Elizabeth August

Una niñera enamorada


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seguiré buscando algo mejor y que te sacaré de allí tan pronto como pueda. Estoy desesperada.

      Minerva pensó que ella también. No aceptar ese trabajo la podía obligar a retrasar sus planes para reclamar su independencia, y se negaba a hacer eso.

      –De acuerdo –dijo–. Siempre y cuando me prometas que me encontrarás pronto otro trabajo.

      Wanda sonrió.

      –Ya estoy con ello –dijo y le ofreció un papel–. Aquí tienes los nombres, la dirección y demás. Llámame cuando te hayas instalado.

      Cuando dejó el despacho, Minerva se preguntó dónde se había metido.

      Y ahora se lo estaba preguntando de nuevo mientras se acercaba al hogar de los Graham.

      Pero cualquier cosa era mejor que volver derrotada a su casa para demostrar que su padre tenía razón.

      Judd Graham miró a sus trillizos, que estaban desayunando, y luego a su reloj.

      –La nueva niñera debería estar aquí dentro de un par de minutos. Será mejor que no se retrase. Tengo que llevar al colegio a John.

      Lucy Osmer, el ama de llaves, frunció el ceño al oír su tono de voz.

      –Espero que seas más amable con esta que con las tres a las que no despediste. Ninguna se quedó una semana entera. Yo soy una mujer de cincuenta y tres años y cuidar de esta casa, hacer la colada y cocinar es lo más que puedo hacer. Si a eso le añades tres niños, eso sería pasarte de la raya.

      Judd suspiró cansadamente.

      –Realmente te agradezco que no me dejes solo.

      Lucy sonrió.

      –Yo nunca me podría alejar de estos niños. Pero necesito ayuda. Ya no soy joven.

      –Tienes razón. Hoy voy a llamar a un servicio de limpieza para que vengan una vez a la semana a ayudarte.

      –Eso estará bien. Y tal vez esta nueva niñera reúna las características que pides y se quiera quedar.

      Judd frunció el ceño.

      –La verdad es que no puedo decir que lamente que esas otras se marcharan. Ninguna de ellas parecía poder relajarse y yo quiero que mis hijos tengan un entorno cómodo.

      Lucy miró al hombre alto y fuerte que tenía sentado delante, mirando a sus trillizos, dos niñas y un niño.

      –No se relajaban por ti.

      –Yo no las traté mal.

      –Tienes una forma de ser autoritaria que la mayoría de la gente puede encontrar insoportable, incluso intimidante.

      –Pero tú no te has quejado nunca.

      –Mi marido, Bill, que descanse en paz, era también un hombre de voluntad fuerte, como tú. Además, a él le caías bien y yo confiaba en su juicio. Así que me imaginé que debía haber algo de bueno en ti. Por eso me quedé para ver si lo encontraba.

      Judd sonrió.

      –¿Y encontraste algo?

      Lucy le devolvió la sonrisa.

      –La verdad es que sí. Por supuesto, necesité bastantes ganas para soportar tus ladridos.

      –Trataré de no ladrar cuando llegue la señorita Brodwick –prometió.

      –Eso espero –dijo Lucy atrapando un plato antes de que Henry, el tercero de los trillizos, lo tirara al suelo–. Ciertamente nos vendrían bien un par de manos más en esta misma mesa.

      –Bonito sitio –dijo Minerva al aparcar delante de la elegante casa de un solo piso, situada en uno de los barrios mejores de Atlanta.

      Por lo que había averiguado en la agencia, sabía que Judd Graham era arquitecto y que tenía su propia empresa constructora. Así que, naturalmente, tenía una magnífica casa.

      Llamó al timbre y escondió su nerviosismo tras una sonrisa educada. Una sonrisa que se hizo de piedra cuando se vio cara a cara con un hombre como una montaña, vestido con vaqueros, camisa de cuadros y botas de trabajo. Él la estudió con unos ojos color castaño oscuro que no le estaban dando precisamente la bienvenida.

      Sus rasgos faciales eran corrientes. Pero ella nunca lo habría clasificado como un hombre corriente. Supuso que estaba acostumbrado a intimidar a la gente con una simple mirada, la que le estaba dirigiendo a ella en ese momento. Pero ella no estaba de humor para dejarse intimidar por cualquier hombre. Ese día había declarado su libertad, así que cuadró los hombros y extendió la mano.

      –Hola, soy Minerva Brodwick.

      Él aceptó su mano y vio que iba bastante poco maquillada, cosa que le pareció bien. No le gustaban los disimulos. Ese era un punto a favor de ella. Y también era puntual. Otro punto a favor.

      A Minerva la sorprendió la fuerza de su mano. La textura callosa de la misma. Él no solo vestía como un obrero de la construcción, sino que lo parecía de verdad. No encajaba nada en la imagen mental de ejecutivo agresivo que se había esperado.

      –Llega a tiempo –dijo él.

      Le soltó la mano y se hizo a un lado para permitirle entrar en la casa.

      A pesar de esas palabras, Minerva no vio ningún cambio en su expresión y se preguntó qué habría sucedido si hubiera llegado tarde. ¿Le habría dicho que se fuera a paseo y le habría dado con la puerta en las narices? El pensamiento de que realmente no quería ese trabajo le pasó por la mente. Pero en ese momento ella no tenía otra alternativa. Incluso ser empleada por ese oso seco era preferible que volver a casa con su padre para que le echara en cara su fracaso.

      Judd la hizo entrar al salón.

      –Antes de llevarla a la cocina y presentarle a mi familia, he de hacerle unas preguntas.

      Luego le indicó que se sentara.

      Minerva, sabiendo que, si lo hacía, él se impondría en toda su altura y eso le daría una ventaja psicológica, prefirió continuar de pie. Estaba decidida a hacerle saber desde el principio que no se iba a dejar avasallar.

      –¿Qué preguntas?

      –Quiero saber por qué ha aceptado el trabajo.

      –Porque necesito uno –respondió ella sinceramente.

      Él frunció el ceño.

      –Mis hijos no son solo un trabajo.

      Minerva pensó que tal vez había sido demasiado concisa.

      –Yo nunca he considerado que trabajar con niños sea solo un trabajo. Me gustan los niños.

      Judd siguió frunciendo el ceño, pero pareció como si un poco de su enfado desapareciera.

      –Me alegro de oír eso.

      Su comportamiento intimidatorio estaba llevando sus nervios hasta un punto de ruptura. Inesperadamente, se oyó decir a sí misma lo que le estaba pasando por la cabeza.

      –No estoy muy segura de aceptar el trabajo, dado que usted ha rechazado a tantas solicitantes.

      –Supongo que esa es una preocupación legítima –dijo él y su mirada se endureció más todavía–. Yo quiero a alguien que se preocupe de mis hijos, que quiera pasar tiempo con ellos. Y las horas son largas. Se la necesitará veinticuatro horas al día seis días a la semana. Tendrá los domingos libres. A cambio, yo le pagaré muy bien. ¿Cree que podrá soportar eso?

      Él tenía razón en lo del sueldo. Era muy bueno. Además, ¿qué otra opción tenía?

      –Me gustaría intentarlo –dijo.

      Él le hizo entonces una seña para que lo siguiera.

      –Venga entonces.

      El sonido de un niño que empezó a llorar incrementó las ganas de ella de salir