Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo II


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El gobierno y el Comité Ejecutivo habían intentado inútilmente conquistarlos, valiéndose de su autoridad: los soldados no se movían, sombríos, de los cuarteles, y esperaban. Hasta la tarde del 4 de julio los gobernantes no descubrieron, al fin, un recurso eficaz: enseñar a los soldados de Preobrajenski un documento que demostraba, como dos y dos son cuatro, que Lenin era un espía alemán. Esto surtió efecto. La noticia circuló de un regimiento a otro. Los oficiales, los miembros de los Comités de regimiento, los agitadores del Comité Ejecutivo, no se daban punto de reposo. El estado de espíritu de los regimientos neutrales se modificó. En la madrugada, cuando no había ya ninguna necesidad de ellos, se consiguió reunirlos y llevarlos por las calles desiertas al palacio de Táurida, que había quedado vacío. La Marsellesa la ejecutaba la orquesta del regimiento de Ismail, aquel a quien, como el más reaccionario de todos, se había confiado el 3 de diciembre de 1905 la misión de detener al primer Soviet de diputados obreros de Petrogrado, reunido bajo la presidencia de Trotsky. El director de escena de los espectáculos históricos consigue a cada paso, sin proponérselo en lo más mínimo, los efectos teatrales más sorprendentes: no tiene más que soltar las riendas de la lógica de las cosas.

      Cuando las masas hubieron abandonado las calles, el joven gobierno de la revolución puso en movimiento sus miembros reumáticos, detuvo a los representantes de los obreros, procedió a la confiscación de armas y aisló los barrios de la ciudad. Cerca de las seis de la mañana se detuvo frente a la redacción de la Pravda un automóvil cargado de junkers y soldados con una ametralladora, que fue inmediatamente apostada en la ventana. Cuando los indeseables visitantes abandonaron la redacción, ésta ofrecía un aspecto desolador: los cajones de las mesas habían sido fracturados, el suelo estaba cubierto de manuscritos rotos, los hilos telefónicos habían sido cortados. A los empleados de la redacción se les había apaleado y detenido. La imprenta, para la cual los obreros habían recogido recursos durante dos meses, fue objeto de una devastación todavía mayor: las rotativas, las máquinas de componer fueron destruidas. En vano los bolcheviques acusaban al gobierno de Kerenski de falta de energía. «Las calles —dice Sujánov— recobraron su aspecto normal. Los grupos y los mítines callejeros desaparecieron casi en absoluto. La inmensa mayoría de las tiendas estaba abierta». A primera hora de la mañana se distribuyó el manifiesto de los bolcheviques, último producto de la imprenta destruida, invitando a dar por terminada la manifestación. Los cosacos y los junkers detenían en las calles a marinos, soldados y obreros, y los mandaban a la cárcel o a los cuerpos de guardia. En las tiendas y en las aceras, por todas partes, se hablaba del dinero alemán. Se detenía a todo el que se atrevía a pronunciar una palabra en favor de los bolcheviques. «No se puede ya decir que Lenin sea un hombre honrado: el que lo dice es conducido a la comisaría». Sujánov, como siempre, demuestra ser un observador atento de lo que sucede en las calles, de la burguesía, de los intelectuales, de la pequeña burguesía... Pero los barrios obreros tienen un aspecto muy diferente. Las fábricas no han reanudado el trabajo. Reina la inquietud. Circula el rumor de que han llegado tropas del frente. Las calles de la barriada de Viborg se llenan de grupos que discuten lo que deberá hacerse en caso de ataque. «Los guardias rojos y, en general, la juventud de las fábricas —cuenta Metelev— se disponen a penetrar en la fortaleza de Pedro y Pablo para acudir en auxilio de los destacamentos que se hallan sitiados. Escondiendo las bombas de mano en los bolsillos, en las botas, en la cintura, atraviesan el río, unos en barcas, otros por puentes». El tipógrafo Smirnov, del barrio de Kolomenski, dice en sus Memorias: «Vi cómo llegaban por el Nevá remolcadores con guardias marinos de Duderhof y Orienbaum. A las dos, las cosas se presentaban mal... Vi cómo los marinos volvían a Kronstadt sigilosamente, de uno en uno. Circulaba la especie de que todos los bolcheviques eran espías alemanes. La campaña de difamación emprendida era repugnante». El historiador Miliukov resume con satisfacción: «El estado de espíritu y la vitola del público de las calles cambiaron completamente. Al atardecer reinaba en Petrogrado una absoluta tranquilidad».

      Mientras no llegaron las fuerzas del frente, el mando militar de la región, con la cooperación política de los conciliadores, siguió disimulando sus propósitos. Durante el día se presentaron en el palacio de Kchesinskaya, para conferenciar con los jefes bolcheviques, los miembros del Comité Ejecutivo, con Líber al frente: esta visita era una prueba de los sentimientos más pacíficos. En virtud del acuerdo recaído, los bolcheviques se comprometían a hacer volver los marinos a Kronstadt, a sacar la compañía de ametralladoras de la fortaleza de Pedro y Pablo, a retirar los centinelas y los autos blindados. Por su parte, el gobierno se comprometía a no emprender ninguna represión contra los bolcheviques y a poner en libertad a todos los detenidos, con excepción de los que hubieran cometido actos criminales. Pero el acuerdo fue de corta duración. A medida que se iban difundiendo los rumores relativos al dinero alemán y se acercaban las tropas del frente, en la guarnición aparecía un número cada vez mayor de fuerzas que se acordaban de su fidelidad a la democracia y a Kerenski. Esas fuerzas enviaban delegaciones al palacio de Táurida o al mando militar de la región. Por fin, empezaron a llegar las tropas del frente. A cada hora que pasaba iba cambiando el estado de ánimo de los conciliadores. Las tropas que llegaban del frente estaban dispuestas a arrebatar la capital, en lucha sangrienta, a los agentes del káiser. Ahora, cuando no había necesidad alguna de las tropas, era preciso justificar que se las hubiera llamado. Para no infundir ellos mismos sospechas, los conciliadores se esforzaban con vehemencia en demostrar a los oficiales que los mencheviques y los socialrevolucionarios pertenecían al mismo bando que ellos, y que los bolcheviques eran el enemigo común. Cuando Kámenev intentó recordar a los miembros de la mesa del Comité Ejecutivo el acuerdo pactado unas horas antes, Líber le contestó, con el tono de un férreo hombre de Estado: «Ahora la correlación de fuerzas se ha modificado». Líber sabía, por los discursos populares de Lassalle, que los cañones eran un importante fragmento de constitución. La delegación de los marinos de Kronstadt, presidida por Raskólnikov, fue llamada varias veces a la Comisión militar del Comité Ejecutivo, donde las exigencias, de hora en hora más exageradas, se terminaron con el siguiente ultimátum de Líber: acceder inmediatamente al desarme de los marinos de Kronstadt. «Al salir de la reunión de la Comisión militar —relata Raskólnikov— reanudamos nuestras conferencias con Trotsky y Kámenev. Lev Davídovich (Trotsky) aconsejó que inmediatamente se mandara a los marinos de Kronstadt a sus casas. Se tomó el acuerdo de que algunos camaradas recorrieran los cuarteles e informaran a la gente de Kronstadt del desarme forzoso que se estaba preparando. La mayor parte de ellos se marchó a tiempo. Sólo se quedaron pequeños destacamentos en el palacio de la Kchesinskaya y en la fortaleza de Pedro y Pablo». El 4 de julio el príncipe Lvov, con la venia de los ministros socialistas, había dado ya al general Polovtsiev la orden escrita de «detener a los bolcheviques que ocupan la casa de la Kchesinskaya, desalojar dicha casa y ocuparla militarmente». Ahora, después de la devastación de la imprenta y de la redacción, la cuestión de la suerte de la sede central de los bolcheviques se planteaba de un modo muy agudo. Había que poner al palacio en condiciones de defensa. La Organización Militar nombró comandante del edificio a Raskólnikov. Éste interpretó su misión de un modo amplio, a la manera de Kronstadt: exigió que se le enviaran cañones y hasta un pequeño buque de guerra a la desembocadura del Nevá. Posteriormente, Raskólnikov explicó su conducta de aquellos días del modo siguiente: «Naturalmente, había hecho por mi parte preparativos militares, no sólo para el caso de que tuviéramos que defendernos, pues en el aire se respiraba, no sólo la pólvora, sino también la posibilidad de pogromos... Parecíame, no sin fundamento, que bastaba con poner un buen buque de guerra en la desembocadura del Nevá para que la decisión del gobierno provisional decayera considerablemente». Todo esto es más que impreciso y no del todo serio. Hay que suponer más bien que en el transcurso del día 5 de julio los dirigentes de la Organización Militar, y Raskólnikov con ellos, no se daban aún completamente cuenta del cambio sufrido por la situación, y que en el momento en que la manifestación armada debía efectuar una rápida retirada para no convertirse en la insurrección que quería provocar el enemigo, había dirigentes militares que, al azar e irreflexivamente, daban algunos pasos adelante. Los jóvenes caudillos de Kronstadt extremaban la nota. Pero ¿acaso se puede hacer la revolución sin que participen en ella gentes que extremen la nota? ¿Y acaso no entra necesariamente un determinado tanto por ciento de ligereza en todas las grandes obras humanas? En esa ocasión todo se redujo a unas cuantas órdenes, rápidamente revocadas