Elizabeth August

Una niñera enamorada


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de su padre, los miraba y agitaba la cabeza mientras limpiaba un bol de cereales que había caído al suelo.

      Al ver a su padre, el bebé que lloraba se interrumpió.

      –Joannie –dijo señalando a otro de los bebés–. Ha sido culpa suya.

      –Los dos se pelearon por las fresas –dijo Lucy–. Lo de que se cayera el bol de cereales fue un accidente.

      Recordando las reacciones de su propio padre ante cualquier cosa que alterara la paz de su mundo, Minerva se preparó para la ira de Judd Graham.

      –Las fresas son saludables. Mañana pondremos dos cuencos más.

      Luego se arrodilló para limpiar él el suelo, le guiñó un ojo a su hijo mayor y añadió:

      –Termina de desayunar.

      Minerva se quedó sorprendida. Había estado segura de que ese hombre era de los que se dejaba llevar por la ira.

      –¿Eres nuestra nueva niñera? –le preguntó el mayor mientras se sentaba.

      Minerva apartó la mirada del hombretón que estaba limpiando el suelo y se vio sometida a escrutinio por una mirada igual de seca que la del padre.

      –Sí. Y tú eres John, me imagino –dijo recordando los nombres que le habían dado en la agencia.

      El niño asintió y señaló a las dos niñas, de cabello castaño y ojos verdes.

      –Sí. Estas son Joan y Judy. Son idénticas.

      Luego señaló al niño de cabello oscuro y ojos castaños que había dejado de llorar y se estaba comiendo una fresa.

      –Y ese es Henry. Son trillizos, pero él no es igual.

      –Y yo soy Lucy Osmer, el ama de llaves –dijo la mujer ofreciéndole la mano–. Y me alegro de conocerla. Por mucho que quiera a esta tribu, son demasiado para solo dos personas mayores.

      –Parecen saludables y llenos de energía –dijo Minerva después de darle la mano.

      Se imaginaba que se iba a ganar cada centavo de su sueldo.

      –Lo son.

      Judd había terminado de limpiar el suelo, miró su reloj y le dijo a su hijo mayor:

      –Ya es hora de que nosotros nos vayamos.

      John frunció el ceño.

      –Tal vez yo deba quedarme hoy en casa para ayudar a que la nueva niñera se acostumbre a nosotros. Los trillizos pueden ser difíciles. Os lo he oído decir muchas veces a Lucy y a ti.

      Ese niño se había ganado inmediatamente el corazón de Minerva. Parecía tan adulto… Estaba claro que la deserción de su madre le había robado, por lo menos, una parte de su infancia.

      –Nos las arreglaremos bien solas –dijo Lucy–. Tú vete al colegio y ya nos veremos a las dos y media.

      Cuando padre e hijo salieron de la cocina, Minerva vio como John se volvía para mirarla. En sus ojos había preocupación y desconfianza.

      –Parece temer que yo sea una especie de monstruo –dijo ella luego–. ¿Es que han tenido alguna niñera que fuera cruel con ellos?

      –No –respondió Lucy sonriendo–. Es solo que es demasiado protector con los pequeños. ¿Qué te parece si lavamos a estos tres y luego te enseño tu cuarto?

      Tal vez se equivocara, pensó Minerva. Tal vez ese niño no la viera como un monstruo. Tal vez lo que quería era que su madre volviera y veía en cada niñera una intrusa cuya presencia era un recordatorio de que su madre no iba a volver.

      Capítulo 2

      MINERVA nunca se había sentido tan cansada. Le dolían todos los músculos del cuerpo y se había tirado en un sillón del salón después de haber acostado a los trillizos para que se echaran la siesta. Se había pasado la mañana entera persiguiéndolos y jugando con ellos. Después de almorzar había seguido jugando con ellos y luego habían ido todos, incluida Lucy, a buscar a John al colegio.

      Ahora John estaba jugando con sus camiones en el jardín fuera del salón, a su vista. Recordaba como él había estado tras ella todo el tiempo que había dedicado a preparar a los trillizos para la siesta. Ahora estaba claro que la ansiedad que se le había notado antes era por sus hermanos. Su afán protector se le había notado cuando se reunió con ellos en el colegio.

      –¿Habéis pasado un buen día? –les había preguntado inmediatamente.

      Los tres se rieron y asintieron.

      Minerva estuvo segura de que se sintió aliviado, así que volvió a pensar en la posibilidad de que una de sus niñeras no hubiera sido tan amable con los niños como el ama de llaves pensaba. Esperando demostrarle que podía confiar en ella, le dedicó una sonrisa amistosa.

      John no le devolvió la sonrisa, haciéndole saber con ello que seguía teniéndola a prueba.

      Minerva decidió que solo el tiempo podía demostrarle al mayor de los hermanos Graham que ella era digna de confianza, se obligó a levantar su cansado cuerpo del sillón. Ese sería el único momento que iba a tener para sacar sus cosas del coche.

      Seguía aparcado delante de la casa y decidió dejarlo allí mientras las sacaba. De esa forma, pasaría constantemente al lado de John y podría tenerlo controlado. El ama de llaves le había dicho varias veces que era un niño muy responsable, que era más un pequeño adulto que un niño, según sus propias palabras, pero ella no quería arriesgarse. Siempre era posible que se comportara de nuevo como un niño y le diera por desaparecer.

      Se detuvo junto a él y le dijo:

      –Voy a sacar las cosas de mi coche. Me gustaría que me dieras tu palabra de que no te vas a ir a ninguna parte sin decírmelo antes a mí.

      El niño la miró y le dijo:

      –No lo voy a hacer.

      Ella sonrió y continuó hasta su coche.

      Cuando volvió por segunda vez, lo encontró de pie, esperándola.

      –¿Puedo ayudarte? –dijo limpiándose las manos en los vaqueros.

      Su cara indicaba que no estaba seguro de que ella siguiera allí, pero que, mientras durara, estaba dispuesto a sacar lo mejor de la situación. O tal vez lo que quería era observarla más de cerca. Minerva estaba muy segura de que la observaba constantemente.

      –Claro.

      Era demasiado pequeño como para llevar alguna de las cajas de libros, pero había algunas cosas que ella no había empaquetado. Tomó su lámpara de mesa y se la dio. John esperó a que ella tomara una de las cajas y luego la siguió.

      –¿Dónde vivías antes de aquí? –le preguntó cuando llegaron a su cuarto.

      –En casa, con mi padre.

      –¿Dónde estaba tu madre?

      –Murió hace tiempo.

      El niño se limitó a asentir.

      Ella le preguntó curiosa:

      –¿Echas de menos a tu madre?

      –No –respondió él firmemente.

      Luego se volvió y se dirigió de nuevo al coche.

      Minerva pensó que la deserción de su madre le debía haber afectado tanto que la reprimía. Sintió lástima por el chaval.

      Lo siguió al coche y se encontró con que estaba en el asiento trasero, mirando a su muy querido y viejo oso de peluche.

      –Tienes un oso de peluche –dijo el niño como si pensara que eso era demasiado infantil.

      –Se llama Travis. Me lo regaló mi abuela.

      –Parece viejo.