en coma y que no había manera de saber cuándo saldría de él, ni en qué estado quedaría. Esa clase de traumas craneales solían causar complicaciones y secuelas. En cualquier caso, le dijo, tenía un largo y lento proceso de recuperación por delante.
Una enfermera le entregó los efectos personales de Brooke. Entre ellos estaban su anillo de compromiso y la alianza que él había puesto en su dedo el día de la boda con tanta confianza y optimismo. Tragó saliva, consciente de la encrucijada en la que se encontraba de repente. Hacía unas horas solo había podido pensar en que dentro de unas semanas sería libre, pero Brooke aún era su esposa, y le daría todo el apoyo que fuera necesario en esos momentos difíciles. Dejaría en suspenso el asunto del divorcio hasta que Brooke se recuperase.
Capítulo 2
LA JOVEN tendida en la cama sentía como si estuviera atrapada por un pesado sueño del que despertaba a ratos. Oía voces, pero no las reconocía. También oía ruidos aislados, como leves pitidos y zumbidos, pero tampoco sabía qué podían ser. Por más que se esforzaba, era incapaz de moverse. No lograba articular los dedos de las manos, ni de los pies… ni siquiera podía abrir los ojos. Los brazos y las piernas le pesaban.
A veces también había una voz profunda, masculina, más diferenciada, y aunque tampoco la reconocía, empezó a aferrarse a ella cuando la oía, desorientada como estaba, igual que un náufrago se aferraría a un salvavidas.
No alcanzaba a entender lo que decía. Tal vez fuera un televisor, y se preguntaba si siempre tendrían sintonizado todo el tiempo un canal extranjero porque parecía que aquel hombre estuviese hablando en otro idioma, o al menos con acento de otro país.
Y a veces se escuchaba música de fondo, música clásica sobre todo, y ocasionalmente cantos de pájaros, olas y ruido de lluvia, como si alguien hubiese recopilado los sonidos más diversos para ella. Le encantaban los cantos de los pájaros porque la hacían sentir que, si pudiera despertarse del todo, sería como despertar al amanecer de un nuevo día.
De pie junto a la ventana, Lorenzo estudiaba en silencio el rostro de su esposa. Si no fuera por los tubos y las máquinas, cualquiera diría que Brooke solo estaba dormida, con los rizos rubios enmarcando su rostro. La había trasladado a una clínica privada, cuando el hospital ya no podía hacer nada más por ella, y el personal la llamaba «la bella durmiente». Llevaba quince meses en estado vegetativo.
Quince meses ya…, pensó, pasándose una mano por el pelo, quince meses en los que su vida había girado en torno a su esposa, postrada en cama y sin visos de recuperarse. Quince meses en los que Brooke había entrado y salido de la unidad de cuidados intensivos, en los que la habían sometido a distintas intervenciones quirúrgicas. Sus huesos rotos se habían soldado, los cortes y los moratones habían desaparecido; los mejores cirujanos plásticos habían reconstruido con esmero sus facciones, y cada día un fisioterapeuta le movía los brazos y las piernas para que no perdiese el músculo. Y, sin embargo, seguía sin despertar.
Asegurarse de que se repararan todos los daños físicos que había sufrido en el accidente había mantenido motivado a Lorenzo aun cuando el personal de la clínica había empezado a perder la esperanza de que Brooke despertara.
No podía dejarla ir; no podía permitir que desconectaran las máquinas. Sin embargo, estaba empezando a darse cuenta de que, por más especialistas a los que consultara y más cuidados que le proporcionaran, el dinero no lo hacía omnipotente, y era posible que Brooke jamás volviera a abrir los ojos.
Se sentó en una silla, junto a la cama, y bajó la vista a sus cuidadas uñas. Había contratado a una manicura para que se las arreglaran con regularidad, y a una peluquera para que le lavara y arreglara también el cabello. Era lo que ella habría querido, aunque le había dicho a la peluquera que no se lo alisara, como acostumbraba hacer Brooke. Ella no habría estado de acuerdo con ese cambio, pensó, sintiéndose algo culpable, mientras acariciaba distraído sus rizos rubios.
–Una vez te amé –le dijo en un tono casi desafiante, en el silencio de la habitación.
Uno de los dedos de Brooke se movió ligeramente. Lorenzo se quedó paralizado y miró fijamente su mano, que seguía en la misma posición. No, tenía que haber sido su imaginación, se dijo. No era la primera vez que había tenido una impresión de ese tipo.
Lo entristecía que Brooke estuviera tan sola. Los paparazzi habían intentado colarse en el edificio para sacarle una foto, pero no había ido a verla ningún amigo. Él era el único que la visitaba. Solo habían llamado para preguntar por ella su agente y algunas personas con las que mantenía una relación profesional, y cuando se enteraron de que se había quedado en coma dejaron de llamar. La fama de la que tanto se había vanagloriado Brooke había sido tristemente fugaz. De hecho, después del accidente había habido un estallido de titulares en los periódicos y especulación en los medios al respecto, pero parecía que todo el mundo se había olvidado ya de ella.
A la mañana siguiente, las máquinas que había junto a la cama empezaron a emitir pitidos de alarma. La joven se despertó y, frenética, paseó la mirada por aquella habitación desconocida antes de que llegaran dos enfermeras. Las dos mujeres se miraron entre preocupadas y emocionadas.
La joven intentó agarrar el tubo que tenía en la garganta porque no podía hablar, pero las enfermeras se lo impidieron y trataron de tranquilizarla diciéndole que el médico llegaría enseguida y que no tenía de qué preocuparse.
¿Que no tenía de qué preocuparse? ¡Pero si no podía moverse! Solo podía mover una mano, y se notaba el brazo raro, como adormecido… Su pánico iba en aumento, y no disminuyó siquiera cuando llegó el médico y le quitó el tubo de la garganta. No dejaba de hacerle preguntas, preguntas que ella no era capaz de responder. No sabía quién era, ni cómo se llamaba, y tampoco sabía por qué estaba en aquel lugar. Era como si su mente estuviera completamente en blanco. Experimentó un alivio ridículo cuando al menos logró recordar el nombre del primer ministro y en qué año estaban.
–¿Qué me ha pasado? –preguntó con voz entrecortada–. ¿He estado enferma?
–Sufrió un accidente –dijo el doctor, y cruzó una mirada con las enfermeras.
–¿Y cómo me llamo? –inquirió ella, temblorosa.
–Brooke… Brooke Tassini.
El nombre ni siquiera le resultaba familiar.
–Su marido llegará enseguida.
Brooke puso unos ojos como platos.
–¿Tengo marido?
Las enfermeras sonrieron con picardía.
–Ya lo creo, y un marido muy guapo, además –respondió una de ellas.
Brooke bajó la vista a su mano, pero no encontró en ella ningún anillo. ¿Estaba casada? Dios… ¿Y también tenía hijos?, preguntó a las enfermeras. No, le dijeron, o al menos no que ellas supieran. Brooke sintió alivio al oír su respuesta, aunque también culpable: ¿acaso no le gustaban los niños? En todo caso, si la inquietaba tener un marido al que no recordaba, peor aún habría sido haberse olvidado de sus hijos.
Cuando Lorenzo llegó, el médico lo recibió en el pasillo. El hombre, de mediana edad, no paraba de balbucear, entre nervioso y emocionado. No ocurría todos los días que un paciente de la clínica saliera del coma.
–Tiene amnesia postraumática –le estaba diciendo–, lo cual es perfectamente comprensible después de un traumatismo craneal tan fuerte como el que sufrió. Un psiquiatra podrá asesorarle mejor que yo, pero de momento lo más importante es que no le diga a su esposa nada que pueda aumentar su confusión. Yo no le mencionaría aún nada sobre las personas que murieron en el accidente ni tampoco que estaban… bueno, en proceso de divorciarse –farfulló, visiblemente incómodo por mencionar algo tan personal–. Bastante alterada está ya en su situación. Intente calmarla y no le dé demasiada información.
¿Brooke tenía amnesia? Lorenzo no sabía si debía creerse algo así de una mujer