le había dicho que sus padres habían fallecido antes de que él la conociera y que no tenía otros parientes que pudieran ayudarla a recobrar la memoria! Aunque tal vez hubiera fotos de familia entre sus cosas.
A petición suya le había llevado el anillo de boda y al ponérselo Brooke lo había hecho con delicadeza, como si fuera algo especial y no la sencilla alianza que había desdeñado años atrás como «poco imaginativa». Una joya sin piedras preciosas no tenía valor alguno para ella.
Y aquel cambio no era el único que lo sorprendió; ahora Brooke también seguía sus consejos. No había vuelto a pedirle un teléfono móvil ni poder buscar información sobre sí misma en Internet, y lo impresionaba porque antes del accidente vivía enganchada a su smartphone.
¿Cómo podía ser que no lo echase de menos? Claro que también podía ser que, por la amnesia, no recordara qué o a quién tenía que echar en falta. Como ese actor casado que había llamado para preguntarle por la salud de Brooke, pensó, notando cómo se endurecían sus facciones. Sin duda había oído los rumores de que estaba recuperándose del accidente. Sospechaba que había habido algo entre ellos, pero se recordó que, por suerte, aunque aún estuviesen casados desde el punto de vista legal, la vida sexual de Brooke ya no era asunto suyo.
Cuando el mayordomo les abrió la puerta, Brooke le sonrió y le dijo:
–Disculpe, no recuerdo su nombre. ¿Cómo se llama?
–Stevens, señora –respondió el anciano.
Al entrar en el enorme e imponente vestíbulo, Brooke miró a su alrededor admirada.
–¡Vaya! ¡Qué bonito! –exclamó.
Lorenzo frunció el ceño.
–Pero si odiabas esta casa… –se oyó replicar a sí mismo, en un murmullo–. Querías una casa moderna, una de esas enormes en una zona residencial de lujo, con piscina, garaje para varios coches, jacuzzi… Yo me negué porque este había sido el hogar de mi familia materna durante siglos, y aunque no llegué a conocer a mi madre me gustaba pensar que ella había vivido aquí.
–¿Dices que odiaba esta casa? –exclamó ella con incredulidad, girándose para mirarlo–. Imposible.
Parecía tan aturdida que Lorenzo se dio cuenta de que debía tener más cuidado con lo que le decía y cómo se lo decía.
–Muchos matrimonios tienen gustos distintos –le dijo, tomándola del codo para conducirla por un amplio pasillo–. Mira, siempre me decías que esta sala, por ejemplo, era más de tu estilo –indicó, abriendo una puerta.
¿Qué estilo?, casi preguntó Brooke al entrar. Era una sala de estar en la que los muebles eran dorados y las cortinas, la tapicería y la alfombra eran de un blanco prístino. Hasta las flores del jarrón que había sobre la mesita eran blancas. Era un estilo bastante aséptico y poco acogedor, aunque llamativo sí que era.
–Y ahí estás tú… –dijo Lorenzo, señalando una gran fotografía de estudio enmarcada que colgaba de la pared–. Te la hicieron para una entrevista en la revista Dream House unas semanas antes del accidente.
Brooke se quedó mirando la fotografía, fascinada, y se llevó una mano vacilante a su pelo rizado mientras se fijaba en lo liso que lo tenía en la imagen.
–Debería volver a alisarme el pelo –murmuró.
–A mí me gusta más así, al natural –respondió Lorenzo.
–¿De verdad? –inquirió ella tensa, sin poder dejar de mirar la foto.
La mujer de la fotografía estaba tan impecablemente maquillada, vestida y peinada que casi parecía inhumana, y el solo compararse con ella la hacía sentirse aún más insegura.
–De verdad –contestó él.
Sin embargo, Brooke no podía evitar sentirse abrumada. Su regreso a casa estaba resultando más complicado de lo que había imaginado que sería. ¿Era posible que la contusión que había sufrido en el accidente hubiese alterado sus gustos?
–Vamos arriba –le dijo Lorenzo–. Te enseñaré tu habitación.
–¿Mi habitación? –repitió Brooke–. ¿Dormimos en habitaciones separadas?
Lorenzo esbozó una sonrisa. Tenía bien ensayada esa respuesta.
–A ti te gusta tener tu espacio, y solías hacer que tu estilista subiera contigo para escoger tus modelos para cada día, así que compartir habitación no era práctico.
Habitaciones separadas… No le extrañaba que Lorenzo se mostrara tan distante con ella, pensó Brooke, ni que la tratara más como a una amiga que como a su esposa. Claro que también podría ser que Lorenzo hubiera llegado a estar conforme con aquella situación, reflexionó con preocupación.
¿Cómo podía haber dejado que el hombre al que amaba se distanciara tanto de ella? Porque era evidente que lo amaba. Era incapaz de creer que se hubiese casado con él sin estar enamorada. La intimidaba que fuera tan rico y aquella enorme casa con sirvientes, pero él no la intimidaba, él la hacía… feliz.
En su habitación todo era blanco también, pero al ser un dormitorio al menos daba una sensación de tranquilidad.
–Y este es tu sitio favorito –anunció Lorenzo, abriendo la puerta del vestidor.
Brooke se detuvo anonadada en el umbral. No solo era enorme, sino que además tenía montones y montones de prendas y complementos: baldas y baldas de zapatos y bolsos, y perchas con coloridas prendas a la última moda. Era como un festín de consumismo, una negación del «menos es más», y se encontró pensando: «¡Dios! ¡Soy una obsesa de la moda que gasta miles de libras en ropa!». Pero luego se recordó, intentando ser menos crítica consigo misma, que era una influencer y que eso conllevaba mantenerse a la última.
Se adentró en el vestidor para ver más de cerca las prendas, con la esperanza de que reviviesen en ella algún recuerdo, pero lo único que le resultaba familiar eran los nombres en las etiquetas, exclusivas firmas de ropa que reconocería cualquiera.
–Me imagino que querrás deshacerte de todo –dijo Lorenzo.
Brooke se giró hacia él con unos ojos como platos.
–¿Deshacerme de todo? –murmuró.
–Porque todo lo que hay aquí ya estará pasado de moda –apuntó Lorenzo con honda satisfacción. Ya se le había ocurrido en qué ocupar el tiempo de la que pronto sería su exmujer–: Tendrás que partir de cero y renovar todo tu vestuario.
–Pero eso sería un despilfarro tremendo –replicó Brooke con incredulidad, mientras echaba un vistazo a los pantalones.
Estaba buscando unos vaqueros corrientes y molientes, pero los que había eran todos con rotos, con lentejuelas o con bordados. La sorprendía que su yo anterior al accidente nunca pareciera haber sucumbido al deseo de ponerse simplemente algo cómodo.
–Es tu estilo de vida –respondió él, encogiéndose de hombros, sin poder evitar el tono algo cínico que destilaron sus palabras–. Cada temporada partes de cero, así que me imagino que ahora te pasarás semanas de compras hasta que caigas rendida.
Brooke asintió vacilante, porque suponía que era lo que Lorenzo esperaba de ella.
–Aun así… Me parece una manera disparatada de vivir, gastando tanto dinero… –comentó incómoda.
–Nos lo podemos permitir –contestó él.
Le extrañaba que no pareciese entusiasmada en lo más mínimo ante la idea de ir de compras. Además, parecía como perdida plantada en medio del vestidor. ¿Cómo podía ser? Aquel era su mundo: desde la flamante colección de zapatos que había en aquellos estantes hasta el montón de revistas de moda apiladas en la mesita del dormitorio. Pero la realidad era que no reconocía nada de todo aquello, pensó apesadumbrado.
Cuando Lorenzo se marchó, Brooke se