última persona en la que ella debiera fijarse.
Cuando repartieron los regalos, quedó una caja pequeña al pie del árbol, que Victoria asumió estaba destinada a la madre de Oliver.
Al cabo de un rato, cuando charlaban en diferentes grupos, Oliver se acercó a ella.
–Creo que esto es para ti –dijo, tendiéndole la caja.
–¡Pero si ya me has hecho un regalo!
Entonces Oliver se arrodilló y todos los presentes guardaron silencio.
–Victoria, sabes cuánto te quiero.
Victoria sonrió, pero estaba atónita. No era posible. ¿Estaba Oliver a punto de…?
–¿Quieres casarte conmigo?
Victoria se quedó mirándolo, muda, aunque consiguió mantener la sonrisa.
Oliver, su primer novio, al que tan bien conocía y en el que confiaba ciegamente. Delante de los padres de ambos y…
–¿Victoria? –intervino Liam.
Victoria se dijo que no debía mirarlo, pero no pudo resistirse. Liam la observaba fijamente, como si pudiera leer su mente, intuir sus dudas, sus deseos.
–¿Te importa? –Oliver miró a Liam contrariado, más sorprendido que molesto por la interrupción–. Acabo de hacerle una pregunta.
Pero Victoria no podía apartar la mirada de Liam, y percibió el nerviosismo en el grupo que los rodeaba. Alguien iba a decir algo en cualquier momento.
Oliver carraspeó. Oliver, el hombre perfecto al que no podía herir, ni avergonzar delante de todos los suyos.
–¿Victoria?
Ella lo miró y sonrió automáticamente. Quería lo mismo que él porque lo amaba. Quería aquello que él quería, lo que todos esperaban, ¿o no?
Oliver sonrió y repitió la pregunta:
–¿Te quieres casar conmigo?
Capítulo Uno
Ella dijo sí
–Por supuesto –contestó Victoria animadamente, a pesar de que tenía las manos doloridas.
Haría lo que fuera necesario. ¿No actuaban así los emprendedores? Se sacrificaban, trabajaban largas horas. Lo sabía porque había leído Cómo hacerse millonario hacía unos meses. Y eso que a ella le bastaba con ganar lo suficiente como para dejar de tener la cuenta en números rojos.
En cualquier caso, escribir otras cinco tarjetas con caligrafía ornamental no era nada comparado con las que ya había hecho. Lo importante era que tuvieran éxito. Su futuro dependía de ello.
Victoria observó hecha un manojo de nervios a su clienta, Aurelie Broussard. Era imposible no admirar a aquella mujer que, con un vestido blanco y un chal azul marino, parecía brillar con luz propia. El cabello le caía en tirabuzones hasta la mitad de la espalda, y tenía el mismo color que sus ojos, un sensual marrón oscuro. Atleta, modelo y mujer de negocios, y por lo que se podía deducir de la suave curva de su vientre, embarazada de unos siete meses. Victoria no había conocido ese detalle anticipadamente, pero tampoco sabía nada de la vida personal de la antigua campeona de surf, excepto que se iba a casar en cinco días. Victoria no prestaba atención a los deportes acuáticos porque le invocaban recuerdos que prefería olvidar.
Aurelie era la mujer más guapa que había conocido en su vida; y en aquel momento, también era la persona que podía determinar el éxito o el fracaso de su negocio. Y las novias eran muy quisquillosas, más aún aquellas a cuya boda acudían numerosas celebridades.
Victoria se movió con premeditada lentitud para disimular su nerviosismo a la vez que extendía sobre el escritorio algunas tarjetas. Aurelie las estudió en silencio. Victoria había trabajado durante horas, incluida la noche, para terminarlas a tiempo. La habían contratado a última hora, lo que dificultaba la labor de un calígrafo, cuya tarea requería tiempo y calma.
–Son preciosas –fue el veredicto final de Aurelie–. Precisamente lo que quería.
Victoria parpadeó para contener unas lágrimas de alivio. Doscientas treinta y cuatro primorosas tarjetas la habían dejado exhausta.
–Espero no haber cometido ningún error, pero supongo que alguien se cerciorará de que están todas bien –comentó. No podía correr el riesgo de que algún invitado descubriera que su apellido contenía faltas de ortografía.
–Lo hará mi secretaria –dijo Aurelie–. ¿Podrías hacer cinco más antes de marcharte?
Sacó una lista del primer cajón del escritorio.
–Sí, claro –Victoria tenía el material que necesitaba, pero saber que había cinco invitados nuevos la inquietó por otros motivos–. ¿Eso significa que has cambiado la distribución de las mesas?
Había tardado horas en distribuir las tarjetas de acuerdo a las mesas, cada una correspondiente a una playa de surf.
–Sí. ¿Supone un problema? –preguntó Aurelie.
–En absoluto –dijo Victoria, forzando una sonrisa. Si era preciso, estaba dispuesta a coserse los párpados a las cejas para mantenerse despierta.
Recordaba lo importante que había sido para ella, cuando preparaba su boda, que todo saliera a la perfección. Por eso estaba dispuesta a hacer lo imposible para que Aurelie tuviera todo lo que quería. Sin embargo, aunque ella había tenido una boda de cuento de hadas, su matrimonio con Oliver había estado lejos de la perfección. De hecho, había sido un sonado fracaso.
Trabajar en la boda de Aurelie le permitiría recuperarse, al menos económicamente. Iba a acudir tanta gente famosa que incluso podrían surgirle otros encargos. Y aunque resultase irónico que, a pesar de su experiencia, se dedicara a que otros tuvieran la boda ideal, lo cierto era que no se había convertido en una cínica. Para una buena pareja, una gran boda podía representar un magnífico comienzo. Con suerte, el prometido de Aurelie era un hombre decente. Victoria no sabía nada de él.
–Estoy segura de que no me fallarás –dijo Aurelie, sonriendo, aunque Victoria interpretó la sonrisa como «te mataré si cometes un error».
–Puedo hacer las tarjetas aquí, si quieres, pero para organizar las mesas tengo que ir casa. Traeré la nueva planificación en cuanto la acabe.
–¿Y cuándo será eso? –preguntó Aurelie con una tensa sonrisa.
Victoria titubeó. Quería agradarla, pero no tenía que evitar hacer promesas que no pudiera cumplir.
–A tiempo para la boda –dijo, obligándose a que su sonrisa no vacilara aun cuando Aurelie la miró durante un minuto que se le hizo eterno.
–Gracias –dijo esta finalmente.
¡Fantástico! Victoria sacó la pluma y la tinta del bolso. Podía satisfacer a Aurelie haciendo las cinco tarjetas. Luego descansaría en el tren y estudiaría la nueva distribución, y de camino a su casa, se abastecería de suplementos para mantenerse despierta.
–¿Te gustan las velas? –preguntó Aurelie súbitamente.
Victoria se volvió. Aurelie había abierto una gran caja que había junto al escritorio y sacó una preciosa vela blanca.
–Tiene perfume a tabla de surf –dijo Aurelie, riendo–. Mi olor favorito.
Victoria sonrió ante aquella pequeña excentricidad. ¿Casarse en un castillo francés bajo la luz de las velas, con encaje y seda por todas partes? ¿Tener fuegos artificiales y una orquesta? Aurelie no escatimaba detalles. Y a Victoria le parecía genial.
–Son preciosas, como la casa. Va a ser una boda maravillosa –dijo con sinceridad.
–¡Va a ser parfait! –dijo Aurelie, guardando la vela.
Victoria