Katy Evans

Best Man


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pero balancea lo que tiene en la mano frente a mí. Son las llaves del apartamento de Aaron. Trato de agarrarlas pero las aparta y me indica que no con el índice, como si riñera a una alumna maleducada.

      —No se toca. Yo me ocupo.

      Lo miro hasta que, de repente, comprendo lo que quiere decir.

      —No vas a venir conmigo.

      —Sí.

      Agh. La mera idea hace que se me revuelva el estómago. Preferiría compartir el trayecto con un perro rabioso en el asiento del pasajero.

      —De ninguna manera.

      —Pues te aguantas. No voy a dejar que vayas sola.

      Debe de estar de broma.

      —Pero si nos odiamos. Es posible que nos saquemos los ojos antes de llegar a las montañas, derrapemos por un acantilado y, para cuando nos encuentren, seamos dos hermosos esqueletos con las manos huesudas alrededor del cuello del otro.

      Asiente.

      —Es posible, pero tu prometido me pidió que cuidara de ti. Estoy seguro de que puedo contener mis instintos asesinos en lo que a ti respecta durante unas diez horas.

      —Felicidades —murmuro, me aparto de él y agarro el bolso sobre mi hombro—. Yo no estoy segura de lo mismo.

      10:23 h

      6 de diciembre

4

      Los rollos de una noche son una terrible equivocación, la verdad.

      No es que sea una experta.

      Solo he tenido uno en toda mi vida.

      Era alumna de primero en la Universidad de Colorado, y dormía en la residencia universitaria. Aparte de un par de antiguos alumnos de mi instituto, no conocía a nadie. Acababa de meterme en el catálogo de asignaturas, con cientos de posibilidades entre los que escoger. No sabía qué hacer. De repente, se me ocurrió que no tenía que ser Dahlia Ripley, la empollona con notas lamentablemente mediocres, con un notable de media, y el currículum que demostraba que no había hecho nada importante o destacable durante los primeros dieciocho años de mi vida.

      Podía ser cualquiera.

      Animada por esa emocionante idea, durante la primera semana de clase fui una extrovertida de manual, como mi amiga Eva. Era una mariposa social. Al principio me sentía incómoda, pero conocí a todas y cada una de las chicas de mi planta en la residencia.

      Esa primera semana fue una semana de muchas primeras veces.

      Cuando empezaron a tomar chupitos de Everclear, ahí estaba yo.

      ¿Marihuana? También.

      Y cuando se corrió la voz de que iba a celebrarse la primera fiesta de la temporada en agosto, estaba más que dispuesta a tener una pequeña aventura, probablemente a causa del alcohol y de la maría.

      Delta Phi estaba en la esquina de la hilera de las casas de las fraternidades y era la más grande e imponente del bloque. Cuando se fundó la facultad, el presidente de la universidad había vivido allí, así que todavía exhibía símbolos de la elegancia de finales del siglo xix. Según las chicas más experimentadas de mi residencia, esa fraternidad tenía fama de celebrar las fiestas más divertidas y de contar con los chicos más guapos.

      Y no era mentira.

      Cuando bajé las escaleras que crujían y entré en la sala, me sentí como una cría en una tienda de golosinas. Los miembros de D-Phi estaban buenísimos, cada uno era más guapo que el anterior. Y eran chicos mayores, llevaban un tiempo en la universidad y actuaban como si fuera suya. Estaban detrás de la barra de madera oscura, sujetaban vasos de plástico llenos de cerveza y observaban a cada estudiante primeriza que entraba por la puerta como si fuera un filete de carne. Sus miradas no dejaban lugar a dudas sobre lo que pensaban: «Sabes que no vas a salir de aquí hasta que le hayas chupado la polla a uno de nosotros».

      Todos excepto uno.

      Estaba más al fondo que los demás, en la mesa de ping-pong. Al principio no lo vi. Si lo hubiera hecho, no me habría fijado en nadie más.

      Pero los demás chicos fueron a por nosotras en cuanto entramos. Éramos un puñado de chiquillas resplandecientes, con la cintura al aire, el pelo perfumado, los pantalones más cortos que habíamos encontrado y risas ebrias e infantiles. Pronto comprendimos que nos arreglábamos demasiado para la universidad: no hacía falta prepararse tanto. Y esos tíos buscaban a la chica que se tumbara bocarriba y se abriera de piernas lo más rápido posible.

      Las frases eran las mismas.

       ¿Cómo te llamas? ¿Qué estudias? ¿Estás en primero?

      Las respondí mil veces. Me encantaba la universidad y me encantaba la vida. Me encantaban las fiestas y la atención.

      La atención.

      El instituto había sido una época difícil para mí: pasé desapercibida y habría matado por atraer el interés de todos los chicos atractivos que recorrían los pasillos. Y aquí, a la escasa luz de aquel sótano, con las manos en el aire mientras bailaba y agitaba las caderas lentamente al son de una canción de The Chainsmokers, sí que me hacían caso.

      La atención despertó un monstruo en mi interior. Me sentí invencible. Sonreía de manera seductora a todos los hombres que me miraban y me deseaban.

      Entonces lo vi.

      Él era el único que no me observaba.

      Y por supuesto, me hizo sentir una curiosidad terrible.

      En primer lugar, me fijé en su pelo oscuro, porque estaba justo bajo la luz de la bombilla y era tan alto que casi emanaba un aura sobrenatural; un halo que arrojaba formas fascinantes sobre sus facciones esculpidas. Arqueó una ceja oscura, escéptico, y frunció los labios como si estuviera pensando algo muy seriamente. Se concentró en algo que había frente a él. Estaba inclinado hacia delante mientras se acariciaba la mandíbula, pensativo. En aquel entonces no tenía barba.

      Era guapísimo.

      Solo sabía que me moría de ganas por saber qué miraba. Estiré el cuello con la intención de divisar qué había captado su atención.

      El sótano estaba lleno de gente, y había cada vez más chicos a mi alrededor. ¿Qué estudias, dónde vives, cuántos años tienes?

      Los aparté como si fueran moscas. Ya no me interesaban.

      Mientras me balanceaba, logré atisbar más cosas. Espalda ancha, pero no demasiado. Atlético, pero no hinchado. Tenía más estilo que las hordas de chicos enfundados en camisetas arrugadas de bandas que nadie conocía. Llevaba una camisa de cuadros, sin arrugas, abotonada. Parecía mayor, más maduro.

      Tampoco pertenecía a aquel sótano.

      Y, de repente, yo tampoco quise pertenecer.

      Entonces, la multitud se apartó un poco y vi qué observaba.

      Birra-pong.

      Ah.

      Estaba completamente concentrado en el juego. Parecía tratar de descodificar un mensaje encriptado del que dependiera el destino del mundo entero, y en cambio…, no. Solo era un estúpido juego de ping-pong y cerveza.

      Recuerdo que me sentí un poco decepcionada por eso. No parecía el tipo de hombre que se entretuviera con juegos de alcohol. Más bien, el presidente del club de debate, o de la Sociedad de Honor Nacional.

      Observaba a uno de los demás chicos, atractivo pero sin la menor chispa, con una camiseta de D-Phi manchada de cerveza y que estaba jugando. El guapísimo dios se inclinó y le dijo algo al tipo más bajo mientras señalaba el tablero de la mesa. El más bajo asintió, sacó la pelota y todo el mundo vitoreó.