de los awajún. Muy probablemente la mayoría de los estudiantes las calificarían de expresiones “lentas” y “aburridas”. ¿Pero nos atreveríamos a desconfiar de sus virtudes estéticas y sociales o de su energía transformadora?

      Advierta, querido lector, los vínculos que hemos señalado en el subcapítulo anterior entre literatura y cine, a través de adaptaciones de novelas a películas diametralmente opuestas: acción frente a inmovilidad, optimismo frente a desesperanza, presteza frente a lentitud; en suma, diversión y aburrimiento enfrentados y unidos, no obstante, en la pantalla. Y, sobre todo, de qué manera el cine se las arregla para trasladar los asuntos más indescifrables y espesos de la realidad a la ficción.

      Para cerrar esta introducción sobre el poder disolvente de la ficción, que muda la gravedad del mundo concreto a una realidad de sustancia diferente, dudé entre dos películas: La rosa púrpura del Cairo (1985), de Woody Allen, y Mulholland Drive (2001), de David Lynch. Opté por la entrañable comedia dramática del cineasta neoyorquino. Una frase de su guion me ayudó a decidirme: “Los seres de ficción quieren tener una vida real y los seres reales una vida de ficción”.

      Creo que esta frase refleja nuestra condición humana de vigilancia ante los deseos más urgentes y nos lleva, además, a aceptar la fantasía como un ámbito ubicado más allá de los límites tangibles. La película de Woody Allen se refiere de una manera brillante al cine y su relación con la realidad7. Tratemos de explicarlo: Cecilia, una joven esposa —interpretada por Mia Farrow—, es maltratada por su esposo, un haragán que la golpea y le arrebata el poco dinero que gana como camarera. Una noche, volviendo a casa, ella vacila frente a la cartelera de cine —se exhibe La rosa púrpura del Cairo, lo cual insinúa una interpretación— y opta por quedarse a ver la película.

      Regresa a casa y nuevamente el marido la forcejea, le quita el dinero y se larga con sus amigotes. Al día siguiente, por la noche, ya no duda: subyugada por las imágenes y en particular por el apuesto galán de la película, ella