desde su sitio, metió un manifiesto impreso en la mano temblorosa del obrero: “Haga el favor de tomar esto y de leerlo, camarada. Ahí se dice lo que deben hacer los camaradas de Putilov.”». En el manifiesto no se decía otra cosa sino que los manifestantes debían volver a sus casas y que, de lo contrario, serían unos traidores a la revolución. ¿Es que los mencheviques podían decir otra cosa?
Zinóviev, orador de fuerza excepcional, desempeñó un gran papel en la agitación desarrollada bajo los muros del palacio de Táurida, así como, en general, en todo el torbellino de agitación de aquel periodo. En el primer momento, su aguda voz de falsete extrañaba, pero después cautivaba con su musicalidad particular. Zinóviev era un orador ingénito. Sabía dejarse contagiar por el estado de espíritu de las masas, conmover con lo que las conmovía y encontrar siempre para sus sentimientos y sus ideas una expresión, acaso un poco confusa e imprecisa, pero cautivadora. Los adversarios decían que Zinóviev era el más demagogo de los bolcheviques. Con esto, rendían tributo a su rasgo más acentuado, es decir, a su aptitud para penetrar en el alma de demos y hacer vibrar sus cuerdas. Sin embargo, no se puede negar que Zinóviev, que no es más que un agitador, y no tiene nada de teórico ni de estratega revolucionario, cuando no se veía contenido por la disciplina externa, se deslizaba fácilmente hacia la demagogia, no en el sentido corriente, sino en el sentido científico de la palabra, es decir, manifestaba una cierta tendencia a sacrificar los intereses permanentes al éxito del momento. El instinto de agitador de que estaba dotado Zinóviev hacía de él un consejero muy valioso cuando se trataba de apreciaciones políticas de momento, pero sus juicios no iban nunca más allá. En las reuniones del partido sabía convencer, conquistar, sugestionar, cuando se presentaba con una idea política definida, sometida a la prueba de los grandes mítines e impregnada, por decirlo así, de las esperanzas y del odio de los obreros y los soldados. Por otra parte, Zinóviev era capaz, en una reunión hostil, aun en el seno del Comité Ejecutivo de aquel entonces, de dar a las ideas más extremas y explosivas una forma atractiva, insinuante, que las hacía penetrar insensiblemente en la cabeza de los que sentían hacia él una desconfianza previa. Para alcanzar estos inapreciables resultados le era necesaria la tranquila seguridad de que una mano firme le libraba de toda responsabilidad política. Esta seguridad se la daba Lenin. Armado de una fórmula estratégica definida, Zinóviev la llenaba ingeniosamente de las exclamaciones, protestas y exigencias que acababa de recoger en la calle, en la fábrica o en el cuartel. En estos momentos era el mecanismo ideal de transmisión entre Lenin y la masa o entre ésta y aquél. Zinóviev, agitador de la revolución, carecía de carácter revolucionario. Mientras no se trató más que de la conquista de las mentes y de los espíritus, Zinóviev no dejó de ser un combatiente incansable. Pero cuando se vio situado ante la necesidad de la acción perdió inmediatamente su seguridad combativa. Entonces se apartó de la masa y de Lenin; sólo reaccionó de un modo indeciso, se sintió presa de dudas, no vio más que obstáculos, y su voz insinuante, casi femenina, perdió su fuerza de persuasión y puso de manifiesto su debilidad interna. Bajo los muros del palacio de Táurida, durante las jornadas de julio, Zinóviev se sintió extraordinariamente activo, ingenioso y fuerte. Llevó hasta las notas más altas la excitación de las masas, no para incitarlas a la acción decisiva, sino, al revés, para contenerlas, como respondía a las necesidades del momento y a la política del partido. Zinóviev se hallaba por entero en su elemento.
El combate de la Liteinaya imprimió un carácter completamente distinto al desarrollo de la manifestación. Nadie la contemplaba ya desde los balcones y las ventanas. La gente más acomodada, invadiendo las estaciones, abandonaba la ciudad.
La lucha en las calles se convertía en escaramuzas esporádicas sin finalidad determinada. Durante la noche se desarrollan encuentros cuerpo a cuerpo entre los manifestantes y los patriotas, se efectúan desarmes de un modo desordenado, los fusiles pasan de unas manos a otras. Grupos de soldados de los regimientos indisciplinados obraban por cuenta propia, sin obedecer a ningún plan. «Los elementos sospechosos y provocadores que se unían a ellos les incitaban a las acciones anárquicas», añade Podvoiski. Grupos de marinos y soldados efectuaban registros por todas partes, con el fin de encontrar a los culpables de los disparos. So pretexto de registro, en algunos sitios se cometieron robos. De otra parte, se iniciaron pogromos. Los tenderos se arrojaban furiosamente sobre los obreros en aquellas partes de la ciudad en que se sentían fuertes, y los apaleaban despiadadamente. «La multitud se lanzó contra nosotros gritando: “¡Mueran los judíos y los bolcheviques! ¡Al agua con ellos!”, y nos apaleó brutalmente», cuenta Afanasiev, obrero de la fábrica de Novi Lesner. Uno de los agredidos murió en el hospital; al propio Afanasiev los marinos lo sacaron del canal Yekaterinski lleno de cardenales y ensangrentado.
Las colisiones, las víctimas, la esterilidad de la lucha y la ausencia de un objetivo práctico: todo aconsejaba liquidar el movimiento. El Comité central de los bolcheviques tomó el acuerdo de invitar a los obreros y soldados a que pusieran fin a la manifestación. Esta invitación, comunicada inmediatamente al Comité Ejecutivo, ahora, no tropezó ya casi con ninguna resistencia entre las masas, las cuales se retiraron a los suburbios, dispuestas a no reanudar la lucha al día siguiente. Los obreros y los soldados tuvieron la sensación de que la toma del poder por los soviets era un problema mucho más complejo de lo que se imaginaran.
Fue levantado el sitio del palacio de Táurida y las calles adyacentes quedaron desiertas. Pero los Comités ejecutivos continuaban en sus puestos y proseguían con breves interrupciones los interminables discursos, sin sentido ni objeto. Hasta más tarde no se supo que los conciliadores esperaban algo. En las dependencias contiguas había aún delegados de las fábricas y de los regimientos. «Era ya más de medianoche —cuenta Metelev—, y seguíamos esperando una “resolución”... Atormentados por el hambre y el cansancio, vagábamos por la sala Alexandrovski... A las cuatro de la madrugada del 5 de julio terminaron nuestras esperanzas. Oficiales y soldados armados irrumpieron ruidosamente por la puerta principal del palacio». Resuenan ensordecedoras en el interior del edificio las notas metálicas de La Marsellesa. El ruido de pasos y el estruendo de los instrumentos provocan, en aquella hora matutina, una agitación extraordinaria en el salón de sesiones. Los diputados se levantan bruscamente de sus escaños. ¿Un nuevo privilegio? Pero Dan aparece en la tribuna. «¡Compañeros —dice—, tranquilizaos! No hay ningún peligro. Acaban de llegar regimientos leales a la revolución». Sí; acababan de llegar, en efecto, las tropas tanto tiempo esperadas; los soldados recién llegados ocupan las entradas y las salidas, se lanzan rabiosamente sobre los pocos obreros que aún quedan en el palacio, quitan las armas a los que las tienen, detienen a los que pueden y se llevan a los detenidos.
Sube a la tribuna el teniente Kuchin, menchevique destacado, con uniforme de campaña. Dan, que preside, le estrecha en sus brazos entre las notas triunfales de la orquesta. Locos de entusiasmo y pulverizando a los izquierdistas con miradas victoriosas, los conciliadores se cogen del brazo y, abriendo la boca desmesuradamente, vierten su entusiasmo en las notas de La Marsellesa. «Una escena clásica del principio de la contrarrevolución», prorrumpe irritado Mártov, que sabía observar y comprender muchas cosas. El sentido político de la escena, registrada por Sujánov, aparecerá y cobrará aún más significativo relieve si se recuerda que Mártov figuraba en el mismo partido que Dan, para el cual esta escena representaba la victoria suprema de la revolución.
Sólo ahora, al observar el desbordante júbilo de la mayoría, el ala izquierda empezó a comprender hasta qué punto se había visto aislado el órgano supremo de la democracia oficial cuando la democracia auténtica se lanzó, a la calle. En el transcurso de 36 horas, aquellos hombres iban desapareciendo por turno para ir a la cabina del teléfono y ponerse en contacto con el Estado Mayor, con Kerenski, que estaba en el frente, pedir tropas, persuadir, implorar, enviar nuevamente agitadores y otra vez a esperar. El peligro había pasado, pero la inercia del miedo subsistía. Y las recias pisadas de los «leales» cerca de las cinco de la madrugada resonaban en sus oídos como una sinfonía de liberación. Pronunciáronse, al fin, desde la tribuna discursos en los cuales se hablaba abiertamente del feliz aplastamiento del motín armado y de la necesidad de acabar de una vez con los bolcheviques.
El destacamento que se presentó en el palacio de Táurida no procedía del frente, como en los primeros momentos de entusiasmo habían creído muchos, sino que había sido formado con