de una casa situada en la orilla opuesta del Nevá ametralladoras enfiladas sobre el Cuartel General de los bolcheviques; otro había observado una columna de automóviles blindados que se dirigía asimismo hacia allí; un tercero anunciaba que se aproximaban patrullas de cosacos. Se enviaron dos miembros de la Organización Militar a entablar negociaciones con el comandante de la región. Polovtsiev aseguró a los parlamentarios que la devastación de la Pravda se había efectuado sin su consentimiento, y que no se preparaba represión alguna contra la Organización Militar. La verdad era que estaba esperando para obrar a que llegasen suficientes refuerzos del frente.
Mientras que los de Kronstadt se retiraban, la escuadra del Báltico no hacía más que prepararse para el ataque. La parte principal de la escuadra, con 70.000 marinos, estaba fondeada en aguas de Finlandia; había, además, en ésta un cuerpo de artillería, y en las fábricas y en el puerto de Helsingfors trabajaban hasta 10.000 obreros rusos. Estos hombres eran un puño imponente de la revolución. La presión de los marinos y los soldados era tan irresistible, que incluso el Comité de Helsingfors de los socialrevolucionarios se había pronunciado contra la coalición, como resultado de lo cual todos los órganos soviéticos de la escuadra y del ejército en Finlandia exigieron unánimemente que el Comité Ejecutivo Central tomara en sus manos el poder. La gente del Báltico estaba dispuesta a presentarse en cualquier momento en la desembocadura del Nevá para sostener sus reivindicaciones. Les contenía, sin embargo, el miedo a debilitar la línea de defensa marítima y facilitar el ataque de la flota alemana contra Kronstadt y Petrogrado. Pero ocurrió algo completamente imprevisto. El Comité Central de la Flota del Báltico —el llamado Tsentrobalt— convocó el 4 de julio una reunión extraordinaria de los Comités de buque, en la que el presidente, Dibenko, dio lectura a dos órdenes secretas, firmadas por el adjunto del ministro de Marina, Dudariev, que el comandante de la escuadra acababa de recibir: la primera ordenaba al almirante Verderevski que mandase a Petrogrado cuatro torpederos, a fin de impedir por la fuerza el desembarque de los revoltosos de Kronstadt; la segunda exigía del comandante de la escuadra que no consintiera de ningún modo la salida de buques de Helsingfors para Kronstadt, no deteniéndose, si necesario era, ni ante el hundimiento, por medio de los submarinos de los buques rebeldes. El almirante, que se hallaba entre dos fuegos, y preocupado, sobre todo, de la salvación de su propia cabeza, se apresuró a transmitir el telegrama al Tsentrobalt, declarando que no cumplida la orden aunque dicho Tsentrobalt estampara su sello en la misma. La lectura de los telegramas produjo gran impresión entre los marinos. Es verdad que éstos llenaban despiadadamente de improperios por cualquier motivo a Kerenski y a los conciliadores. Pero, a sus ojos, no se trataba más que de una lucha intestina en el Soviet. ¿Acaso la mayoría del Comité Ejecutivo no pertenecía a los mismos partidos que la del Comité regional de Finlandia, que recientemente había votado por la entrega del poder a los soviets? Era evidente que ni los mencheviques ni los socialrevolucionarios podían aprobar el hundimiento de los buques que votaran por el traspaso del poder al Comité Ejecutivo.
¿Cómo era posible que el antiguo oficial de Marina Dudariev se inmiscuyera en la disputa familiar soviética para convertirla en un combate naval? Todavía ayer mismo los grandes buques eran oficialmente considerados como el punto de apoyo de la revolución, a diferencia de los retardatarios torpederos y los submarinos, a los que apenas si había llegado la propaganda. ¿Era posible que ahora el gobierno se dispusiera seriamente a echar a pique los buques con auxilio de los submarinos?
Estos hechos no podían caber de ningún modo en las cabezas obstinadas de los marinos. Sin embargo, la orden que, no sin fundamento, les parecía una pesadilla, era un fruto legítimo, aparecido en julio, de la simiente de marzo. Ya desde abril los mencheviques y socialrevolucionarios apelaban a provincias contra Petrogrado, a los soldados contra los obreros y a la caballería contra los regimientos de ametralladoras. En los soviets daban una representación más privilegiada a los regimientos que a las fábricas; protegían los establecimientos pequeños y dispersos contra las empresas metalúrgicas gigantescas. Representantes como eran del pasado, buscaban un punto de apoyo en el atraso, en todos sus aspectos. Al perder el terreno, lanzaban la retaguardia contra la vanguardia. La política tiene su lógica, sobre todo durante la revolución. Apretados por todas partes, los conciliadores viéronse obligados a encargar al almirante Verdenoski que echara a pique los buques más avanzados. Desgraciadamente para los conciliadores, los elementos atrasados en que querían apoyarse iban acercándose cada día más a los avanzados: la tripulación de los submarinos mostró no menos indignación que la de los acorazados ante la orden de Dudariev.
Al frente del Tsentrobalt había unos hombres cuyo espíritu no tenía nada de “hamlético”. Sin perder tiempo, adoptaron con los miembros de los Comités de buque la siguiente resolución: enviar urgentemente a Petrogrado al torpedero Orfeo, que había sido designado para echar a pique a los buques de Kronstadt, primero para informarse de lo que sucedía allí y segundo «para detener al subsecretario de Marina, Dudariev». Esta resolución podrá parecer inesperada, pero atestigua con particular evidencia hasta qué punto la gente del Báltico se inclinaba todavía a considerar a los conciliadores como a un enemigo interior, por oposición a un Dudariev cualquiera, considerado por ellos como un enemigo común. El Orfeo entró en la desembocadura del Nevá veinticuatro horas después de desembarcar allí los 10.000 hombres armados de Kronstadt. Pero «la correlación de fuerzas se había modificado». Durante todo el día no se permitió desembarcar a la tripulación. Sólo al atardecer una delegación de 67 marinos del Tsentrobalt y de la tripulación de los buques fue admitida en la reunión de ambos Ejecutivos, que estaba haciendo el primer balance de las jornadas de julio. Los vencedores se bañaban en las delicias de su reciente victoria. El ponente Voitinski describía, no sin placer, las horas de debilidad y humillación que habían pasado para hacer resaltar, todavía con más relieve, la victoria subsiguiente. «Las primeras fuerzas que vinieron en nuestro auxilio —decía— fueron los automóviles blindados. Habíamos decidido firmemente abrir el fuego en caso de violencia por parte de la banda armada... Viendo el peligro que amenazaba a la revolución, dimos a algunas unidades del frente la orden de dirigirse hacia aquí». La mayoría de esta elevada Asamblea respiraba odio contra los bolcheviques, sobre todo contra los marinos. Fue en esta atmósfera donde cayeron los delegados del Báltico provistos de la orden de detener a Dudariev. La lectura de la resolución de la escuadra del Báltico fue acogida por los vencedores con golpes furiosos sobre las mesas y un pataleo ensordecedor. ¿Detener a Dudariev? ¿Acaso el bizarro capitán hacía otra cosa que cumplir un deber sagrado para con la revolución, a la cual ellos, los marinos, los revoltosos, los contrarrevolucionarios, asestaban una puñalada trapera? La reunión de los Comités ejecutivos se solidarizó solemnemente con Dudariev mediante una resolución especial. Los marinos miraban a los oradores y se miraban entre sí con ojos en los que se reflejaba el asombro. Hasta ahora no empezaban a darse cuenta de lo que ocurría. Al día siguiente, fue detenida toda la Delegación, la cual pudo completar su educación política en la cárcel. Tras ellos fue detenido el suboficial de marina Dibenko, presidente del Tsentrobalt, que había salido a su encuentro, y luego el almirante Verderevski, llamado a la capital para que explicara su conducta.
El día 6 por la mañana los obreros se reintegraron al trabajo. En las calles sólo hacían acto de presencia las tropas traídas del frente. Los agentes del contraespionaje revisan los pasaportes y practican detenciones a diestro y siniestro. Voinov, un joven obrero que repartía el Listok Pravdi (la Hoja de la Pravda), que se publicaba en sustitución del diario bolchevique, devastado el día anterior, fue asesinado en la calle por una banda de criminales, tal vez por los mismos agentes del contraespionaje. Los elementos reaccionarios le tomaron gusto a las matanzas. En distintas partes de la ciudad proseguían los saqueos, la violencia y el tiroteo. Durante el día, llegaron una división de caballería, el regimiento de los cosacos del Don, la división de ulanos, el regimiento de Izbor, el de la Pequeña Rusia, el de dragones y otros. «El estado de espíritu de las numerosas fuerzas de cosacos llegadas —dice el periódico de Gorki— es muy agresivo». En dos sitios de la ciudad se abrió fuego de ametralladoras contra el regimiento de Izbor, recién llegado. Tanto en uno como en otros casos, se descubrieron las ametralladoras instaladas en las azoteas, pero los culpables no fueron descubiertos. En otras partes de la ciudad se disparó asimismo contra las tropas llegadas. La deliberada insensatez de aquellos disparos