entre el zarismo y las exigencias de la historia. La burguesía se fortificó económicamente, pero ya hemos visto que su fuerza se basaba en la intensa concentración de la industria y en la importancia creciente del capital extranjero. Adoctrinada por las enseñanzas de 1905, la burguesía se hizo aún más conservadora y suspicaz. El peso específico dentro del país de la pequeña burguesía y de la clase media, que ya antes era insignificante, disminuyó más aún. La intelectualidad democrática no disponía del menor punto consistente de apoyo social. Podía gozar de una influencia política transitoria, pero nunca desempeñar un papel propio: hallábase cada vez más mediatizada por el liberalismo burgués. En estas condiciones no había más que un partido que pudiera brindar un programa, una bandera y una dirección a los campesinos: el proletariado. La misión grandiosa que le estaba reservada engendró la necesidad inaplazable de crear una organización revolucionaria propia, capaz de reclutar a las masas del pueblo y ponerlas al servicio de la revolución, bajo la iniciativa de los obreros. Así fue como los soviets de 1905 tomaron en 1917 un gigantesco desarrollo. Que los soviets —dicho sea de paso— no son, sencillamente, producto del atraso histórico de Rusia, sino fruto de la ley del desarrollo social combinado, lo demuestra por sí solo el hecho de que el proletariado del país más industrial del mundo, Alemania, no hallase durante la marejada revolucionaria de 1918-1919 más forma de organización que los soviets.
La Revolución de 1917 perseguía como fin inmediato el derrumbamiento de la monarquía burocrática. Pero, a diferencia de las revoluciones burguesas tradicionales, daba entrada en la acción, en calidad de fuerza decisiva, a una nueva clase, hija de los grandes centros industriales y equipada con una nueva organización y nuevos métodos de lucha. La ley del desarrollo social combinado se nos presenta aquí en su expresión última: la revolución, que comienza derrumbando toda la podredumbre medieval, a la vuelta de pocos meses lleva al poder al proletariado acaudillado por el partido comunista.
El punto de partida de la revolución rusa fue la revolución democrática. Pero planteó en términos nuevos el problema de la democracia política. Mientras los obreros llenaban el país de soviets, dando entrada en ellos a los soldados y, en algunos sitios, a los campesinos, la burguesía seguía entreteniéndose en discutir si debía o no convocarse la Asamblea Constituyente. Conforme vayamos exponiendo los acontecimientos, veremos dibujarse esta cuestión de un modo perfectamente concreto. Por ahora queremos limitarnos a señalar el puesto que corresponde a los soviets en la concatenación histórica de las ideas y las formas revolucionarias.
La revolución burguesa de Inglaterra, planteada a mediados del siglo XVIII, se desarrolló bajo el manto de la Reforma religiosa. El súbdito inglés, luchando por su derecho a rezar con el devocionario que mejor le pareciese, luchaba contra el rey, contra la aristocracia, contra los príncipes de la Iglesia y contra Roma. Los presbiterianos y los puritanos de Inglaterra estaban profundamente convencidos de que colocaban sus intereses terrenales bajo la suprema protección de la providencia divina. Las aspiraciones por que luchaban las nuevas clases confundíanse inseparablemente en sus conciencias con los textos de la Biblia y los ritos del culto religioso. Los emigrantes del Mayflower llevaron consigo al otro lado del océano esta tradición mezclada con su sangre. A esto se debe la fuerza excepcional de resistencia de la interpretación anglosajona del cristianismo. Y todavía es hoy el día en que los ministros «socialistas» de la Gran Bretaña encubren su cobardía con aquellos mismos textos mágicos en que los hombres del siglo XVII buscaban una justificación para su bravura.
En Francia, donde no prendió la Reforma, la Iglesia católica perduró como Iglesia del Estado hasta la revolución, que había de ir a buscar no a los textos de la Biblia, sino a las abstracciones de la democracia, la expresión y justificación para los fines de la sociedad burguesa. Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura de Robespierre, pueden permitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad.
Todas las grandes revoluciones han marcado a la sociedad burguesa una nueva etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases. Del mismo modo que en Francia no prendió la Reforma, en Rusia no prendió tampoco la democracia formal. El partido revolucionario ruso a quien incumbió la misión de dejar estampado su sello en toda una época, no acudió a buscar la expresión de los problemas de la revolución a la Biblia, ni a esa democracia «pura» que no es más que el cristianismo secularizado, sino a las condiciones materiales de las clases que integran la sociedad. El sistema soviético dio a estas condiciones su expresión más sencilla, más diáfana y más franca. El régimen de los trabajadores se realiza por vez primera en la historia bajo los soviets que, cualesquiera que sean las vicisitudes históricas que les estén reservadas, ha echado raíces tan profundas e indestructibles en la conciencia de las masas como, en su tiempo, la Reforma o la democracia pura.
Capítulo II
La Rusia Zarista y la guerra
La intervención de Rusia en la guerra era contradictoria por los motivos y los fines que perseguía. En el fondo, la sangrienta lucha entablada giraba en torno a la supremacía mundial. En este sentido, excedía de las fuerzas de Rusia. Los «objetivos de guerra» de ésta (los estrechos turcos, Galicia, Armenia) tenían un carácter provincial y sólo podían ser alcanzados de pasada en la medida en que se armonizasen con los intereses de las potencias beligerantes decisivas.
Pero, al mismo tiempo, Rusia, como gran potencia que era, no podía permanecer al margen en aquellas disputas de los países capitalistas más avanzados, del mismo modo que, en la época anterior, no había podido abstenerse de introducir en su país fábricas, ferrocarriles, fusiles de tiro rápido y aeroplanos. Los frecuentes debates entablados entre los historiadores rusos de la moderna escuela acerca de si la Rusia zarista estaba o no madura para tomar parte en la política imperialista contemporánea, degeneran constantemente en escolasticismo, pues enfocan a Rusia aisladamente, como factor suelto en la palestra internacional, cuando, en realidad, no era más que el eslabón de un sistema.
La India tomó parte en la guerra formalmente y de hecho como colonia de Inglaterra. La intervención de China, aparentemente «voluntaria», fue, en realidad, la intervención del esclavo en las reyertas de los señores. La beligerancia de Rusia venía a ocupar un lugar intermedio entre la de Francia y la de China. Rusia pagaba en esta moneda el derecho a estar aliada con los países progresivos, importar sus capitales y abonar intereses por los mismos; es decir, pagaba, en el fondo, el derecho a ser una colonia privilegiada de sus aliados, al propio tiempo que a ejercer su presión sobre Turquía, Persia, Galicia, países más débiles y atrasados que ella, y a saquearlos. En el fondo, el imperialismo de la burguesía rusa, con su doble faz, no era más que un agente mediador de otras potencias mundiales más poderosas.
Los «compradores» chinos2 son el tipo clásico de una burguesía nacional creada sobre el papel de agente intermedio entre el capital financiero extranjero y la economía interior del país. En la jerarquía de los Estados del mundo, Rusia ocupaba antes de la guerra un lugar considerablemente más alto que China. Problema aparte es ya saber el lugar que hubiera ocupado después de la guerra, suponiendo que no hubiese estallado la revolución. Sin embargo, la autocracia rusa, de una parte, y de otra la burguesía, presentaban los rasgos característicos marcados del tipo de los «compradores»: tanto una como otra vivían y se nutrían de los vínculos que les unían al imperialismo extranjero, a cuyo servicio estaban, y de no apoyarse en él, no hubiera podido tenerse en pie. Y ya se vio que, a última hora, ni con este apoyo pudieron salir adelante. La burguesía rusa «semicompradora» tenía intereses mundiales imperialistas, a la manera como el agente que trabaja en comisión comparte los intereses de la empresa a quien sirve.
El instrumento de las guerras son los ejércitos. Y como en las mitologías nacionales, el propio Ejército se considera siempre invencible, las clases gobernantes en Rusia no se veían obligadas a hacer una excepción para el ejército zarista. En realidad, éste no representaba una fuerza seria más que contra los pueblos semibárbaros, los pequeños países limítrofes y los Estados en descomposición; en la palestra europea, este