que fueran llamados al poder hombres que gozaran de la confianza del país. En el mismo sentido se pronunció el Congreso de la nobleza: las piedras venerables cubiertas de musgo rompieron a hablar. Pero todo siguió igual. La monarquía se resistía a soltar los restos del poder que aún tenía en las manos.
La última legislatura de la última Duma fue convocada, tras muchas vacilaciones y aplazamientos, para el 14 de febrero de 1917. Faltaban menos de dos meses para estallar la revolución. Todo el mundo esperaba manifestaciones en las calles. En el Reich, órgano de los kadetes, aparecía junto al bando del gobernador militar de la región de Petrogrado, general Jabalov, declarando prohibido todo género de manifestaciones, una carta de Miliukov en que se ponía en guardia a los obreros contra los «consejos malévolos y peligrosos», de «origen turbio». A pesar de las huelgas, las sesiones de la Duma se abrieron con relativa tranquilidad. Simulando que la cuestión del poder había dejado de interesarle, la Duma se consagró a un problema muy grave en verdad, pero puramente práctico: las subsistencias. El estado de espíritu de los diputados era de abatimiento, había de decidir más tarde Rodzianko: «se notaba la impotencia de la Duma, el cansancio producido por aquella lucha estéril». Y Miliukov repetía que el bloque progresivo «actuaría con la palabra y sólo con la palabra». En estas condiciones fue como la Duma se vio arrastrada por el torbellino de la Revolución de Febrero.
Capítulo III
El proletariado y los campesinos
El proletariado ruso había de dar sus primeros pasos bajo las condiciones políticas de un Estado despótico. Las huelgas ilegales, las organizaciones subterráneas, las proclamas clandestinas, las manifestaciones en las calles, los choques con la policía y las tropas del ejército: tal fue su escuela, fruto del cruce de las condiciones del capitalismo que se desarrollaban rápidamente y el absolutismo que iba evacuando poco a poco sus posiciones. El apelotonamiento de los obreros en fábricas gigantescas, el carácter concentrado del yugo del Estado y, finalmente, el ardor combativo de un proletariado joven y lozano, hicieron que las huelgas políticas, tan raras en Occidente, se convirtiesen allí en un método fundamental de lucha. Las cifras relativas a las huelgas planteadas en Rusia desde primeros de siglo actual son el índice más elocuente que acusa la historia política de aquel país. Y aun siendo nuestro propósito no recargar el texto de este libro con cifras, no podemos renunciar a reproducir las que se refieren a las huelgas políticas desatadas en el período que va de 1903 a 1917. Nuestros datos, reducidos a su más simple expresión, se contraen a las empresas sometidas a la inspección de fábricas. Dejamos a un lado los ferrocarriles, la industria minera, el artesano y las pequeñas empresas en general, y, mucho más naturalmente, la agricultura, por diversas razones en que no hay para qué entrar. Con esto no pierden el menor relieve los cambios que acusa la curva de huelgas durante ese período.
Huelgas políticas:
Año N°Huelguistas
1903* 87.000
1904* 25.000
1905 1.843.000
1906 651.000
1907 540.000
1908 93.000
1909 8.000
1910 4.000
1911 8.000
1912 550.000
1913 502.000
1914* 1.509.000
1915 156.000
1916 310.000
1917* 575.000
* Los datos referentes a los años 1903 y 1904 abarcan todas las huelgas en general, aunque entre ellas predominen, indudablemente, las de carácter económico. Los datos de 1914 hacen referencia a la primera mitad del año, y los de 1917, a los meses de enero y febrero.
Nos hallamos ante la curva, única en su género, de la temperatura política de un país que albergue en sus entrañas una gran revolución. En un país rezagado y con un proletariado reducido —el censo de obreros de las empresas sometidas a la inspección fabril pasa de millón y medio de obreros en 1905, y unos dos millones en 1917— nos encontramos con un movimiento huelguístico que alcanza proporciones desconocidas hasta entonces en ningún otro país del mundo. Frente a la debilidad de la democracia pequeñoburguesa y a la atomización y ceguera política del movimiento campesino, la huelga obrera revolucionaria es el ariete que la nación, en el momento de su despertar, descarga contra las murallas del absolutismo. Nos bastaría fijarnos en la cifra de 1.843.000 huelguistas políticos de 1905 —claro está que los obreros que tomaron parte en más de una huelga figuran en esta estadística por diferentes conceptos— para poner el dedo a ciegas en el año de la revolución, aunque no tuviéramos más dato que éste sobre el calendario político de Rusia.
En 1904, primer año de la guerra ruso-japonesa, la inspección de fábricas no señalaba más que 25.000 huelguistas en todo el país. En 1905, el número de obreros que toman parte en las huelgas políticas y económicas en conjunto asciende a 2.863.000, ciento quince veces más que en el año anterior. Este salto sorprendente induce por sí mismo a pensar que el proletariado, a quien la marcha de los acontecimientos obligó a improvisar una actividad revolucionaria tan inaudita, tenía que sacar a toda costa de su seno una organización que respondiera a las proporciones de la lucha y a la grandiosidad de los fines perseguidos: esta organización fueron los soviets, creados por la primera revolución y que no tardaron en convertirse en órganos de la huelga general y de la lucha por el poder.
Derrotado en el alzamiento de diciembre de 1905, el proletariado pasa dos años —años que, si bien viven todavía el impulso revolucionario como la estadística de huelgas revela, son ya, a pesar de todo, años de reflujo— haciendo esfuerzos heroicos por mantener una parte, al menos, de las posiciones conquistadas. Los cuatro años que siguen (1908-1911) se reflejan en el espejo de la estadística de huelgas como años de contrarrevolución triunfante. Coincidiendo con ésta, la crisis industrial viene a desgastar todavía más el proletariado, exangüe ya de suyo. La hondura de la caída es proporcional a la altura que había alcanzado el movimiento ascensional. Las convulsiones de la nación tienen su reflejo en estas cifras.
El período de prosperidad industrial que se inicia en el año 1910 pone otra vez en pie a los obreros e imprime nuevo impulso a sus energías. Las cifras de 1912-1914 repiten casi los datos de 1905-1907, sólo que en un orden inverso: ahora, el movimiento no tiende a remitir, sino que va en ascenso. Comienza la nueva ofensiva revolucionaria sobre bases históricas más altas: esta vez, el número de obreros es mayor, y mayor también su experiencia. Los seis primeros meses de 1914 pueden equipararse casi, por el número de huelguistas políticos, al año de apogeo de la primera revolución. Pero se desencadena la guerra y trunca bruscamente este proceso. Los primeros meses de la guerra se caracterizan por la inactividad política de la clase obrera. Pero el estancamiento empieza ya a ceder en la primavera de 1915, y se abre un nuevo ciclo de huelgas políticas que, en febrero de 1917, produce la explosión del alzamiento de los obreros y los soldados.
Estos flujos y reflujos bruscos de la lucha de masas hacen que el proletariado ruso parezca cambiar de filosofía en el transcurso de unos cuantos años. Fábricas que dos o tres años antes se lanzaban unánimemente a la huelga con motivo de cualquier acto de arbitrariedad policíaca pierden de pronto su empuje revolucionario y dejan sin respuesta los crímenes más monstruosos del poder. Las grandes derrotas producen un abatimiento prolongado. Los militantes revolucionarios pierden autoridad sobre las masas. En la conciencia de éstas vuelven a aflorar los viejos prejuicios y las supersticiones aún no esfumadas. Al mismo tiempo, la penetración de los elementos grises procedentes del campo en las filas obreras hacen que se destiña —por decirlo así— el carácter de clase de ésta. Los escépticos menean irónicamente la cabeza. Tal fue lo que aconteció en los años 1907 a 1911. Pero los procesos moleculares se encargan de curar en las masas las lesiones síquicas. Un nuevo giro de los acontecimientos o un impulso económico subterráneo abre un nuevo ciclo político. Los