Elizabeth August

Una niñera enamorada


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que no los traiga a mi casa sin mi permiso, y nadie se quedará a dormir aquí.

      –Yo no soy de esa clase de mujer –dijo ella indignada.

      Judd la recorrió con la mirada. Lo cierto era que parecía chapada a la antigua y su indignación genuina.

      –Bien.

      Él la había aceptado solo con su palabra y eso debería agradarla y lo hacía. Aún así, todavía había algo más. Recordando las muchas veces que su padre le había dicho que no era ninguna belleza, estaba segura de que Judd Graham simplemente había dado por hecho que ella no podía atraer la atención de los hombres.

      –Y ahora que hemos dejado eso claro, será mejor que releve a Lucy con los niños para que ella pueda volver a la cocina.

      Judd salió de la habitación y cerró la puerta.

      Minerva se quedó mirando a la puerta preguntándose cuánto tiempo podría soportar a ese hombre.

      Estaba muy claro que, con ese hombre, las cosas tenían que ser a su manera sin discusión.

      Miró al teléfono que había en su mesilla de noche. Wanda le había dicho que la llamara…

      Tan pronto como se hubo identificado, Wanda le dijo alegremente:

      –Me tomaré esto como una buena señal. Las demás llamaron menos de una hora después de haber conocido al señor Graham.

      –Esta es simplemente la primera oportunidad que he tenido de hacerlo –respondió Minerva–. Dime que estás tratando de encontrarme otro trabajo.

      –Por supuesto. ¿No te prometí que lo haría? Y yo soy una mujer de palabra. Pero tú prométeme que te quedarás hasta que te lo encuentre. Sinceramente, la gente que conoce a ese hombre me dice que puede ser muy agradable e, incluso, encantador, cuando se le conoce. Solo es demasiado protector en lo que se refiere a sus hijos.

      –Me quedaré, ya que me has dado tu palabra de encontrarme otro trabajo. Pero, por favor, no tardes mucho.

      –Te prometo que te encontraré otra cosa pronto.

      Cuando colgó, Minerva pensó que no podía estar segura de que Wanda mantuviera su palabra. Esa mujer estaba desesperada por encontrar a alguien para ese trabajo. Tomó a Travis y lo miró.

      –Me gustan los niños y el sueldo es bueno –dijo–, debería poder ahorrar una buena suma rápidamente… Antes de que me despidan o que ya no pueda soportar más al señor Judd Graham.

      Luego dejó a Travis y decidió que solo sacaría lo más esencial de las maletas. El resto lo dejaría listo para poder marcharse rápidamente.

      Capítulo 3

      LA CENA, como el desayuno, la tomaron en la gran cocina y, como las demás comidas, fue muy animada. La educación de John era muy buena, pero los trillizos necesitaban atención. A pesar de la presencia de Judd, Minerva disfrutó estando en medio de toda esa actividad. Eran mucho más interesantes que las comidas silenciosas que compartía con su padre.

      En medio de la cena recordó algo que había notado durante la mañana. Henry balbuceó algo irreconocible y las dos niñas se rieron. Sin hacer caso a Judd, Minerva le dijo a Lucy:

      –Juraría que las niñas entienden lo que dice Henry. Es como si los tres tuvieran un lenguaje propio.

      Lucy sonrió.

      –Yo creo que sí que lo tienen. Llevan balbuceándose así desde que estaban en la cuna.

      Judd pensó entonces que, tal vez esa mujer sirviera. Luego dijo en voz alta:

      –Es usted la primera de todas las que ha enviado la señora Johnson que se da cuenta de que los trillizos tienen su propio sistema de comunicación privado.

      La nota de aprobación de su voz la sorprendió tanto que sonrió. Cuando él le devolvió la sonrisa, la invadió una calidez insospechada.

      –Yo jugaré con los niños mientras usted termina de deshacer las maletas –dijo Judd.

      Minerva miró al ama de llaves, que parecía cansada.

      –Primero ayudaré a Lucy con los platos.

      –Eso no es necesario…

      –Quiero hacerlo –insistió ella y empezó a retirar los platos.

      Judd sacó a los niños de la cocina y miró a Minerva. Había una nota de amabilidad en su voz cuando le habló a Lucy. Y sus ganas de ayudar eran un cambio refrescante. Las demás se habían limitado estrictamente a sus obligaciones. Cuando pudieron se escabulleron hasta ser llamadas de nuevo.

      O tal vez esa mujer solo estaba tratando de dar una buena impresión, le sugirió su parte escéptica. Para juzgar el carácter de una mujer se necesitaba una visión aguda y una mente cínica.

      Él había aprendido eso de la forma más dura.

      Después de ayudar a Lucy con los platos, Minerva se detuvo en la puerta del cuarto de juegos de camino a su habitación. Ver a Judd con sus hijos era como ver a un hombre completamente distinto del que se enfrentaba constantemente a ella. Era alegre y cariñoso.

      Cuando se dio cuenta de repente de que él la estaba mirando, le preguntó:

      –¿Con quién debo empezar los baños?

      –Con Henry –respondió Judd pasándole al niño.

      Se sentía tentado a bañarlos él mismo, pero se contuvo. Tenía que estar seguro de que ella lo podía hacer bien mientras él no estuviera presente.

      Cuando entró en el gran cuarto de baño, fue a cerrar la puerta y se encontró allí con John.

      –Siempre dejamos la puerta abierta –le dijo–. Henry puede ser un poco incordio. Yo estaré cerca, por si necesitas ayuda.

      Ella vio la cara de preocupación del niño y le sonrió.

      –Dejaré la puerta abierta, entonces.

      Mientras bañaba al pequeño, era muy consciente de que John no dejaba de observarla. Judd había pasado un momento para ver cómo iba la cosa. Dijo que solo iba a por un juguete, pero Minerva estuvo segura de que era para vigilarla a ella.

      Cuando terminó con Henry, lo dejó jugando con sus juguetes, cerró la verja de seguridad de su cuarto y fue a por las niñas.

      –Las bañaré a las dos a la vez –dijo.

      John no dejaba de observarla.

      Judd las bañaba también juntas normalmente, pero sabía que podía ser complicado. A pesar de su decisión de dejar que fuera ella quien las bañara, le preguntó:

      –¿Quiere que la ayude?

      –No. Puedo con ellas –dijo y se dirigió a John–. Luego te bañaré a ti cuando acabe con ellas.

      John se ruborizó y se puso muy digno.

      –Yo me sé bañar solo –dijo –. Cuando termine será la hora de leer. Papá, ¿nos leerás tú o lo hará Minerva?

      –Yo os leeré esta noche y os arroparé –respondió Judd.

      Minerva vio reflejarse el alivio en el rostro del niño.

      Y ella se sentiría aliviada por librarse de su constante vigilancia.

      Cuando fue a desnudar a las niñas, decidió que debían de tener algo de intimidad con respecto a su hermano y fue a cerrar la puerta del cuarto de baño.

      –Como ya te dije cuando ibas a bañar a Henry, siempre dejamos la puerta abierta por si necesitas ayuda –le dijo John.

      –Yo creía que ellas debían tener algo de intimidad.

      –No miraré. Pero la puerta tiene que estar abierta para oír si necesitas ayuda –insistió