Jorge Eslava

Mirador de ilusiones


Скачать книгу

y técnico que extraen de cada una es muy valioso.

      Veamos solo un caso que revela la gran mejora del hijo y, en consecuencia, de su relación con el mundo. Para empezar, con sus padres. Un buen día el padre decidió ponerle Un soplo al corazón (1971), de Louis Malle. Esta película trata del hecho de hacerse mayor, de la incomodidad y la extrañeza que se experimenta por dentro y por fuera. El joven se siente vulnerable, irascible, expuesto… He recordado la tesis de la famosa psicoanalista francesa Françoise Dolto (1989), para referirse al simbólico segundo nacimiento que representa la adolescencia. Ella lo denominó “el complejo de la langosta”, en alusión a la necesidad que tiene este animal de desprenderse de su caparazón para construirse uno nuevo. Del mismo modo, el adolescente renunciará al amparo familiar para buscar en los amigos, la enamorada y los nuevos hábitos una nueva protección.

      Para Gilmour, Un soplo al corazón es una película muy honesta y verosímil, que transmite una gran insatisfacción y nostalgia, que refleja en sus pequeños detalles todas las fisuras psicológicas por las que pasa un joven. Entonces la coloca en el reproductor y presiona play. Su hijo mira al comienzo con incredulidad y un rato después exclama con admiración: “¡Santo Dios! […]. Eso sí que es un director con cojones”. Y continúa entusiasmado haciendo otros comentarios de asombro y complicidad. Será preferible que reproduzca textualmente parte del diálogo que sostienen padre e hijo al final de la película; es una conversación que conmueve y, además, una preciosa lección de conocimiento y apreciación de cine:

      —¿Sabes? —dije cuando la película terminó—. Te has convertido en todo un crítico de cine consumado.

      —¿Sí? —dijo él distraídamente.

      —Sabes más de cine que yo cuando trabajaba de crítico para la CBC.

      —¿Sí? —No parecía muy interesado. (¿Por qué nunca queremos dedicarnos a las cosas que se nos dan bien?)

      —Podrías ser crítico de cine —dije.

      —Solo sé que me gusta. Nada más.

      Al cabo de un rato breve dije con suavidad:

      —Compláceme un momento, ¿vale?

      —De acuerdo.

      —Sin pensarlo, ¿puedes decirme tres innovaciones que aparecieron con la nueva ola francesa?

      Él parpadeó ligeramente y se incorporó.

      —Hum… ¿Presupuestos bajos…?

      —Sí.

      —¿Uso fluido de la cámara…?

      —Sí.

      —¿Los rodajes en las calles en lugar de en los estudios…?

      —¿Puedes decirme el nombre de tres directores de la nueva ola? —dije.

      —Truffaut, Godard y Rohmer.

      (Ya le estaba cogiendo el gusto.)

      —¿Cuál es la expresión francesa para referirse a la nueva ola?

      —Nouvelle vague.

      —¿Cuál es tu escena favorita de Los pájaros, de Hitchcock?

      —La escena en la que se ve un árbol vacío por encima del hombro del protagonista y la siguiente vez que se ve está lleno de pájaros.

      —¿Por qué es tan buena?

      —Porque indica al público que va a pasar algo malo.

      —¿Y cómo se llama eso?

      —Suspense —dijo. (Gilmour, 2009, pp. 222-223)

      Abro este fragmento engarzando, como en un relato de ficción, la referencia anterior con la película El atelier (2017), de Laurent Cantet, porque considero que ambas propuestas están muy vinculadas entre sí. No obstante, como expondré enseguida, se trata de dos procedimientos contrarios: en la novela el proceso de educación opera muy cercano y casi bajo presión de padre a hijo, al menos al comienzo. En la película la relación es de profesora a un grupo de alumnos a través de un curso que (se supone) los alumnos han escogido voluntariamente. Si bien en toda relación formativa debe existir un sentimiento de afecto por parte del educador, el nivel de incondicionalidad afectiva en el padre está fuera de toda duda.

      “Se es padre o madre de la misma persona toda la vida”, escucha uno a menudo. Mientras que no somos profesores o profesoras por siempre de las mismas personas. Los alumnos pasan ante nuestros ojos y nuestros corazones de un año a otro, son como aves migratorias. Muchos son olvidados, unos pocos permanecen en nuestra memoria y qué alegría nos produce un encuentro. Durante un período académico, nos ha unido a ellos lo que el gran filósofo y pedagogo alemán Eduard Spranger llamó el amor pedagógico. En cambio, el amor de los padres a los hijos no tiene programas, evaluaciones ni objetivos; es más natural e intenso, animado por la urgencia de darles felicidad.

      El atelier nos muestra un taller de escritura escolar desde dentro, primero a través de los textos y poco a poco mediante la observación que hace la conductora del comportamiento de cada uno de sus integrantes3. Si bien estamos fuera del espacio convencional de un aula, en la campiña francesa, la película se instala en el ámbito educativo, específicamente en La Ciotat, muy cerca de un astillero clausurado por razones políticas, y el grupo está conformado por una maestra y reconocida escritora, quien junto con unos adolescentes del bachillerato debe crear una historia de ficción. Además del proceso de escritura, es interesante señalar de qué manera la película se propone ofrecer una expresión coral de una sociedad tan enfrentada como la francesa, articulada por diversas culturas y realidades.

      La desafiante rebeldía de uno de los muchachos y su insinuación de pertenecer a un grupo terrorista provocan que la maestra estreche su relación con él. La consecuencia es una mayor atracción entre ellos —la carga sexual está presentada con gran sutileza—, lo que hace que la película se intensifique generando nuevos niveles de relación con los demás chicos. Interesante también es preguntarse, gracias a lo revelador de las discusiones, si el arte o específicamente la escritura literaria pueden hacer frente a los conflictos culturales, políticos y económicos de los más vulnerables.

      Es un filme casi documental, como fue Entre los muros (2008) del mismo director y que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes. En esta película un profesor de literatura de una escuela en los suburbios de París tiene que afrontar y atemperar a varios estudiantes de orígenes culturales diversos. Pese a tener componentes análogos, El atelier es cinematográficamente más elaborado; ciertos planos bastante contemplativos, al borde del acantilado, que se detienen en los cuerpos y las miradas de la maestra y el alumno, refuerzan la tensión entre ambos; también considero un acierto el desenlace que evita lo que parecía inminente: la amenaza de un final sangriento.

      La otra película que quiero comentar está más vinculada al teatro, concretamente al montaje de una obra clásica francesa del Siglo de las Luces en una escuela contemporánea y marginal, que más parece un polvorín social. La escurridiza, o cómo esquivar el amor (2003), de Abdellatif Kechiche, se propone este difícil reto como una manera de contraponer —¿contrapesar?— dos estéticas que traducen realidades europeas antagónicas: el antiguo pensamiento ilustrado de la burguesía y la aristocracia, frente a la muy actual ideología migratoria, herida de discriminación y resentimiento.

      A esa doble confrontación se suma una de carácter universal: la historia de amor entre dos jóvenes, pertenecientes a este mundo fracturado, quienes al mismo tiempo tienen que construir la manera de integrarse bajo un sentido de identidad nacional. A propósito de esta observación, es admirable cómo el director sugiere a través de las repeticiones y correcciones propias de una puesta en escena lo importante que es repasar nuestras acciones, enmendarlas como en los ensayos de teatro. Tal vez por eso al final, cuando las escenas de la vida real de los chicos y las escenas de la obra se han repetido muchas veces, corrigiendo cada detalle, el desenlace de la película ofrezca