Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


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en el sentido fotográfico del término. El arte, para seguir siendo arte, tiene que seguir siendo un germen de anarquía, escándalo y desorden. (p. 33)

      No se alarmen, queridos colegas. Tenemos tantos escritores que fueron maestros de escuela y, hasta donde sabemos, su actitud rebelde y contestaria de creadores jamás los impulsó a tomar un local escolar ni a secuestrar a un director. Mencionemos a algunos: César Vallejo, José Portugal Catacora, Francisco Izquierdo Ríos, José María Arguedas, Rosa Cerna Guardia, Oswaldo Reynoso y Óscar Colchado Lucio. Tal vez sin esa experiencia enriquecedora no hubieran podido escribir obras tan valiosas como Paco Yunque (1951), Niños del Kollao (1937), Gregorillo (1957), Los ríos profundos (1958), Los días de carbón (1968), Los inocentes (1961) y Tras las huellas de Lucero (1980), respectivamente.

      En Los Reyes Rojos de aquellos años, trabajaban maestras y maestros que cultivaban, además, la música, la poesía, la pintura, el diseño gráfico… Había entonces una efervescencia cultural que llevó al colegio a fundar una editorial propia, a ofrecer un cineclub, a presentar conciertos musicales y funciones de teatro; un ambiente así era ideal para organizar un curso de historia, como hicimos para los últimos grados de primaria, a partir de filmes como La guerra del fuego (1981) y El nombre de la rosa (1986), de Jean-Jacques Annaud; La misión (1986), de Roland Joffé; Amadeus (1984), de Milos Forman; 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick; y Blade Runner (1982), de Ridley Scott.

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      BANDA SONORA 1

       Diálogo con Fernando Ruiz Vallejos, profesor universitario y promotor cultural

      Por el tema que abordaríamos no había mejor lugar de encuentro que el Café de la Paz, hermoso bistrot en el corazón de Miraflores. A Fernando, durante su larga permanencia en la Universidad de Lima, siempre lo vi con admiración por su dinamismo en la docencia universitaria y su gestión en favor del ámbito escolar. Durante diez años, a partir del 2003, mantuvo un espacio de proyección y diálogo de cine sobre valores humanos, destinado a profesores y estudiantes de los últimos años de colegios limeños. Misión que obtuvo en el 2005 un valioso reconocimiento de la Unesco, al ser considerada como cátedra de dicha organización. Fueron cien películas ofrecidas de manera ininterrumpida y, más tarde, jubilado de la Universidad de Lima, continuó con su ideal en las escuelas de educación de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Fernando Ruiz se formó como profesor en Educación Secundaria en la especialidad de Castellano y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo la maestría en Docencia Superior, en la Universidad Ricardo Palma. Enardecido en su discurso y amante del cine, en particular de la nouvelle vague, su sueño es tener un pequeño cineclub en su casa.

       CAMINO DEL ARTE

       Como vamos a hablar de cine y educación, quería empezar preguntándote si conoces el libro Cineclub (2009), de David Gilmour. Es un crítico canadiense de cine importante en su país y publicó esta novela sobre una experiencia directa: desempleado desde hace poco tiempo, está separado de su mujer y ella vive con el hijo de ambos, pero no puede con él. El chico no quiere estudiar ni trabajar, duerme hasta el mediodía y parece andar en drogas. Se lo comunica al papá… Él decide plantearle lo siguiente: te vienes a vivir conmigo; si no quieres trabajar ni estudiar, está bien, pero nada de drogas y que el único requisito sea sentarnos a ver dos o tres películas a la semana.

      Creo que he tenido alguna noticia, pero no lo he leído.

       Lo que se propone el padre es educarlo a través de las películas que ven… por ahí va la novela. ¿En qué basas tu confianza en el poder educativo del cine?

      Yo no entré al cine por el cine, sino por la pintura. A mi padre le gustaba mucho la música clásica y la literatura. Nos brindó esa “esfera” de lo artístico. Yo recuerdo que mi fiesta mayor era ir los domingos a misa con él, porque era un espacio de recogimiento. Como todo niño me aburría, pero la promesa era que después nos quedábamos a ver los cuadros de la iglesia. Por eso la iglesia de San Pedro, que tiene mucha luz, para mí era como una gloria. Además, tenía una tía que era pintora… El olor del aguarrás y del óleo era algo muy agradable para mí. Estas experiencias crearon una especie de universo mágico a mi alrededor.

       Y sin duda educaron tu mirada… para valorar toda esa constelación de formas, colores, texturas…

      No hacía más que entrar a la sala de mi tía, en una antigua casa barranquina, y veía dos esculturas polícromas casi de mi estatura: Noredrin Aldin y Bedredin Hasan. Eran como dos vigilantes del pasado. En un ángulo superior el bisabuelo Anacleto, al que había querido un montón y que había peleado en la guerra con Chile. Un hombre muy curioso. Más adelante, un mueble más o menos vertical, que era una ortofónica, que era el nombre adecuado, pero le llamaban vitrola. Encima había un niño Dios, que dejó su lugar para que yo estuviera, como estoy hasta ahora, retratado en la iglesia del Carmen de Barrios Altos. Son nueve ángeles que están mirando, yo estoy en la parte baja del altar. A la mano izquierda está santa Teresa. Todas esas visiones me hicieron amar los cuadros y, además, lo que dices es cierto: valorar el mundo de la pintura, los encuadres, la multitud de detalles.

       ¿Y tu ingreso al mundo del cine?

      Asistí a un curso de cine en San Marcos, a cargo de un profesor del cual fui asistente después en la Universidad de Lima. Ahí vi una película francesa, Levación. Un corto de aproximadamente veintisiete minutos, donde había un muñeco, como un arlequín, que iba cobrando vida. Eso me conquistó definitivamente para el cine. ¿Por qué? Porque era una pintura, pero con movimiento. Eso mismo lo he encontrado en Los sueños (1990), de Akira Kurosawa, cuando el pintor japonés entra al museo y se mete a la pintura de Van Gogh…

       Me has hablado de tu encanto por el cine, pero ¿dónde nace tu confianza en su poder educativo?

      Me di cuenta, a partir de los cursos que llevé, de que el cine tiene esta facultad de ahuyentar toda realidad, excepto lo que está en la pantalla. Como les digo a mis alumnos: si no van al cine a concentrarse, no descubrirán que la imagen es enorme y que el sonido abarca mucho. Consigue que uno se meta. Eso me hizo pensar y estudiar teoría de la puesta en escena (investigué bastante sobre dibujos animados), que le da un valor especial al cine. Y enseña mucho, como a mí me enseñó esa película francesa que con algo inanimado como un muñeco de pronto adquiere vida y poesía. Porque entre educación y emoción hay un gran vínculo.

       Muchos creadores y críticos, no obstante, defienden la gratuidad del arte. No deja de ser riesgoso que uno le otorgue ese poder educativo a una creación que debería entenderse solo como arte. Tal vez la línea divisoria está en que el arte al final es sutilmente pedagógico, no didáctico, sino formativo de una manera más intensa y abstracta.

      Es justamente eso, lo has dicho todo. A mí me choca ese discurso de “eso es cine” y “eso es divertimento”. Por eso me gustaron tus comentarios sobre cine en Un placer ausente (Eslava, 2013). Los comparto plenamente; es que, en buena cuenta, yo me enamoré a partir del cine y el intercesor fue Truffaut. Él tiene una frase extraordinaria a la que recurro para la formación de educadores: “Hay que denunciar la vulgaridad e imbecilidad de los filmes insinceros”.

       ¿Crees que el compromiso del arte —aunque tal vez suene demasiado político— es proveer información y además educar la sensibilidad?

      Exactamente. Hay algo que dice Bergala: si quiere usted aprender cine, vea cine. Así se dará cuenta de cómo esas imágenes van haciéndole sentir diversos matices de vida. También me lo dijo Constantino Carvallo, cuando fuimos jurados para La teta asustada (2009). Estaba muy desengañado porque los chicos