Katy Evans

Best Man


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vaciar todavía más la cartera de tu padre?

      —Yo… —Esa es la habilidad de Miles. Dejar a la gente pasmada y sin saber qué decir. Es tremendamente perceptivo: sabe ver el alma de una persona, meter su mano en ella y pulsar todas las teclas. Como un mago. Es el tipo de hombre que, al principio, crees que va a su rollo y nada más, y luego te percatas de que es jodidamente brillante. Odio que sea así—. ¿Qué? Oye, solo quiero hablar con Aaron. Mi prometido.

      Me mira fijamente y me evalúa con la misma superioridad de siempre y que me hace sentir diminuta como una seta. Luego dice:

      —Tienes que hacerte la manicura.

      Miro hacia abajo. Sí, tengo las uñas hechas un desastre. ¿Cómo lo sabe? ¿Me ha mirado los dedos? ¿Qué tipo de hombre va por ahí mirando las uñas de las mujeres?

      Cierro las manos para ocultar las uñas. Podría darle un puñetazo.

      Probablemente no es la mejor forma de pasar las veinticuatro horas previas a mi boda. Con la suerte que tengo, me rompería la mano contra esa tabla de madera que tiene por abdominales, y seguro que la luna de miel en Maui con una escayola no es lo mismo.

      Me aparto de él y voy hacia el pasillo.

      —Mira, dile que me llame cuando se despierte, ¿vale? Tiene que bajar, cuanto antes mejor. Gracias.

      Camino a toda prisa, con la piel de gallina después del encuentro. Sé que todavía me mira y que no se pierde ni uno de mis pasos mientras me alejo.

      No puedo creer que él y yo, una vez…

      Ugh. No quiero pensar en eso el día antes de casarme con su mejor amigo.

      Me pregunto si el Midnight Lodge tendrá tratamientos antipiojos.

      9:49 h

      6 de diciembre

4

      Ugh. Miles Foster.

      Es asombroso que Aaron y yo hayamos durado tanto, si tenemos en cuenta lo mucho que desprecio a su mejor amigo. Miles es tan malo que casi hizo que me lo pensara dos veces antes de seguir con Aaron. Cuesta creer que durante la primera fiesta de la fraternidad de la universidad de Colorado a la que fui, cuando estudié a todos los miembros del grupo que había en ese sótano húmedo, me fijara precisamente en él.

      Sí, vale. Todas las chicas que había en aquel sótano hicieron lo mismo.

      Aaron es el típico rubio americano y Miles es su lado oscuro. Es insoportablemente guapo. Mirarlo es como tocar el fuego.

      Pero su atractivo se queda en nada en cuanto abre la boca.

      Por desgracia, ninguno de los dos habló demasiado aquella noche; quizá eso me habría ayudado. Era mi primera fiesta universitaria, estaba borracha de libertad, y también borracha de alcohol. La música estaba muy alta.

      ¿Cómo iba a saber que una noche de diversión tendría repercusiones tan grandes en mi vida?

      Así que hice lo que tenía que hacer. Fingí que no había pasado nada y nunca más volví a mencionarlo. Y él tampoco. Conociéndolo, y sabiendo cómo trata a todas las mujeres que entran en su órbita, puede que ni siquiera se acuerde.

      Mientras me apresuro a bajar al balneario, trato de sacudirme las malas vibraciones que el encuentro con Miles me ha dejado (casi siempre me pasa lo mismo con él), y me entra la risa. ¿Qué clase de idiota se fija en las uñas de una chica? ¿Y lo de Novzilla, qué? Por favor.

      Bueno, estamos empatados. No debería haber dejado que me afectara tanto. Miles jamás me ha preguntado cómo me va. Siempre dice algo así como «Vaya, aquí viene Miss Bajita» o «¿Qué miras, tontorrona?». Así que lo de Novzilla no debería afectarme tanto.

      Es un imbécil. Y también el mejor amigo de Aaron. No es una situación ideal, pero si quiero a Aaron, tendré que tolerarlo. El matrimonio significa compromiso y aceptar al otro. Ya lo dicen: en lo bueno y en lo malo. Y no cabe duda del lado al que pertenece Miles.

      Miles vivía en el centro de Denver y nosotros, en Boulder, lo cual era un alivio, pues con el tráfico que había y lo ocupados que estábamos todos, casi no teníamos tiempo para vernos. El año pasado solo habíamos coincidido un par de veces, para cenar y tomar unas copas.

      Decido no perder más tiempo pensando en el amigo idiota de mi futuro marido y voy hacia el vestíbulo y luego al balneario. Allí está Eva, estirada en una toalla mientras disfruta de su masaje facial de chocolate y champán. Y yo solo me he tomado un café, así que el aroma del cacao me hace la boca agua.

      Eva levanta la barbilla y me contempla con ojos felizmente adormilados.

      —¿Lo has visto?

      Sacudo la cabeza y me recuerdo por enésima vez que no debo morderme el labio. Lo último que quiero es tenerlo irritado para cuando llegue el primer beso de marido y mujer con Aaron.

      —No te preocupes. Seguro que está bien.

      —Eso me ha dicho su padrino de boda cuando me lo he encontrado —digo con una mueca.

      Gime. Ha escuchado todas mis historias sobre lo imbécil que es Miles, excepto aquella vez en la que terminamos… No, no voy a pensar en eso.

      —¿Qué problema tiene? Ayer, cuando volvió, le dije que la chaqueta de esquiador le sentaba de muerte y me respondió que no le pusiera la mano encima.

      Arqueo una ceja.

      —¿Lo intentaste?

      —Bueno, ya me conoces.

      Sí, la conozco. A Eva le gusta mucho tocar, y a Miles no le gusta nada. Debe de tener TOC, porque no soporta que la gente toque sus cosas o entre en su espacio personal. Aaron es de lo más desorganizado del mundo y me contó que la habitación de Miles en la residencia universitaria era como un museo, y que no podía tener compañero de habitación porque era obsesivo con el orden. Hay un motivo por el que lo apodaron «Sargento capullo»: lo hacía todo con precisión militar. Si le rozas el brazo o algo parecido, se vuelve loco. Sí, es difícil de creer, teniendo en cuenta que nos acercamos mucho cuando…

       ¡Joder! Por última vez, ¡olvídate de eso!

      —¡Te dije que no lo hicieras! Es un tipo muy raro en ese aspecto.

      Suspira.

      —Sí, es más raro que un perro verde. ¿Tiene fobia a los gérmenes o qué? Pero Dios, está tan bueno… Muchísimo.

      —Y lo sabe —murmuro. Mi móvil empieza a sonar. Lo abro. Es mi amor. Descuelgo y susurro, cariñosa—: Hola, ¿estás bien?

      Eva me observa con atención mientras la voz ronca de Aaron dice:

      —Sí. Hola, preciosa, ¿qué tal?

      —Nada, ¿qué tal tú? Me he preocupado cuando no te he visto en el desayuno. La gente pregunta por ti.

      —Estoy bien. Es solo que ayer llegamos un poco tarde, ya sabes. Los chicos querían seguir de fiesta. La última ronda y todo eso.

      Suelto una risita.

      —Sí, claro, lo entiendo. Bueno, me alegro de que salieras ayer por la noche, en lugar de hoy. ¿Todo bien para la boda, entonces?

      —Claro, cariño. Por supuesto —responde con esa voz sexy y suave que hace que desee estar con él en este preciso momento—. Solo tengo un pequeño problema.

      Aprieto los dientes. No quiero pequeños problemas. Se supone que todo será perfecto. No estoy segura de si mis nervios pueden asumir más problemas, por muy pequeños que sean.

      —¿Qué?

      —¿Recuerdas los anillos?

      Los anillos. Los anillos. Lo dice como si fuera